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GORGONIO
Ejercicios de nombres extraños —«repeticiones…», «repeticiones…». Pero ¿cómo cojones se llamaban?—, músculos de nombres ininteligibles, cuerdas que se usan de combas, guantes de no sé cuantas onzas, vendas en los puños, chicas que recorren diez kilómetros para mantener «cuerpos serranos», dicen. Pues yo prefiero el de guitarra de la Mari. Ay, ese lunar. Buf, hasta enanos maniáticos que ordenan cuerdas… Joder, ¡qué mundo! Están todos chiflados.
No termino de amoldarme a este inspector que me han enviado de refuerzo. Parece hábil, pero siento que ausculta mis métodos de reojo. Ha tenido intervenciones acertadas y, sin embargo, prefiero a Matías. Me he acostumbrado a esa manera de ser tan suya: obediente, callado, bruto, un poco descerebrado y de músculos… parecidos a los de este Da Costa.
Ahí llega el He-Man con el enano. Vaya pareja, parecen la «T» y la «i».
Enciendo un cigarro para darme tiempo a explorar al encargado de mantenimiento: metro cuarenta, cabeza grande, ojos saltones, sonrisa forzada, manos callosas, piernas cortas y gruesas, viste chándal azul y rojo con el logo de la Federación de Boxeo, y su sonrisa resulta forzada.
—¿Por qué le llaman Macho?
—Porque tengo tres patas.
Hay que joderse con el enano.
—¿Desde cuándo trabaja aquí?
—Buf, desde siempre.
—Así que usted nació en este gimnasio.
—¿Cómo dice?
—Que «siempre» es mucho tiempo, coño. Así que sea un poco más preciso.
—Pues… hace unos diez años.
—Luego conocía al fiambre.
—¿A Potranco? Claro, yo le enseñé las cuatro cosas que sabía.
—¿Qué tal se llevaba con él?
—Mal. Era un chulo y un desagradecido. Cuando llegó le brindé mi amistad, pero él sólo tuvo insultos para mí: «chincheta», «pulga», «chico de la fregona», «verruga del suelo», «inspector de zócalos»… Hasta me trataba con empujones y patadas. Más de una vez me arreó un puntapié en el culo que me tiró de bruces y me volcó el agua del caldero por todo el piso.
—Si le entiendo bien, su muerte no le duele mucho.
—Nada.
—Al parecer, es usted bastante meticuloso en la colocación de las combas. —Y le señalo el perchero de donde cuelgan.
—Por supuesto. La gente es muy descuidada y las deja de cualquier forma. Luego los hay como el Potranco, que las ataba adrede a las pesas o las tiraba al suelo para darme más trabajo.
—Hoy, ¿cuándo las ordenó por última vez?
—No se lo podría decir. Cada vez que paso delante del perchero, las acomodo.
—Cuénteme cómo se entera del asesinato de Potranco.
—Había fregado el tatami y me disponía a ocuparme de otra sala que estuviese vacía. Al entrar en la de musculación, me extrañó que Potranco estuviese inmóvil bajo la barra cargada con pesas. Le llamé, pero no me contestó. Me acerqué hasta él y vi esa expresión en la cara… Alguien de los otros, no me acuerdo quién, dijo que estaba muerto.
—¿Quién de ustedes fue el primero en llegar?
—Creo que llegamos todos casi al mismo tiempo.
El inspector alza la mano, como si estuviese en el colegio. Este tipo ya está interrumpiéndome. ¿Qué querrá ahora? Joder, cómo echo de menos a Matías.
—Adelante, Da Costa.
—Señor Macho, ¿usted suele ayudar a los asistentes al gimnasio a hacer repeticiones forzadas?
—Sí.
—¿Y cómo lo hace?
—Ah, lo dice por mi estatura. No es inconveniente. Suelo acercar a los soportes un banco plano y me subo en él.
Rápido, Gorgonio, otea el horizonte. Ausculto los bancos planos: están todos pegados a la pared, alejados del cadáver, y en ninguno hay huellas de pisadas. El enano no parece haberse subido a ninguno hoy, pero por si acaso se lo pregunto:
—¿Ayudó hoy a Potranco?
—No. ¿Acaso ve algún banco detrás de él?
—¿En qué consiste su trabajo?
—Abro y cierro las instalaciones y las mantengo limpias.
—¿Sabe si Potranco tenía enemigos?
—Jajajajá… —se destornilla el enano—. Lo que no tenía… jajajá… eran amigos… Jajaja…
—Puede retirarse.
Da media vuelta y comienza a andar como en un desfile: cimbreando los brazos y con la cabeza erguida. Espero que no tropiece con la tercera pata. Me giro hacia el inspector y le solicito que me acerque a alguno de los púgiles. El He-Man se aleja detrás del enano.
Recapitula, Gorgonio. Al Potranco, de momento, parece que no le tenían mucho aprecio por aquí. Luego presuntos homicidas hay por doquier, pero si el enano había cerrado las puertas antes —como, según la muchacha, era su costumbre—, entonces el asesino es uno de estos cuatro. La chica y el enano parecen tener motivos para deshacerse de él, pero el asunto de las puñeteras repeticiones forzadas los aleja, sin eliminarlos, como sospechosos. Luego están las combas, el arma homicida, todas en perfecto estado de revista… Hum, esto se complica. Veremos que nos dice el siguiente.
¡Coño! El inspector regresa solo. Mal empezamos: desobedeciendo mis órdenes. Le voy a meter un cuerno que se va a enterar de quién soy yo.
—¿Me trae al Hombre Invisible, Da Costa?
—Es que Gitano se negaba a venir. Decía que le estábamos haciendo perder mucho tiempo y que él tiene que estar en una velada dentro de una hora.
—¿Entonces?
—Me ha parecido, por su mirada, que ha tomado algo para el combate, posiblemente una mezcla de testosterona, metanfetamina y, posiblemente, algo de coca. Por eso ordené a dos uniformados que lo busquen y lo condujeran aquí, por la fuerza si fuese necesario.
Asiento. Estos tipos deben meterse de todo para no sentir el dolor y conseguir energía extra. Luego hablan de los ciclistas. En fin, a lo mejor le tocaba boxear contra el Potranco y lo mató para ganar el combate y la bolsa sin subir al ring.
—¡Dejadme marchar o le corto los cojones a alguno!
Ahí llega, voceando y forcejeando con la pareja de policías. Por la cara que trae, se diría que los últimos días ha seguido una dieta a base de mierda.
¡Rediós!, lo que faltaba. Ha golpeado a uno de los guardias, y el otro se abalanza sobre él. Vaya hostia. Un golpe en la boca del estómago y el policía ha quedado noqueado. Da un paso como un zombi… y se derrumba. ¿De qué cojones fabricarán a estas nuevas promociones, que no aguantan ni un asalto?
Los dos uniformados, tumbados en el suelo, ni pestañean. Joder, es la hora de los mamporros y yo sin Matías y sin mi kimono.
Anda, mira. El He-Man le ha cogido el cuello con la izquierda y se lo aprieta. Gitano cambia de color, pero se revuelve. Da Costa le aplica un crochet al plexo solar, otro… otro… otro. ¡Ay, que lo mata! Afloja la presión sobre el cuello y el púgil se desmorona. Supongo que no será necesario que yo le cuente hasta diez.
Instantes después, los dos agentes se levantan atontados. Quiero decir, más atontados que de costumbre.
—Gracias, inspector —dicen, mientras buscan sus gorras.
Hala, todo el mérito para Da Costa, que ahora, señalando el cuerpo panza arriba de Gitano, asegura:
—A este, hasta dentro de un rato, no podremos interrogarle.
—Sagaz deducción.
—¿Qué hacemos ahora, comisario?
—Tráigame al otro. A ser posible, consciente.