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RAMALHO DA COSTA
Extraño este comisario, ha llevado la dirección todo el rato, dando órdenes, marcando pautas y realizando preguntas en ocasiones desconcertantes, y, sin embargo, cuando llega el momento de resolver y encumbrarse, me cede la palabra. Tal vez Unamuno tenga la explicación.
Macho ha comenzado a patalear en el aire, refunfuñando. Mejor así: si pierde aún más los nervios no pensará con claridad cuando tenga que responder a mis preguntas.
El comisario se ha sentado y, tras cruzar las piernas, apoya el codo en la rodilla con el cigarro en la mano. Espera mis conclusiones como si se dispusiera a examinarme.
Aunque no estoy acostumbrado a explicar la cadena de deducciones a nadie, ¡qué caralho!, seguiré el camino indicado por Gorgonio.
Carraspeo. Y comienzo:
—Había una línea de investigación posible: que la señorita Azu hubiese incitado a Gitano para que matara a Potranco…
—¿Yo? —exclama la muchacha y deja la mandíbula colgando.
—Era una posibilidad, pero el estado de Gitano descarta que fuera él el asesino. En ese caso, el crimen habría sido más descuidado y brutal.
Observo de reojo al comisario. Asiente al tiempo que da otra calada.
—Si a lo anterior —prosigo— le unimos que la cinta no se detuvo durante cuarenta y cuatro minutos, usted, señorita Azucena, también queda descartada como sospechosa.
—¿Me puedo ir? —pregunta, poniéndose en pie.
Con un ademán, le indico que regrese al asiento. Obedece.
—Ahora, usted, Filiberto. Cuando llegué, llevaba puestos los guantes de doce onzas, y estaban atados. Con ellos no hubiese podido aferrar bien la cuerda para estrangular a Potranco.
—¡Sí! —exclama el puertorriqueño y golpea una mano en puño contra la palma de la otra.
El pequeño Macho, entre tanto, ha empalidecido y sus zapatillas ya no se balancean.
—En su primera declaración —le digo, señalándole—, quiso desviar nuestra atención. Se exhibió ante nosotros con una fregona y nos dijo que se subía sobre un banco plano al ayudar con las repeticiones forzadas.
—¿Y por eso dice que lo maté yo? —pregunta con rabia.
—Nos condujo a buscar un banco con sus huellas, pero no había ninguno. Usted se había subido sobre el caldero de aluminio para matar a Potranco.
—Tendrá que demostrarlo.
—Es fácil. Detrás del banco inclinado hay restos de agua sucia, la misma del barreño. En la barra, además, quedan más restos. Usted pensó que sus guantes de goma ocultarían sus huellas. En eso acertó, pero se olvidó que mantenían restos del agua sucia. Luego está la comba…
—¿Qué tienen? Siempre las acomodo.
—Ya, pero analizaremos la tercera por la derecha. Seguro que conserva rastro de sus guantes húmedos.
Con un gesto, les indico a los dos policías uniformados que lo engrilleten y se lo lleven a comisaría. Miro hacia el comisario, tal vez buscando su aprobación. ¡Caralho! No está.
Salgo a la acera. Le veo cruzando la calle Payaso Fofó hacia la avenida de la Albufera, bajo la llovizna. Se sube las solapas de la gabardina. Corro hacia él.
Lo alcanzo a la altura del Metro de Portazgo. Lo detengo, apoyándole una mano en el hombro.
—¿Quiere ligar conmigo, inspector?
Sonrío.
—Quería agradecerle.
—¿A mí? ¿No le advirtieron de que soy un viejo carcamal al que no había que hacer mucho caso?
—No. El Jefe Superior sólo me aseguró que usted era el mejor, pero un poco singular.
—¿Singular? Je, je… Y él es particular, como el patio de mi casa.
—Ha sido un honor trabajar con usted.
—¿Cuántos años tiene, Da Costa?
—Treinta.
—Usted es el futuro, inspector. No se detenga.
—He de aprender mucho de los veteranos como…
—Olvídese. Yo soy el pasado. Un dinosaurio que ya no comprende ni quiere comprender el mundo en el que vivimos.
—Aun así…
—Vaya a salvar el mundo. Hágame caso. Yo sólo quiero jubilarme.