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Veinticuatro horas para mi jubilación y han tenido que asesinar a no sé quién en mi turno de guardia: la mala suerte me muerde los talones como un perro rabioso. No es suficiente con que mi sueño profesional nunca se cumpliera —¿cómo se iba a cumplir? Si siempre me relegaron por los lameculos, los meapilas y los que cogían el carnet del partido gobernante con más rapidez que los Red Bull recorriendo el circuito de Montecarlo—, ni que mi mujer se escapase con aquel cabrón que nos vendió el coche y me dejase la custodia de un hijo gandul e irresponsable. Encima, la culpa de que ese crío saliera poltrón la tuvo ella y sólo ella. «No le obligues a estudiar, que se deprime», decía a diario, y los fines de semana añadía: «Déjale que llegue al alba. Es joven y ha de divertirse».

Buf, lo del crío cada día lo llevo peor. ¿Qué cojones va a ser de él cuando me pensionen? ¿Se quedará conmigo? Qué bobadas digo, adónde va a ir. ¡Qué desastre! Tumbado a todas horas en el sofá, que ya está abombado, el pobre, con esos calderos de palomitas, el pantalón corto, la camiseta con la leyenda «Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos» y esa gorra de béisbol con la visera hacia atrás y «Los Angelinos de Los Ángeles» bordado en la tela. «El vago del barrio» le quedaba más adecuado.

Pues lo siento mucho, pero he de seguir los consejos del refranero castellano: «A grandes males, grandes remedios». Mañana, en cuanto me lleguen los papeles en los que se me notifique que me envía a las clases pasivas, se lo digo bien claro: «Me largo a Tarifa. A partir de ahora, búscate la vida».

A todo esto se une ahora la Mari y esa cría que no he conocido. Pero qué ganas tengo de meterme en jaleos. Esa criatura sólo la quiso ella. «No te preocupes», me dijo entonces. «Nunca sabrá quién es el padre. La criaré yo sola». ¡Maldita sea! Un polvo garbancero y, ¡zas!, preñada. Y, claro, ahora la nena cumplió dieciocho años y quiere conocer al padre. ¡Qué desastre! Estoy seguro de que allá en el cielo alguien me ha echado el mal de ojo…

—Comisario, aquí es.

El chófer me rescata de mis miserias.

Veo a los curiosos arremolinados en grupos a lo largo de la cinta policial.

—De los nuestros, ¿quién ha llegado? —pregunto al conductor.

—No lo sé, comisario. Por la emisora no han dicho nada.

Con Matías de vacaciones, el enano del jefe igual me ha enviado de ayudante a otro Máster del Universo. En fin, vayamos para allá.

Me dirijo al encintado, sin apartar de mi mente al cabrito del chaval. ¡Qué chaval ni que ocho cuartos! ¡Si ya tiene treinta añazos! Y aún en casa, sin oficio ni deseos de encontrarlo. Los juegos de rol, los chat de las narices y los cincuenta euros de propina semanal: esas son sus preocupaciones. De buena gana lo…

—Comisario, ¿quiere que le informe? —me dice un policía de hombros y cuello de oso al que no conozco.

—Sí, por favor.

—Te informo yo, Gorgui.

Joder, la Mari apareciendo por cualquier recoveco. Enciendo un pitillo, cierro los ojos y bajo la cabeza, resignado a oírla.

—Verás, Gorgui. En el local…

—¿No puedes dejar de llamarme «Gorgui»?

—Ay, qué hombre, este… Como te decía: en el local se encontraban seis personas. De repente, uno de ellos comenzó a sentirse mal. Según cuentan los otros, empezó a convulsionar, expulsando espuma por la boca, que fue sustituida por sangre. Después se desvaneció. Llamaron a Urgencias y se presentó una UVI. Al llegar, el doctor certificó su muerte.

—¿Y qué pintamos nosotros aquí?

—Nos llamó el médico, Gorgui. —Carraspea—. Asegura que no es una muerte natural, que lo han asesinado.

—¿Con qué?

—Dice que con veneno.

«Veneno». Con eso debería adobarle la comida al parásito que tengo en casa. Y todavía querrá venirse conmigo a Tarifa, para arruinarme la jubilación y lo que me queda de vida.

Me adentro en la sala, la escena del supuesto crimen. Qué extraño, juraría que huele a almendras amargas. En el centro, un hombre de unos sesenta años, sentado, con la cabeza apoyada sobre una mesa cubierta de papeles, y los brazos caídos a los lados. De su boca ha manado un hilo de sangre que se extiende por encima de unos folios. Me acerco al cuerpo y observo sus oídos; parecen haber sufrido pequeñas hemorragias. Alzo con cuidado su cabeza: el interior de sus fosas nasales presenta el mismo aspecto.

La Mari vuelve a acercarse; esta vez, la acompaña un hombre de bata blanca y estetoscopio al cuello. Me tiende la mano; se la acepto. Es pequeño y enjuto, su rostro presenta marcas de viruela y lleva pantalones vaqueros y zapatillas de deporte. Evidentemente, es el médico de la UVI móvil.

—Doctor —digo—, ¿por qué asegura que fue asesinado?

—Cuando nos acercamos al cuerpo, este aparatito… —y me muestra una especie de busca que pende de su cinturón— comenzó a pitar, lo que indicaba la presencia de algún gas tóxico. Al buscar la fuente de emisión, la localizamos en el montón de papeles bajo la cabeza del difunto. Suficiente para alertarme.

—¿Me está diciendo que esos papeles emiten un gas tóxico?

—No, apenas queda nada.

Qué solución extraordinaria para el mangante de mi hijo. Me libraría de él antes de que me llegue la primera paga de la pensión.

—Gorgui…

Otra vez la Mari fastidiándome los sueños. A pesar de mi bufido, ella continúa imperturbable:

—¿Quieres interrogar a los presentes en el momento del fallecimiento?

—Explícame antes qué se supone que hacían los seis con tantos papeles.

—Son el jurado del prestigioso premio de relato breve de…

—O sea, que esos papeles son relatos.

Asiente.

—De acuerdo, que vengan a verme de uno en uno.