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El inspector entra acompañado de un individuo alto y delgado, que aún conserva su uniforme arbitral. El gesto en su rostro es chocante, como si se hubiese tragado una araña, y no le ayuda mucho esa punta de la nariz en forma de nuez.

Si lo que ocurre es que alimenta a seis vástagos y duda de su paternidad, no me extraña el mohín de amargado. Aunque si el principal sospechoso de sus cuernos está muerto, debería estar más alegre. En fin, eso no me interesa; yo, a lo mío.

—¡Hijoputa! —escupe Quini.

—Lo siento —dice Carapalo—. En aquel momento me pareció un fuera de juego clarísimo.

—¿Te pareció?

Quini se dirige a las pantallas. Teclea un botón y las imágenes regresan. En el momento que el balón toca los pies del jugador del Sporting, las detiene y se gira hacia el árbitro asistente:

—Mira, cabrón, ¿dónde cojones está el fuera de juego?

—Repito que lo siento. Desde donde me encontraba, señalé lo que me pareció ver.

—Un asistente no debe señalar lo que le parece, sino aquello de lo que está seguro. ¿Está claro?

Quini ha alzado la voz. Esto no nos conduce a nada, por lo que decido intervenir.

—A ver, señor Carapalo, ¿le llamó algo la atención en el momento que le explotó la cabeza al árbitro?

—Que le reventó el cerebro…

—Me refiero a…

—Espere, ¿estoy detenido?

—No. Sólo le tomo declaración como testigo.

Asiente, baja los párpados y se rasca la cabeza. Espero que no le pique el exceso de calcio craneal.

—¿Notó algo extraño a su alrededor?

—¿A mi alrededor?

—Joder, ¿por qué repite mis palabras?

—Es que me desconcierta. Han asesinado al árbitro y usted me pregunta si vi algo raro a mi alrededor.

—Me importa un pito si se desconcierta. Yo pregunto lo que me sale de los capuchinos. ¿Está claro, señor Carapalo?

Se pone firme y cierra la boca. Su mirada se dirige a una de las aristas del techo, posiblemente esperando mi próxima pregunta. No la hay.

Chasqueo los dedos, indicando a Matías que se lo lleve.

La inspectora se levanta y se acerca, con rostro severo, como si fuera a echarme una bronca. Hasta parece que se le ha inflado el lunar. Me coge del brazo y me aparta del grupo.

—¿Qué te pasa, Gorgui?

—¿A qué te refieres?

—Es como si te importase un pito resolver el caso. Despachas a los sospechosos sin apenas interrogarles. Y cuando les preguntas algo, son cuestiones banales.

—Pregunto lo que necesito.

—No sé qué te ocurre. Tú siempre tienes respuestas.

—Ya, ni que fuese la Zarza Ardiente.

—Espera un segundo. Ya sé lo que te pasa. Pepote ha hecho un análisis brillante de cómo se ha podido producir el crimen y tú te sientes ofendido por ello. Te duele reconocerlo.

—Bobadas.

—Por eso no te interesa resolverlo.

—Ficha del siguiente —exijo, para cambiar de conversación.

—¿Tanto odias a Pepote?

—El siguiente, Mari.

La inspectora me mira a los ojos y lanza una sonrisa cínica. Baja la cabeza y, a continuación, se acerca hasta la mesa en la que reposan sus apuntes. Abre la carpeta y extrae una ficha.

—Manuel Bermúdez, treinta y cinco años, sin oficio conocido.

—Es freelance —interrumpe Quini—. Suele acompañar al equipo en todos sus encuentros. Realiza fotos de los jugadores con los aficionados y luego las vende. No es que gane mucho, pero lo suficiente para ir tirando.

—Luego, una foto del árbitro explotando…

—Valdría millones.

—¿Algo que añadir, Mari?

—Su padre tuvo una armería.

Vaya, vaya.

—Tráigalo, Matías.