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¡Cagüen mis muertos! Estos de la Científica están sulfatando todo con gases y líquidos. Joder, con esas máscaras buconasales, las gafas espejadas y la redecilla en la cabeza parecen desparasitadores de cucarachas. Es eso, o que se han propuesto envenenarnos a nosotros. No hay término medio, estoy seguro. Me troncho de la risa: Pepote, alias el Oxímoron.

Ahí se acerca la Mari con un individuo escuálido, con cuatro pelos sobre una cabeza cadavérica, y encorvado por el peso de una pajarita del tamaño de una coliflor. Enciendo un cigarro.

—Gorgonio, deja de fumar en la escena del crimen —grita el mal follao de Pepote.

—Vete a cagar —digo, y doy otra calada.

Interrumpo la presentación de don Tomás Gallifa que la inspectora comenzó hace ya unos minutos. De ella, sólo retuve que el hombre era el presidente del jurado.

—¿Qué vio?

Don Tomás traga saliva y balbucea:

—La forma en que Gabriel murió fue tan inesperada… Ya ve, veinte años de amistad, y compartiendo este certamen que creamos con la idea de ensalzar el idioma de Cervantes para que en un momento…

—¿Sabe si su amigo padecía del corazón?

—No, no lo sé. Creo que no, pero no me consta.

—Otro miembro del jurado, el yanqui, nos ha dicho que le vio sudar en exceso.

—Ah, pero eso le ocurría todos los años. Es que él era muy nervioso y la excitación de la lectura de los relatos le hacía transpirar mucho. Este era para él un momento glorioso.

—¿…?

—Ya sabe… Se trataba de descubrir nuevos valores de la lengua y premiarlos. Pensábamos que, tal vez, entre los escritores participantes, un día, nos encontraríamos al nuevo Cervantes.

—¿Cuál es la dotación del concurso?

—Veinte mil euros.

—¿Veinte mil euros por cuatro páginas?

Siento cómo la mandíbula se me desencaja.

Asiente.

He quedado paralizado: hasta el cigarro ha dejado de echar humo. Joder, está visto que equivoqué la profesión. Si en vez de haber buscado asesinos, hubiese buscado metáforas, qué bien me habría ido.

—Con ese dinero en juego, ¿nunca hubo pucherazos?

—¿A qué se refiere?

—Usted ya me entiende. Se le confiere el premio a alguien, que previamente ha untado a los miembros del jurado.

—Por favor, comisario, la duda me ofende. Este es un certamen muy serio.

—¿Qué valora más en los relatos?

Saco veloz la libreta. He de tomar nota de su respuesta para que no se me olvide, por si un día decido escribir algo y enviarlo a este certamen tan serio.

—Pues, verá. A mí me interesa mucho la fusión de las figuras retóricas con las figuras del pensamiento.

Es inútil tomar notas de algo que no se comprende, así que guardo la libreta.

—¿Sabe si Gabriel tenía enemigos?

—No. Era la metáfora de la bondad. La metonimia de la piedad.

¿Qué cojones será eso de «metáfora de la bondad»? Anda, que lo de «metonimia» es ya para nota. Igual lo está insultando finamente y yo no me entero. En fin, el de la pajarita ha dado todo lo que tenía que dar de sí.

—Puede retirarse, señor Gallifa. Muchas gracias.

Le hago un gesto con la cabeza a la inspectora para que me traiga al que nos queda por interrogar. Coge de inmediato del brazo al presidente del jurado y lo conduce hacia otra sala; solo, para que no hable con los demás. Ya lo llamaré más tarde si lo necesito.

Buf, vaya caso más engorroso. Todo carece de sentido: unos folios que emiten un gas letal, un concurso de relatos de cuatro páginas por las que te dan veinte mil euros sin recibo, unos miembros del jurado salidos del Jurásico de la literatura, un cadáver al que todos parecen canonizar sin que existan razones aparentes para asesinarlo, un premio literario muy serio en el que todo ha transcurrido sin novedad durante veinte años…

Ahí regresa la inspectora. ¡Por los cuernos de Belcebú! No es otro vejestorio emérito quien la acompaña: es una mujer. Joder, ¡qué hembra! Falda de tubo que termina en cintura de avispa. Vaya contoneo. Pechos inflados y pitones que me miran de frente. No pienso averiguar si son naturales o de silicona, pero me quedo con unas ganas. Labios con bótox y ojos negros, pero que muy negros. Mejor me olvido de ella, ya se sabe: «Agua de la que no has de beber, déjala correr».

Sin embargo… Ay, ay, a esta la he visto yo en algún lado. Piensa, Gorgonio, piensa.

—Comisario, la señorita Elena Zorravista —me informa la Mari.

—No sé por qué, pero su rostro me resulta familiar —digo, tendiéndole la mano.

—Si no lee mucha novela infantil, a lo mejor me recuerda del Gran Hermano edición XXIV.ª o de la edición XVIII.ª de Supervivientes.

—¿Gran Herma…? ¿Y qué hace usted aquí? —pregunto desconcertado.

—El ganador de cada concurso participa del jurado al año siguiente. Y yo fui la ganadora del anterior.

—¿Usted?

—Claro, fue mi primer relato y ya ve: ganadora.

Joder, para que luego el de la pajarita hable de la seriedad de este certamen. Me parece que, más que serio, es de cuento. De puro cuento.

La inspectora se me arrima y pega sus labios a mi oreja. Cuidado, Mari, que uno no es de piedra y ya voy caliente con la Zorravista.

—Es el perfil típico de femme fatal —me susurra—. Vamos, Gorgui, en román paladino: una lagartona.

Ya lo veo, ya lo veo.