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RAMALHO DA COSTA

Qué curioso es este comisario Gorgonio. No me extraña que las opiniones sobre él sean tan dispares. ¡Qué caralho!, en rigor, mi labor aquí consiste en prestarle apoyo y no en juzgar sus métodos.

—¿Dónde está la muchacha? —pregunto a un uniformado.

—En los vestuarios femeninos, incomunicada.

Me acerco hasta la puerta y la golpeo. El rostro de la muchacha surge de repente. Es pelirroja y lleva una cinta fucsia alrededor de la frente. Abre mucho los ojos, su color azul mar inunda todo.

—Ha de acompañarme —le digo.

—¿Estoy detenida?

—No. Sólo ha de responder a unas preguntas.

—Pues pregunte.

Sonrío.

—Venga conmigo. El comisario Gorgonio lleva los interrogatorios.

La muchacha se coloca una toalla alrededor del cuello y me sigue.

—Tío, se te ve muy cachas —dice a mi espalda—. ¡Vaya culito!

Giro la cabeza y le lanzo una mirada severa. Ella desvía sus ojos al fondo, y sigue andando. De repente pregunta:

—¿Ese Gorgonio no será el fulano fondón que está fumando?

No respondo y me limito a acercarla a la altura del comisario. Este da una calada, mira a la muchacha y le requiere:

—Nombre.

—Azucena, pero puede llamarme Azu.

—Bien, Azu. Yo soy el comisario Gorgonio, pero puede llamarme simplemente comisario. ¿Conocía a la víctima?

—¿Al Potranco?

El comisario asiente.

—Claro que lo conocía.

—¿Qué relación tenía con él? —pregunto, y noto la incomodidad del comisario por mi intervención: acaba de morder el filtro del cigarro y se atusa las cejas. Será mejor que a partir de ahora guarde silencio y le deje a él.

—¿Relación? —Ha girado su rostro hacia mí y añade rotunda—: Ninguna. Desde que me inscribí en el gimnasio, ese individuo no dejó de acosarme. Me esperaba a la salida, a la puerta de mi casa, me llamaba por teléfono… Estaba harta de él.

—¿Tanto como para matarlo? —pregunta el comisario.

—Yo no he matado a nadie.

—Usted le ayudaba a hacer repeticiones… repeticiones… ¿cómo se llamaban, inspector?

—Forzadas. O negativas.

—Eso. —Y da otra calada.

—Alguna vez le ayudé, pero prefería alejarme y hacerme la sorda cuando me lo pedía, pues en cuanto me descuidaba me ponía la mano en el trasero.

—¿Le pidió ayuda esta noche?

—A mí, no. Aunque lo hubiese hecho, no habría podido ayudarle.

—¿Por qué?

—Por lo que veo —dice, y señala con el pulgar la barra que está encima del muerto—, hoy había colocado demasiados kilos.

—¿Sabe si solicitó ayuda a alguien?

—No.

—Resúmame lo que vio en los minutos previos a encontrar el cadáver.

—Todos los días, Macho, el señor pequeño que lleva el mantenimiento de las instalaciones, quince minutos antes del cierre vocea que ya es la hora, para que vayamos terminando nuestro entrenamiento. Le oí, pero seguí en la cinta, pues aún me quedaba un poco para recorrer los diez kilómetros…

—¿Diez kilómetros? —se extraña el comisario.

—Sí. ¿Cómo cree que mantengo este cuerpo serrano? —responde ella, irguiendo la cabeza.

—¿Suele saltar a la comba?

—Me toca los lunes, miércoles y viernes.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que hoy es jueves.

El comisario ha comenzado a pasear por la sala de pesas con la mirada en sus zapatos. Farfulla algo que no alcanzo a entender. Permanezco en silencio, al lado de la testigo. Tengo algunas dudas respecto de su declaración, pero prefiero planteárselas más tarde: Gorgonio quizás se incomode si se le interrumpe su batería de preguntas.

—Señorita Azu —dice, por fin—, ¿dónde están las combas?

—Ahí las tiene.

Señala, pegada a la pared, una madera con diez clavos, de los que penden sendas cuerdas.

—¡Pero si no son combas! —exclama el comisario.

—En los gimnasios de boxeo, no suele utilizarse la comba comercial, sino cuerdas como esas, de unos dos metros y medio —aclaro.

—¿Por qué?

—Resultan más cómodas y sirven para todos, ya que se enrollan los extremos en las manos con varias vueltas, según la estatura de cada atleta.

Gorgonio se ha quedado contemplando las diez cuerdas y comenta extrañado:

—Parece raro que todas estén dobladas como para que sus extremos coincidan.

—Es el maniático de Macho —responde la chica con una sonrisa—. Cada vez que pasa a acomodar las pesas, iguala la longitud de las cuerdas. Esa obsesión suya hace que siempre le estemos tomando el pelo, porque además se enfada mucho si las colgamos con descuido.

—¿El difunto también solía burlarse de él?

—El que más.

—Inspector, puede llevársela.

Le hago un gesto con la mano a la chica, indicándole que me siga. De camino a los vestuarios, le recomiendo:

—Permanezca aquí por si se le vuelve a llamar.

—¿Puedo ducharme y cambiarme de ropa?

—No hay problema.

—Ese comisario ¿no parece un poco morrillo?

—¿A qué se refiere?

—Torpe.

—Que no le confunda su apariencia.

—Inspector, cuando esto termine, ¿podemos quedar a tomar una copita?

—Me parece raro que una chica como tú no tenga pareja.

Baja la mirada y traga saliva.

—Salgo a veces con Gitano, pero estoy harta. Es muy celoso.

—¿Tanto como para matar a Potranco?

—¿Qué insinúas, tío?

No le respondo y regreso al lado del comisario. Está inmóvil contemplando las diez cuerdas.

—¿Descartaremos a la chica? —me pregunta sin voltearse.

—¿Por qué?

Se gira y señala a las pesas sobre el cadáver.

—Parecen mucho peso para ella.

—Recuerde, comisario, que el Potranco sólo necesitaba que se le ayudase con veinte kilos. Eso no representa un problema para ella.

—Es verdad, es verdad.

—Además, me acaba de decir que sale con Gitano. A lo mejor este, por celos, lo asesinó; o ella, harta del Potranco, le instigó para matarlo.

Permanece en silencio, enciende un cigarro y pregunta:

—¿Cómo dijo la chica que se llamaba el que alinea las combas?

—Macho, el de mantenimiento.

—Ah, el enano. Tráigamelo.