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¡Qué desastre! El cámara de televisión parece un odre repleto de vino. Matías lo ha llevado a los lavabos para meterle la cabeza bajo la ducha. Espero que sirva de algo o nos quedaremos con el testimonio acerca de Elvis Presley en calzoncillos.
Observo de nuevo las imágenes. El caso no parece difícil de resolver. En cuanto los expertos de la Unidad de Imagen y Sonido, con un poco de tiempo y paciencia, analicen los fotogramas, inmediatamente localizarán el lugar exacto desde el que se efectuó el disparo. El problema es que, como el asesino no sea uno de estos cuatro, habrá que ir a buscarlo, como muy cerca, a Camboya.
Hum… Aunque bien es cierto que localizar la boca de fuego no indica necesariamente que el asesino sea quien esté a su vera. Si es tan ingenioso como para fabricar un arma con munición explosiva, le pudo añadir un dispositivo de control remoto para efectuar el disparo. En fin, ahí llega el inspector con el canario, al que le han encharcado hasta las plumas.
—¿Qué tal te encuentras, Javierín? —pregunta Quini.
—Mejor, mejor.
—Deberías dejar la bebida.
—Hoy lo había decidido…
Joder, pues la decisión le duró bien poco.
—… pero fue un mal día.
Y tan malo.
—¿Está preparado para responder unas preguntas? —inquiero.
Asiente.
—¿Qué vio?
—Lo vi todo.
Frunzo el ceño y enciendo un pitillo.
—Recuerde que no me refiero a los calzoncillos de Elvis ni a lo que había debajo.
—Ya, ya.
—Ya, ya, qué.
—Que lo vi todo.
No me toques lo capuchinos, Javierín, que te envío a dormir la mona a las mazmorras y pasas la resaca a pelo. Doy una calada y me quedo impasible frente a él, esperando que su lengua se desenrede.
—Tenía enfocado al árbitro cuando pitó el fuera de juego y esperaba el balón para colocarlo en… ¿No tienen café?
—Sí. Ahora lo trae Juan Valdez desde Colombia.
—Dígale que lo quiero bien cargado.
—Estamos en ello. Hala, usted continúe.
Este tío es bobo.
—Cuando pitó el fuera de juego, dije para mí: «Así te revienten los sesos». Y le reventaron, oiga.
Chasqueo los dedos al regordete que maneja el cuadro de mando de las pantallas, le indico que me muestre las imágenes grabadas por Javierín. Ahí está: el árbitro en primera línea, mira a su asistente, pita, sus ojos parecen dirigirse hacia el entrenador del Sporting cuando entra en el campo. Un primer plano de su cabeza. Pum… Sesos a la mierda. Se derrumba.
—¿Lo ve? ¿Lo ve? Yo soy el culpable.
—Calma, Javierín —interviene Quini—. Que lo desearas no quiere decir que lo matases tú.
—¿Qué hizo después de grabar esto? —pregunto.
—Saqué la petaca de ginebra y no he parado de empinar el codo hasta hace un minuto.
Con un gesto del mentón le indico a Matías que lo devuelva al interior del tonel.
No sé, no sé. Me mosquea este pájaro. Es mucha casualidad que la cara del árbitro ocupase la pantalla en ese preciso momento. Es como si lo tuviese enfocado por alguna razón. Hum…
—Ficha del siguiente —solicito a la Mari.
—Manuel Carapalo, treinta y tres años, casado, con seis hijos. Antes de dedicarse profesionalmente a ejercer de árbitro asistente era ingeniero industrial.
Doy una calada y espero el resumen de Quini.
—Lleva bastante tiempo en el equipo arbitral del fallecido —comenta—. Las malas lenguas dicen que sus seis hijos no son suyos. Y que el fallecido tenía mucho que ver en ello.
Vaya quilombo.