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Los de la Científica han comenzado a inundar el ambiente con mil productos en busca de indicios. Pepote, al frente de ellos, se ha encasquetado una redecilla en la cabeza y una mascarilla, que junto a sus gafas de sol, similares a las del teniente Horatio del CSI Miami, parece un psicópata camino de la sala de descuartizamiento. Buf, este sujeto amarga al más pintado.

Apagan la luz del cuarto, y un tono azulado señala las huellas marcadas en los folios y en la mesa. La sangre del muerto se torna grisácea y su rostro, verdoso.

—Comisario —dice la Mari—, don Blas, catedrático emérito.

No me ha llamado «Gorgui». Ay, Gorgonio, desconfía: ese cambio de táctica no augura nada bueno. Aunque está muy claro que quiere algo, me preocuparé de eso más tarde; ahora tengo ante mí a un tipo barrigón, con gafas de culo de botella de coñac y cuatro pelos encima de las orejas, arriba de una camisa de rayas marrones y corbata azul cielo con dibujitos de veleros.

Le tiendo la mano. Temblando, me ofrece la suya.

—Por favor, don Blas —le digo—, ¿me haría un resumen de lo ocurrido?

—Nos encontrábamos los seis dialogando sobre si este año íbamos a valorar el multiperspectivismo, como el año pasado, o volveríamos a los narradores heterodiegéticos, cuando el ilustre catedrático Valentín de Fox introdujo en la conversación la cuestión de cuál debería de ser nuestra posición sobre los neologismos de…

Joder, juraría que le he pedido un resumen. Si el veneno me fallara con el rapaz, bien podría llevarle al emérito para que lo anestesiara con una charla.

—… y de la importancia subyacente de la anfibiología de…

—Al grano, don Blas.

—Como le manifestaba, nos hallábamos en tal apasionante debate… —«¿Apasionante debate?», que me jodan—, cuando Gabriel, el secretario del jurado, fue presa de horribles y súbitas convulsiones, y sus labios se cubrieron de una espuma grisácea. De inmediato, la sangre manó de su boca. Y su cabeza, sin resistencia ni remisión, se estampó contra la mesa.

—¿Tenía enemigos el difunto?

Enmudece y abre los ojos. Ha quedado como una gárgola de piedra.

—Don Blas, por favor —instigo.

—Perdón, comisario. Es que jamás me había hecho esa pregunta. Gabriel era la esencia de la empatía, de la simpatía, de la bondad, de la humanidad, de…

—¿Pensaban canonizarlo?

—¿Cómo dice?

—Nada, cosas mías. Prosiga, por favor.

—Es imposible referirme a él sin que legiones de amigos suyos acudan a mi mente.

—Le hago la pregunta de otra manera. ¿Sabe de alguien que se beneficiara con su muerte?

—Creo que no. Carecía de familia y vivía solo.

—¿Detectó algo raro en su comportamiento?

—Las convulsiones.

—Gracias, don Blas. Ha sido usted de mucha ayuda. Si lo necesito, le volveré a llamar.

Asiente, da media vuelta y se aleja arrastrando los pies. Ay, la vejez no se encuentra ni en los años ni en las canas ni en los kilos, pero sí en el arrastre de los pies. Y este ya va directo hacia el nicho. Eso sí, va despacio.

Ahí llega la inspectora con su lunar y su contoneo, y a los tres les acompaña un individuo mal encarado, con barba poblada y cachimba en los labios. Lleva chaqueta beige de pana con coderas verdosas. ¿Quién le vestirá?

La Mari me presenta a otro catedrático, Valentín de Fox. Mientras habla, me guiña el ojo. Esta cabrona busca algo, que lo sé yo.

Nos saludamos y el hombre me honra con una leve inclinación de la testera.

Antes de comenzar el interrogatorio, me dirijo a la Mari:

—Inspectora, vaya avisando a los otros que les voy a pedir lo mismo que a don Blas. Que vayan directos al grano, sin enrollarse… Con los rollos que me ha contado él, tengo bastante.

Asiente y se aleja. Yo regreso al sujeto de las coderas color alfalfa.

—A ver, don Valentín, por favor, comience usted.

—No vi nada.

—Ya, pero cuénteme cómo se entera del fallecimiento.

—No diré nada.

—Algo tendrá que contarme.

—Usted ha dicho que lo principal es la brevedad.

—Pero no tanto, joder.

—Ya sabe: lo bueno, si breve, dos veces bue…

—¡Mari, el siguiente! —grito mientras busco desesperado el mechero en los bolsos de mi gabardina.

Enciendo un pitillo y me relajo. Joder, con el sujeto. Cagüen mis muertos, este ha debido darle clase a mi hijo, pues lo único que aprendió fue a decir: «Yo qué sé». Y luego se deprime, al ver que hasta los caballos en el hipódromo terminan una carrera. Tengo que conseguir este veneno que parece no dejar rastro y deshacerme de la sanguijuela. Aunque el método de Extraños en un tren podría funcionar si…

—Comisario, el catedrático Wilson de la Universidad de Miami.