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La secretaria, por fin, va alzando la mirada despacio. Debe estar atravesando la zona de mis calcetines de colores a juego con los de las zapatillas. Ahora, la parte del pijama que mi gabardina deja al descubierto. Sus ojos saltan de botón en botón hasta que se clavan en mi cara. Es como si hubiese visto una cagada de gaviota en el capó de un Jaguar recién encerado.
Chasqueo los dedos, por si la saco del trance. No da resultado. Repito la operación. Nada. He de hacer un curso intensivo con algún hipnotizador.
—Señorita Marga —llama la inspectora, zarandeándola del brazo.
—Perdón, perdón —dice, al tiempo que saca del bolso un pañuelo verde (aquí todo es verde) y se seca una lágrima.
¿Ese lagrimeo será de dolor o de cachondeo interior por mi estampa? Hum, ya me empiezo a mosquear.
—Señorita —mi voz suena poderosa, como de ultratumba—, si ya ha regresado al mundo de los vivos, dígame lo que vio.
—Pero ¿quién es usted? —pregunta desconcertada y le salta otra lágrima.
—El entrenador de los Indignados.
Parece regresar al trance.
—Es el comisario Gorgonio —aclara la inspectora—, del Departamento de Homicidios. Es el encargado de esta investigación.
—Entonces este caso nunca se resolverá —dice, sus ojos regresan a mis zapatillas y añade rotunda—: Seguro.
—Gracias por su confianza, señorita —digo, al tiempo que doy una calada.
Tiro la ceniza al suelo. Se estremece al verla llegar a la moqueta.
—Como ya hemos sido presentados, dígame lo que sabe —expongo calmo.
—Estuve con los tres socios en la cafetería hasta las ocho, como siempre. Luego, al marchar todos los empleados, regresamos para preparar la junta general de accionistas de mañana.
—Es decir, a partir de las ocho, los únicos en la planta eran ustedes cuatro y el becerro del guarda.
—En realidad, el vigilante bajó de inmediato a la cafetería. Siempre lo hace cuando subimos nosotros.
—¿Cuándo encuentra el cuerpo?
—Vine a ver al señor Gómez para preguntarle por unos balances y fue en ese momento cuando lo vi tendido y sangrando.
—¿Tocó algo? —interviene Pepote.
—No. Sé por las películas que no se ha de tocar nada. Lo que hice fue llamarles de inmediato.
—Dejemos ahora las películas, señorita —digo calmo y pregunto—: ¿A qué se dedican en esta planta?
—Es la de los préstamos al consumo.
—Explíquese.
—Somos los que gestionamos los préstamos para el consumo.
Su manera de aclarar dudas me resulta sumamente eficaz.
—¿Sabe lo que guardaba el señor Gómez en la caja?
—Sería algún informe o dinero para gastos menudos.
«Préstamos al consumo», «gastos menudos». Una pregunta más y la devuelvo a su cubil.
—¿Esta era la caja de seguridad del departamento?
—¡Qué va! Era la particular del señor Gómez. Cada socio tiene la suya y son todas iguales.
Le hago una indicación a la inspectora para que se la lleve. Tres cajas, tres socios. Curioso. «Gastos menudos», ¿serán lo que me cuestan las palomitas de mi hijo?
—¿Seguro que es un comisario? —la oigo murmurar a la inspectora según se aleja.
Matías me acerca a un tipo con mocasines marrones, traje gris marengo, corbata azulada, enjuto y con una verruga en la nariz. Cincuenta años, le calculo. Le tiemblan las manos, como dijo la inspectora, y no lleva anillo de compromiso ni de ningún otro tipo. Me mira directamente a los ojos. Este aún no ha visto mis zapatillas.
—El señor Lucas, comisario —presenta Matías.
—Hala, cuénteme lo que sepa.
—Oí los gritos de la secretaria y salí corriendo de mi despacho. Al llegar, vi a Gómez en el suelo inmóvil. De inmediato les llamamos a ustedes.
—¿Usted tiene una caja como esa? —La señalo.
—Sí. Idéntica.
—¿Qué suelen guardar en ella?
—Algún expediente de crédito dudoso y calderilla para gastos menudos.
—¿A qué llama «calderilla para gastos menudos»?
—Lo normal, por si se presenta un imprevisto. Cuatrocientos o quinientos mil.
Hay que joderse. Pero si eso es calderilla para ellos, a lo mejor el asesino sólo estaba interesado en los documentos. ¡Qué extraño! A este no le llaman la atención mis zapatillas.
—Además de las tres cajas, ¿hay alguna más?
—La central, en el sótano.
—¿La han asaltado?
—No.
Le indico que se mantenga cerca por si más tarde lo necesito y, con un gesto, le permito retirarse.
Enciendo un cigarrillo, doy una calada profunda. Miro para el fiambre, luego la caja abierta, el tiro en la nuca «Préstamos al consumo», «gastos menudos», «créditos dudosos»… Hum…
—Matías, tráigame al último, que esto ya se está aclarando.