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Respira despacio y concéntrate, Gorgonio. Olvídate de los treinta mil pares de ojos y de las cámaras de televisión que te espían. En el suelo, el árbitro —pantalón corto, negro, y camiseta amarilla— presenta la cabeza abierta, como si le hubiesen estallado los sesos. Es más, restos de materia gris cubren parte del césped. ¿Con qué le golpearían? ¿Un mazo? ¿Un hacha? ¿Le lanzaron una piedra?

Pepote se ha puesto unas gafas, cuyos lentes parecen microscopios en miniatura, y gira con suavidad la cabeza del fiambre.

—¿Qué opinas? —pregunto.

—Déjame trabajar. Cuando tenga algo, ya te lo diré. ¡Y no fumes en la escena del crimen!

Vete a cagar, aprendiz de Grissom.

Curioso, el cadáver presenta un chorrito de sangre por la frente; incluso se ve un orificio pequeño entre el frontal y el parietal. Sin embargo, el resto del cráneo parece haberle explotado.

Un tipo con impecable traje azul marino, camisa celeste y corbata roja con el escudo del Sporting se ha plantado ante mí. Me mira y sonríe apenas, como si titubeara.

—¿Gorgonio? —barrunta.

Hostias, ¿de qué me suena este sujeto? Ese rostro colorado y ovalado, esos pelos lacios en la cabeza, esa mirada limpia, la incipiente barriga.

—¿Quini?

—A mis brazos, compadre.

Su abrazo es poderoso. Seguidamente me aparta y se queda mirándome. Sonríe.

—Pensé que ya te habían jubilado —dice.

—En eso estoy.

—Deberías quitarte la bufanda del Sporting o los del Madrid se van a pillar un mosqueo.

—Que se jodan.

Se encoje de hombros y sonríe.

—Es sorprendente, Quini, cómo ha pasado el tiempo.

—¿Te acuerdas en los salesianos?

—Claro, tú siempre dándole al balón.

—Y tú con aquella lupa investigando quién se había bebido el vino del padre Bronco. A propósito, ¿llegaste a descubrirlo?

—Sí. Era aquella señora de las tetas gordas que él presentaba como su hermana. —Y le guiño el ojo.

Se troncha de risa. A continuación, me pasa la mano por encima de los hombros y me dice:

—Hala, vamos. Hoy vienes a casa, que te invito a cenar.

—Gorgui…

Giro la cabeza. La Mari, con los brazos en jarras, me lanza una mirada severa y apostilla:

—Estás aquí para investigar un crimen, no para irte de juerga con los amigotes, ¿eh, monín?

—¿Es tu mujer? —pregunta Quini.

—No, pero casi.

Me encojo de hombros y, resignado, le sugiero:

—Si te parece, compadre, primero resuelvo este rollo y luego nos vamos a cenar.

Asiente, y se aleja. Tres pasos después, le pregunto:

—Una cosa, Quini, ¿qué ha pasado aquí?

—Nadie lo sabe. El balón era nuestro y, cuando se lo pasaron a Morán, el asistente indicó fuera de juego. Era a todas luces injusto. Te puedes imaginar la que se lio en las gradas, en los banquillos y en el campo. Al minuto, el árbitro cayó como una piedra.

—¿Le lanzaron algo desde las gradas?

—Es lo que parece.

—Supongo que las televisiones lo tendrán grabado.

—Por supuesto.

—Llévame hasta las cabinas.

—Comisario, ¿qué hacemos nosotros?

Hostias, me había olvidado de Matías y de la Mari. He de mantenerlos ocupados en algo útil —lo inútil ya lo hace Pepote—, por lo que ordeno al inspector:

—Usted, vaya hasta la Guardia Civil y que nos quiten las multas que nos hayan calcado con los radares. Seguro que fue una por kilómetro.

—¿Y yo, Gorgui?

—No seas ansiosa, Mari.

—Y tú no seas mamarracho.

Por el rabillo del ojo distingo la sonrisa picara de Quini. Miro el terreno de juego. Aquí sobra gente.

—¿Quieres alguna tarea, Mari? Pues, hala: que los jugadores se retiren a los vestuarios.

—¿Sólo eso?

—Bueno, que se duchen. Si quieren. Hala, Quini, vamos a ver esas imágenes.