8
GORGONIO
Buf, menos mal que se han llevado a Gitano. Si vuelve a saltar sobre mí, seguro que me estropea la manicura. Además, tanto grito no me deja pensar y me aturulla. He de dar gracias a que tenía por aquí al He-Man que lo ha reducido de tres guantazos. Pero seguro que mi Matías no hubiese necesitado ni dos bofetadas.
Curioso, curioso, este joven inspector. Se ha percatado de quién puede ser el asesino casi al mismo tiempo que yo, y eso que no pertenece a Homicidios. Lo dicho: a estas nuevas promociones les enseñan a leer el pensamiento.
Ahí llega acompañado de los tres: la chica sigue con la cinta fucsia alrededor de la cabeza; el puertorriqueño se ha duchado y cambiado de ropa, y hasta se ha engominado hacia atrás la escarola que tiene por cabello; y el pequeño Macho desfila marcando el paso con la cabeza alta. Al llegar a la altura donde se encontraba Gitano, los tres giran instintivamente las caras buscándole.
—Lo hemos enterrado —les aclaro.
—Comisario, ¿dónde los pongo?
—Ahí mismo. —Señalo un banco plano—. Que se sienten.
El inspector los acomoda como a párvulos y los tres permanecen allí con las manos sobre las rodillas y los ojos muy abiertos, mirándome.
—Da Costa, ¿usted ha leído a Unamuno?
—¿Cómo?
—A Unamuno, coño.
—Pues…, sí.
—Ya sabía yo que usted ha pasado muchas noches sin cenar.
—Perdone, comisario. No entiendo a qué se refiere.
—«Sólo el hambre da el conocimiento», sentenció don Miguel.
Sonríe.
No se me escapa ni una: este He-Man tiene hambre. No como la acémila de mi hijo, que seguirá con la panza llena de palomitas, su gorra ladeada, el pantalón corto tumbado en el sofá viendo alguna astracanada en la televisión. Buf, de buena gana le pegaba una patada en el culo y lo enrolaba en el Ejército rumbo a Afganistán. En fin, vayamos con estos tres.
—Señorita Azu, ¿cuánto tarda en hacer diez kilómetros en la cinta? —pregunto.
—Mi récord está en cuarenta minutos —responde con satisfacción.
—¿Qué pasaría si usted se bajase de la cinta a los…, por ejemplo, siete kilómetros?
—Que se detendría.
Enciendo un cigarro y añado con voz pausada:
—Cuando oyó la voz de Macho anunciando que quedaban quince minutos para el cierre, ¿qué hizo usted?
—Acelerar el paso, pues en ese momento sólo llevaba hechos seis mil setecientos metros.
—Ya. ¿Qué tal su relación con Gitano?
Abre mucho los ojos y le lanza al inspector una mirada recriminatoria.
—Después de lo de hoy, se ha roto.
—Ahora usted, Filiberto. ¿Qué hizo cuando oyó el aviso de Macho?
—Continué golpeando el punching ball para aprovechar los últimos quince minutos.
—¿Cuánto suele tardar en colocarse los guantes de doce onzas?
—Poco, pero lo más lioso es atarlos. Si uno no tiene a mano a algún compañero, hay que emplear los dientes.
Miro a Da Costa, que asiente.
—Ahora nos queda usted, señor Macho.
El enano sonríe, se cruza de brazos y balancea los pies en el aire.
—Pregunte, pregunte —inquiere adelantando la barbilla.
—No le voy a preguntar nada.
Macho detiene el bailoteo y su sonrisa desaparece. Doy una calada y le explico:
—Ya conoce a mi ayudante, el inspector Ramalho da Costa. Le voy a ceder la palabra a él, para que nos ilustre acerca de cómo mató usted a Potranco.