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Demasiado barullo para que mi neurona negra piense con claridad. Este mamerto de Pepote ha considerado sospechosos a todos y aquí estamos: rodeados de treinta mil espectadores que gritan y se impacientan. Buf, a ver si esto se aclara un poco y los mando a todos para sus casas.
Camino detrás de Quini hacia donde han instalado las cabinas de televisión. Por el rabillo del ojo distingo a la inspectora agrupando a los jugadores e indicándoles que regresen a los vestuarios. El público ha comenzado a corear consignas y a zapatear el suelo. Tanto ruido me trastoca el nervio.
—Gorgonio, ¿qué hiciste cuando marchaste de los salesianos? —me pregunta Quini, en el momento en que recorremos un ancho pasillo.
—Repetir curso.
—¿Suspendiste?
—Me expulsaron.
—¿Por…?
—Unas fotos tuvieron la culpa.
—¿Y eso?
—Cuando investigaba quién distraía el vino del padre Bronco, me escondí en la sacristía con una cámara.
—¿Así descubriste que era la de las tetas gordas?
—Más bien, así fotografié al cura en bolas junto a esa mujer con las bragas en la cabeza.
—Joder, ¿y qué hiciste con las fotos?
—Las revelé y se las enseñé a Bronco. «O me pone matrícula de honor en el examen al que no me presentaré o las aireo», le dije chulesco.
—¿Y él qué dijo?
—Nada. Se limitó a sonreír y a mostrarme los negativos. Luego me arreó dos guantazos, me quitó las fotos y la cámara, me pegó una patada en el culo y me largó para la calle.
—El tipo tenía mala uva.
—Aún sigo pensando que alguien se chivó dónde escondía los negativos.
—Aquí es —dice, al llegar a una puerta en la que se lee «Televisiones».
Entramos, y varios sujetos, rodeados de ordenadores y pantallas de televisión, se vuelven hacia nosotros. Quini me presenta y les explica lo que quiero ver. Un tipo pequeño y regordete asegura tener las imágenes que busco. Con un gesto, le animo a que me las muestre. Teclea unos botones, y los fotogramas se suceden deprisa en la pantalla. De repente, la imagen se detiene, y pregunta:
—¿Desde aquí?
Quini asiente. El otro aprieta el botón de «Play» y los monigotes del panel comienzan a moverse. Casillas está situado en la portería del Fondo Sur, delante de él tiene dos defensas. El balón vuela hacia la zona; aparece un jugador del Sporting y se hace con él.
—Detén la imagen —ordena Quini al regordete—. Observa, Gorgonio, Morán acaba de recoger el pase. Los defensas se encuentran a medio metro. No hay fuera de juego.
—Eso parece —comento.
El del estudio de grabación pulsa de nuevo el botón y el movimiento se reanuda. Por la banda Este, el árbitro asistente levanta el banderín amarillo indicando fuera de juego. El jugador del Sporting queda petrificado. Al unísono, suena el silbato. Voces en las gradas. El banderín baja e indica el punto de lanzamiento. Más gritos del público. El árbitro, inmóvil cerca del área del Madrid, espera a que acomoden la pelota en el lugar indicado por el asistente. Preciado, con aspavientos, entra corriendo en el terreno de juego. Más algarabía. La cabeza del árbitro explota, como si le hubiesen arrojado algo por detrás, desde la grada Oeste. Hum, esto se complica.
—¿Lo ves. Gorgonio? No era fuera de juego.
—Ya, pero con sesos desparramados por el césped, el fuera de juego es lo que menos me preocupa.
De repente, aporrean la puerta. El regordete se levanta a abrirla. Un tipo de pelo blanco, trajeado y con la camisa abierta luciendo un colgante de oro irrumpe en la sala gesticulando y girando la cabeza de un lado a otro, como un muñeco de esos que se colocan en los salpicaderos de los coches.
—Es del cuadro de Mourihno —me informa Quini—. Su tercero.
—Hostias, ¿los tiene numerados?
El recién llegado me señala y alza la voz:
—¿Usted está al frente de la investigación?
—¿Qué se le ofrece? —pregunto, al tiempo que enciendo un pitillo.
—Habíamos exigido investigadores neutrales. Y usted lleva los colores del Sporting.
—¿Algún problema?
—Vamos a presentar una queja a la FIFA.
—Por mí, como si se la presentan a la PIJA.
De repente, Pepote asoma por la puerta con rostro sudoroso —ha llegado al galope, seguro.
—Gorgonio, Gorgonio… Ya sé cómo lo mataron.