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«La Frescaleda», leo. Una urbanización para ricos muy pijos o para pijos muy ricos. ¡Vaya hilera de mansiones! Parecen los palacetes a las afueras de San Petersburgo construidos en tiempos de los zares. «Petergoff» creo que se llamaba esa urbanización aristocrática. O no. No sé. Esta memoria mía.

—Hemos llegado, comisario —me informa el chófer.

«Villa Pota Plateada», se lee en el letrero colocado sobre las verjas que se abren para dejar paso al coche oficial.

¡Joder con el jardín! Capaz de albergar la Champions League y aún sobraría espacio para diez canchas de pádel.

¡Vaya morada! Estoy seguro de que cabrían aquí todos los sin papeles que llegan hasta Algeciras en pateras.

En el porche, al final de las escaleras de piedra y entre dos columnas, se yergue un tipo con frac negro, pajarita roja y guantes blancos. ¡Leches! ¿No será el cobrador del frac? Descartado. Es un mayordomo que parece haberle robado la nariz a De Gaulle.

Perfecto, si se trata de un crimen, ya sé a quién echar la culpa. Además, nadie me lo reprocharía: todos conocen la fama de los mayordomos en las novelas de intriga.

—Buenas tardes, comisario —saluda, mientras me abre la puerta del auto—. Le estábamos esperando.

—Lléveme hasta el fiambre.

Asiente y comienza a ascender por los peldaños con paso cansino. Le sigo de igual gana.

¿Qué me dicen del salón? Del tamaño de dos viviendas más una perrera adosada. Me guía hacia unas escaleras por las que uno espera ver descender a Scarlata O’Hara en traje de noche con un quinqué en cada mano. Buf, ¡qué corredores! ¿Y la araña del techo? ¡Qué barbaridad! Sería capaz de iluminar la Gran Vía en una noche de niebla. Lo que no me gusta son los enormes cuadros con esos tipos bigotudos llenos de medallas. Supongo que será la larga estirpe del marquesado de la Pota Plateada.

—Aquí es, comisario —informa el mayordomo.

En el enorme salón, la chimenea encendida. En el centro de la estancia, sentado ante el escritorio y con la cabeza apoyada sobre él, se distingue un cuerpo inmóvil. Hay sangre sobre la mesa y en el suelo. A su lado, pegado a sus zapatos, un revólver.

Los chicos de la Científica están sacando fotos, echando líquidos y frotando las superficies de los muebles con algodones. Su jefe, Pepote, ni me saluda. ¡Qué esperpénticas gafas se ha colocado! Parece el teniente Horatio de CSI Miami. Más tonto, imposible. Supongo que aún estará ofendido por el ridículo que hizo el otro día en el asesinato del Subsecretario. En fin, no le prestaré atención.

Ahí se acerca la mandíbula cuadrada del inspector Matías. ¡La Virgen! Cada día me parece más grande este hombre. ¿O seré yo que encojo? Abre la libreta y habla sin apartar la mirada de sus apuntes:

—Comisario, el muerto es el Marqués de la Pota Plateada. Dueño y señor de lo que nos rodea. Al parecer, todo el mundo dice que oyó dos disparos. Si bien el revólver presenta dos vainas vacías, sólo hemos encontrado un orificio de entrada en la cabeza del cadáver.

—Los de Pepote ¿practicaron la prueba de la parafina?

—Sí, y ha sido positiva. En la mano derecha del fallecido había restos.

—Pues ya está resuelto. Suicidio.

—¿Con dos disparos, comisario?

Ya está Matías fastidiándome las conclusiones.

—¿Encontraron las balas?

—Una debe de estar alojada en la cabeza del muerto. La otra sigue sin aparecer.

—¿Qué hace la ventana abierta?

—¿Cómo dice, comisario?

—¿No le parece extraño que la chimenea esté encendida y los ventanales abiertos de par en par?

—Sí lo parece, pero estos ricos, ya sabe, suelen ser un poco excéntricos.

—Ya…

—Gorgui, ¿te doy el perfil del asesino?

La que faltaba en esta fiesta: la Mari. Con un gesto del mentón la animo a que prosiga y bajo los párpados, resignado. No quiero volver a ver ese lunar que me pierde.

—Estamos ante el típico caso de «habitación cerrada»…

«Habitación cerrada», «Criminales en serie radiofónica», «Crímenes de alto copete, de cuello blanco, de baja estopa»… La verdad es que estoy tan harto de la taxonomía delincuencial que establece el Departamento como de todo el personal que trabaja en él.

—… el autor puede ser un hombre o mujer de raza blanca…

«¿Raza blanca?», pero si aquí no hay ni negros ni amarillos ni cobrizos. ¡Chorradas! Desde que copiamos al FBI en lo de los perfiles, no hacemos más que el ridículo.

—… tal vez sea lector de la Biblia…

Joder, con la Mari. Se ha empollado todos los episodios de Mentes Criminales. Ni caso. Yo, a oler un poco, que es lo mío.

Me dirijo al ventanal abierto. Las rejas impedirían la salida o entrada de cualquiera, excepto las de un enano muy delgado. Primer sospechoso, el jefe.

Miro al jardín. Al fondo se distingue una especie de ermita con un nido de cigüeña en el diminuto campanario. ¡Estos ricos hasta tienen sus propias iglesias para no juntarse con la plebe! En cuanto me jubile me iré bien lejos, a donde no vea un potentado ni en la televisión. Corrijo: ¡tampoco quiero tele!

El cadáver presenta un tiro en la sien, la frente pegada a la mesa y los brazos colgando. Dos disparos… Hum…

—… El coeficiente de inteligencia del asesino rondará…

¡Qué paliza! Esto de los perfiles será la última ola en la investigación criminal, pero así no sacaremos nada. Yo seguiré pegadito a los métodos de la antigua usanza. Vamos, a lo clásico.

—Matías, vaya trayéndome a los habitantes de la casa por el orden en que vieron el cadáver.

—El primero en llegar fue el mayordomo.

Cómo no. Esto va a ser muy fácil.