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Enciendo un cigarro y me paro ante el ventanal. No es cierto lo que dice la Mari. Hacia Pepote no siento ni odio ni envidia, sino simple asco en estado puro. Tampoco me duelen sus análisis de ángulos y tangentes. Pueden ser brillantes, pero no sirven para nada hasta que los del Departamento de Informática no analicen detenidamente las imágenes y determinen el origen exacto del disparo. En fin, he de olvidarme de las hirientes palabras de la inspectora.
Matías ha entrado con un individuo pequeño, de pelo largo y barba. Viste vaquero, camisa de flores y deportivas. Mi ayudante le indica que se siente. Obedece y coloca las manos en las rodillas. Sus ojos se mueven de un lado a otro, como si buscase algo. De repente se clavan en la esquina en la que están amontonados los objetos.
—Ajá, mi cámara —exclama—. ¿Cuándo me la piensan devolver?
—Cuando se resuelva esto —respondo.
—Es que vivo de ella, tío.
—Pues, hala, sobrino, a responder preguntas.
Aprieta las manos sobre las rodillas y abre mucho los ojos. Doy una calada, me giro hacia él y le digo:
—Así que su padre tuvo una armería.
—Sí, ¿pero qué tiene eso que ver?
—Lo que tiene que ver ya se lo diré yo. Ahora responda: ¿sabría construir un arma si tuviera el material?
—¿De avancarga o de…?
—Digamos, una cualquiera para disparar un 22.
—¿Qué capacidad ha de tener?
—Un solo cartucho.
—No sería difícil.
—¿Sabe fabricar balas explosivas?
Me mira extrañado. Se atusa la barba y responde:
—Se agujerea el plomo y se le introducen unas gotas de mercurio, que luego se cubren con masilla.
Doy otra calada y dirijo la mirada hacia Pepote, que asiente. Vayamos un poco más lejos. Me acerco a los objetos requisados. Cojo el paraguas.
—Si a usted le encargaran instalar esa arma aquí, ¿cómo lo haría?
Se lo aproximo. Lo recoge y contesta calmo:
—Cambiaría el mástil por un tubo hueco que albergase el cartucho.
—¿Y el percutor? —pregunta Pepote sin moverse de su asiento.
El hijo del armero despliega el paraguas, revisa las varillas y responde:
—Creo que el mejor lugar sería el botón de apertura.
Le entrego el banderín del árbitro asistente.
—¿Y aquí?
—Sustituiría la madera por un tubo. El percutor podría colocarse…
—¿Y en las cámaras?
—Perdone, ¿qué está insinuando?
—Responda.
—En ambas se podría alterar el objetivo o ajustar el tubo a él con unas abrazaderas y…
—Gracias, Manuel. Puede retirarse.
Se encoje de hombros, se atusa de nuevo la barba y sigue a Matías hacia el pasillo.
—Ya tenemos a nuestro hombre —dice Pepote, frotándose las manos.
—No tenemos a nadie —respondo cortante.
—¿Pero qué dices?
—Uno fue soldado profesional, el otro mecánico y, el tercero, ingeniero industrial. Cualquiera de ellos, con un poco de interés, conocería lo que ha explicado el hijo del armero. No, la solución está en otro lado.
Algo se me escapa, lo presiento.
Vayamos a lo evidente: ninguna de estas pertenencias ha sido el arma empleada. Sin embargo, los cuatro tipos pudieron matarlo y a todos les hubiese gustado verle muerto: por fanatismo, el primero y el segundo —ayudado, este último, por el alcohol—; el tercero, para limar los cuernos; y el cuarto, por plata. A lo que hay que añadir la ubicación: el posible lugar de la boca de fuego se encontraba alrededor de ellos. Hum… Motivo y oportunidad, pero falta el arma.
Voy a inspeccionar de nuevo estos putos objetos. Una cámara de fotografías con el objetivo más grande que he visto. Una cámara de televisión sin nada de particular sobre un trípode. Un vulgar paraguas de color negro. Un puñetero banderín amarillo con las rayas rojas que parecen salir de un mango de made…
Espera, Gorgonio. Aquí algo no es como debería de ser.