7

Desciendo las escaleras. ¡Vaya araña en medio del techo! Debe valer una fortuna. Ah, y los quinqués dorados de las paredes. ¡La alfombra! No me había fijado en ella. Persa, seguro. Enciendo un pitillo. Doy una calada y mis ojos se clavan en los de un tipo bigotudo con el pecho lleno de medallas retratado sobre el lienzo que cuelga entre dos candilejas. Debe de ser el gran patriarca de los marqueses de la Pota Plateada.

Distingo a los sospechosos sentados en los sofás, alrededor de una mesa con un florero de la dinastía Ming. No. Más bien parece de la dinastía Yuan. Tampoco, tiene poco de mongol. Decidido: es de la dinastía Qing.

¡Ay!, todos sentaditos y escoltados por el inspector Matías y la experta en perfiles. Me acerco como flotando después de dejar atrás el último peldaño. Esto lo he visto yo antes en una película. ¿O lo leí en una novela? Ya ni me acuerdo. ¡Maldita memoria!

Siento que me desnudan con la mirada. Buf, si lo llego a saber, me hubiese depilado, rociado la piel con aceite de avellana y tuneado el monoabdominal con un par de tatuajes. Doy una calada y les informo:

—Les he reunido aquí —digo, y provoco un silencio vaticano— para informarles de que no ha sido un suicidio. —Murmullos—. Estamos ante un homicidio muy claro.

—No puede ser, comisario —grita la marquesa poniéndose de pie y gesticulando, para añadir—: Cuando entré, mi marido estaba solo.

Le hago una indicación para que vuelva a apoyar el trasero en el sofá.

—Todos oyeron dos disparos. Pero es el orden de los mismos el que nos indica que no fue un suicidio. El segundo fue el que mató a la cigüeña. ¿No es así? —pregunto, mirando al jardinero.

Asiente, y aprieta la boina entre las manos.

—Luego, el primero es el que mató al marqués. Disparo que se efectuó a medio metro de distancia. Así lo asegura el informe de nuestros expertos.

Pepote, el jefe de la Científica, se quita las gafas, mira al techo, fija la mirada en un punto lejano y asiente. Otra imitación horrible de Horatio. Qué bobo es este hombre. Estampo la colilla en un cenicero de cerámica de la dinastía… No. Este es de Ikea.

—Disparan al marqués, abren la ventana, colocan el arma en la mano del difunto y efectúan el segundo disparo. ¿Con qué objeto? Que queden restos de pólvora, cosa que el asesino sabe que íbamos a descubrir con la puñetera parafina.

—¿Por qué abrió la ventana? —pregunta una de las gemelas, Pili o Mili, vaya a usted a saber cuál.

—Para que la bala no rompiese los cristales y se descubriera el orden de los disparos.

—¿Y por qué no la cerró después? —pregunta el mayordomo.

—No le dio tiempo. Usted estaba golpeando la puerta.

—Imposible, dentro no había nadie —dice la marquesa, meneando el moño y las bolas del collar.

—A eso voy, a eso voy.

Enciendo otro cigarro. Doy una calada y aparto un poco la gabardina para meter la mano en el bolsillo del pantalón. Inicio la ronda sobre la alfombra. Vaya, tenía que haberme limpiado los zapatos.

—Además, antes de irse tenía que ocultar el libro de contabilidad del año pasado…

Murmullos.

—… que el marqués revisaba cuando lo mataron. Su sangre en las páginas nos lo demuestra.

—Quiere usted decir que a mi marido —interrumpe la marquesa colocándose de nuevo en pie— ¿lo asesinaron mientras revisaba las cuentas?

—Más aún: lo asesinaron porque revisaba las cuentas.

—¿A quién se refiere? —pregunta la dama, fuera de sí.

Dirijo una mirada hacia la araña del techo.

—¿Nos lo cuenta usted, señorito Luis? —digo con flema.

—¿Me está acusando? —exclama, saltando del sofá.

—Yo no acuso, sugiero.

—Pues si no estoy detenido, me largo a montar a la yegua.

Matías le coloca la mano en el pecho y le imprime un leve empujón. El jinete se cae de culo en el sofá.

—¡Esto es tortura policial!

El inspector, que a veces parece Terminator, se remanga y me pregunta:

—¿Le doy de hostias?

—No, Matías. Somos clásicos, pero no cavernícolas.

—¿Qué pruebas tiene contra mi hermano? —grita la marquesa—. Él no estaba dentro.

Me está cansando la aristócrata zarrapastrosa. Como siga así, le ordeno a Matías que le tire del moño.

—Ya, señora marquesa. Su hermano dijo que llegó corriendo, pero usted aseguró que apenas le oyó acercarse.

—Estaba fuera de mí. No sé ni lo que le dije.

—Señorito Luis, usted me dijo que venía de montar a la yegua.

—Así es.

—Pero el jardinero aseguró que nadie había sacado los animales de las caballerizas.

—¡Qué sabe ese mugroso! —grita el señorito.

—Si no fuera así, ¿por qué han tenido que sacarlos hace un momento?

—Pero si no vimos a nadie dentro… —exclama el mayordomo.

—Ay, Froilán. Creí que ustedes, los mucamos, eran más sagaces. Cuando ustedes irrumpieron en la sala, no vieron a nadie porque el señorito Luis se ocultaba detrás de la puerta al abrirse de golpe. Luego salió y se incorporó a su grupo, y ustedes no se percataron porque corrían hacia el marqués.

—¡No tiene pruebas! —grita el presunto.

—Es posible que yo no las tenga, pero las conservan muy bien esos guantes de algodón que usted lleva. ¿Hace los honores con la parafina? —digo, dirigiéndome a Pepote.

El presunto intenta escapar. Matías lo bloquea y le planta los grilletes en menos tiempo del que dura un helado en el microondas.

—Es un perfil típico de «asesino por despilfarro».

¡Qué cruz. Señor! ¡Qué cruz!