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RAMALHO DA COSTA
«Velada a diez asaltos por el título autonómico del peso Superwélter», leo en las hojas del tabloide que han pegado en una esquina de la sala. «Gitano, Perro Rabioso, contra Huracán Gómez, a las 23 horas, en…». Compruebo el reloj: las diez de la noche. No me extraña que Gitano estuviese tan excitado. La mezcla que circula por sus venas para el combate ha comenzado a explotar. Su incomparecencia le hará perder el título. ¡Qué caralho! ¡Qué espabile para otra vez!
Me asomo al vestuario masculino. El púgil negro, con los cabellos como una coliflor oscura, se ha quitado las vendas de los nudillos y las ha doblado, depositándolas sobre un banco.
—Nombre —exijo.
—Filiberto Ríos, El Cangri.
Esa tonada…
—¿De dónde es usted?
—De Borinken —dice con orgullo, y sus ojos parecen brillar como el azabache.
Ahora tienen sentido los colores de su calzón y la estrella blanca.
—Independentista de Puerto Rico, ¿verdad?
Asiente, y le hago un gesto con la mano para que me siga. En la sala de musculación bordeo el cuerpo de Gitano. El puertorriqueño se queda inmóvil contemplándolo y musita:
—¿Qué le pasó al crakero?
—Tropezó —digo, pero su comentario me obliga a preguntar—: ¿También consumía crack?
—Hasta por la chocha.
Si Gitano estaba tan puesto, una ligera insinuación de la muchacha sobre los manoseos de Potranco le hubiese colocado en órbita y el asesinato iría de seguido. Veremos qué nos dice este.
—Comisario, Filiberto Ríos.
Gorgonio aprieta el cigarro con la comisura de los labios, le lanza al puertorriqueño una mirada que parece radiografiarlo y, seguidamente, le tiende la mano.
—Bueno, señor Ríos —dice, con el pitillo pegado al labio inferior—, ya ha visto lo que le ha ocurrido a su amigo Gitano por no querer colaborar. Espero que usted sea más hablador. Hala, dígame qué tal se llevaba con el difunto.
—¿Con Potranco? ¿Con ese mojón?
Detrás del humo del cigarro, el comisario asiente.
—Era un cafre. Me tenía hasta las bolas. Cada vez que se dirigía a mí, no dejaba de insultarme. «Mojón negro», «Chocha húmeda»… Esas eran las lindezas con que me llamaba ese crakero de mala madre.
—Veo que su muerte no le apena.
—En absoluto.
—¿Le ayudó usted a hacer repeticiones…? ¿Repeticiones…?
Chasquea los dedos pidiendo auxilio.
—Forzadas —digo.
—Eso.
—No. Es más, hace meses que le había retirado el saludo. A mí ya no me pedía ayuda.
—¿Sabe quién le pudo asistir esta noche?
Niega con la cabeza y balbucea como escupiendo.
—Yo estaba ocupado en el punching ball.
—¿Utilizó las combas?
—Me tocan los lunes, miércoles y viernes.
—Ya, y hoy es jueves.
Alzo la mano, pidiéndole permiso al comisario para intervenir. Menea la cabeza y se atusa las cejas. Resopla, pasea su mano por la frente, la detiene a altura de los ojos, tapándolos, y, por fin, menea el meñique, dándome paso.
—Usted —digo—, ¿conocía la relación de Gitano con Azu?
Asiente.
—¿Estaba al corriente de que Potranco se sobrepasaba con la chica?
Vuelve a asentir cerrando los ojos.
—¿Vio hoy algo anormal en la relación entre los tres?
—Hoy, lo único fuera de lo normal era Gitano, descontrolado por la ponzoña que llevaba en el cuerpo.
—¿Gitano amenazó a Potranco?
—¿Hoy? Que yo sepa, no. Parecía muy enfrascado en la preparación para la velada.
—¡Mierda de grifo! —exclama de pronto el comisario.
No sé qué bicho le habrá picado, pero prosigo:
—¿Había amenazas entre ellos?
—Eran casi constantes.
Me vuelvo hacia el comisario Gorgonio, indicándole que no tengo más preguntas. Se encoje de hombros, da una calada y pasea alrededor del caldero, enfurruñado. De repente, detiene el paso y pregunta:
—¿Quién fue el primero en llegar al cadáver?
—No lo sé, creo que acudimos los cuatro a la vez.
—Usted, según dijo a la patrulla, estaba practicando con el punching ball.
—Así es.
—¿Entrenaba con los puños desnudos o enguantados?
—Con guantes de doce onzas.
—Por mi parte he terminado. Puede retirarse, señor Filiberto. —Me mira y añade con sorna—: Claro, siempre y cuando, su Señoría el inspector Da Costa no quiera seguir interrogando al testigo.
Niego con la cabeza.
—¿Puedo ducharme ya? —pregunta el puertorriqueño.
El comisario asiente. El otro se gira en dirección a los vestuarios, cuando le detiene una nueva pregunta de Gorgonio.
—Lo último, ¿qué significan esas letras bordadas en su calzón?
¡Maldita sea, ni me había fijado! «PRPR», parece que pone. Gorgonio es más puntilloso de lo que aparenta.
—Partido Revolucionario de Puerto Rico —responde el otro y regresa el brillo a su mirada.
El gesto de mentón del comisario me indica que ha terminado. Acompaño al caribeño a los vestuarios y, antes de despedirme, se me ocurre una nueva idea:
—¿Alguna vez Potranco habló mal de los puertorriqueños?
Sonríe torvamente y resopla:
—Para él… somos mojones.
De regreso a la sala de musculación, observo que el comisario calzándose unos guantes.
—Inspector, ¿qué significa lo de las onzas?
—El peso del guante. Cada una equivale a 3,25 gramos.
—¿Para qué se ciñe un boxeador uno de doce?
—Para fortalecer su musculatura cuando entrena.
Abre y cierra el puño enguantado. Sonríe y murmura:
—Con esto, pocas pulgas se pueden ordeñar.
A continuación, se acerca al perchero de las combas, como si quisiera aferrar una, pero vuelve a preguntar:
—¿Qué significa «mojón» en jerga caribeña?
—«Pedazo de mierda», comisario.
—Ajá. Pues mire a ver si el mojón que tenemos ahí tendido se despierta y le podemos interrogar.
Me acerco hasta Gitano y le llamo, al tiempo que abofeteo sus mejillas con suavidad para espabilarlo.
No reacciona. Repito la operación. Por fin, abre despacio los párpados. Sus ojos están irritados, y se encienden aún más.
—Esta me la pagas, Trini —grita, al tiempo que sus zarpas se aferran a mi cuello y comienza a apretar.
No soy capaz de soltar la presa. Me ahoga. Le arreo un puñetazo en la mandíbula. Otro. Escupe sangre. Pierde de nuevo el conocimiento.
—Joder, con el mojón —se lamenta Gorgonio—. Así no terminaremos nunca.