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Tengo muy claro que los papeles de mi jubilación han sido la excusa del jefe para llamarme, y querrá endiñarme otro caso de los que se amontonan en su mesa. Ay, qué ganas tengo perderlos a todos de vista, al jefe y a todos los demás.

—Buenos tardes, comisario —me saluda el policía de la puerta con el subfusil en bandolera.

Serán para ti, pienso. Pero me limito a responder con un gesto del mentón.

—Hola, Gorgui.

¡Oh, no! La Mari aquí. No te gires, Gorgonio, que te pierdes. Ay, aquellos tobillos finos, aquellas caderas como ánforas, los pechos empitonados y aquel lunar… Ay, el lunar me perdía.

—Gorgui, te estoy hablando.

Rápido, Gorgonio. Piensa, piensa, pero no la mires.

—Inspectora María Encarnación del Río, haga el favor de dirigirse a sus superiores con un poco de respeto.

—Pero…

Escapo escaleras arriba. Buf, de buena me he librado. Aunque me esperará a la salida, seguro. Me fugaré por la puerta de atrás y ya está.

—¿Da su permiso?

—Pase, Gorgonio, y siéntese.

Obedezco. Estos sillones de piel de camello calvo que adornan su despacho son de lo más cómodos. Él, jugando con un lapicero, permanece pegado al asiento. Es su modo de evitar que los visitantes se enteren de su estatura. «El Diminuto», lo llaman los policías. Pero yo los corrijo: «No le llaméis así, que no es tan bajito. Mide un centímetro más que los enanos».

—¿Ha meditado bien lo de su jubilación? —pregunta, tendiéndome los impresos.

—Está meditadísimo, jefe. Dentro de cinco meses cumplo los sesenta y me largo.

—Podría prolongar un par de años más…

—De eso nada.

—Una cosa: repasando su hoja de servicios, he comprobado que cuando ingresó en el Cuerpo, allá por 1975, se le asignó una pistola Astra del 9 largo. No veo por ningún lado que haya pasado una sola revista de armas.

¡Hostias! ¿Tengo pistola? ¡Qué desastre! Pues no sé ni dónde la guardo. A que la he perdido, seguro. He de cambiar de conversación, y rápido.

—La inspectora del Río, ¿no estaba destinada en Lanzarote?

—Sí, pero pidió el traslado. Al parecer su hija ha cumplido dieciocho años y la niña quiere conocer a su padre…

¡Oh, no! ¡Cómo pasa el tiempo! Seguro que me pide una pensión alimenticia, seguro. Ya verás, la mitad de la nómina para ella. Como si no tuviese bastante con el gandul del crío que tengo en casa. Joder, con el niño: treinta añazos y sin querer independizarse. Todo el día dándolo a la Play Station y los jueguecitos de rol. Un día lo pongo de patitas en la calle.

—… y acepté su solicitud, no por ayudarla, sino porque necesitábamos una especialista en perfiles.

—Ya, en caricaturas.

—De momento queda incorporada a su equipo.

—¿A mi equipo? Pero si sólo somos Matías y yo.

—Por eso.

—Jefe, me quedan cinco meses para jubilarme. Lo mejor es que me destine a un despacho a leer el periódico.

—De eso nada, Gorgonio. Necesitamos personal con su olfato.

—¿Y por qué no se compran un perro?

Suena el teléfono, y atiende.

—Jefe López, al aparato… Ajá… ¿Han salido ya?… Perfecto. Manténganme informado…

Cuelga el teléfono y me lanza una mirada laxante.

—Gorgonio, han asesinado al Marqués de la Pota Plateada en su villa de campo. Encárguese del asunto.

—¿Yo? Que vaya Ventura.

—Se jubiló.

Joder, qué suerte tienen algunos.

—Pues que vaya Manolón.

—Está de vacaciones.

—¿Y Gutiérrez?

—Enfermo.

—¿Pérez?

—De permiso por bautismo del nieto.

Aquí no trabaja ni Dios. Así cómo carajo me van a jubilar.

—¿No ha dicho que el asesinato se ha cometido en su villa de campo?

—Sí.

—Pues si es de campo, jefe, es competencia de la Guardia Civil.

—Gorgonio, no me caliente. El caso es suyo y no se hable más. —Y estampa el lapicero sobre el escritorio.

Me levanto y me dirijo a la salida, no antes de protestar:

—¿Por qué siempre me tocan a mí todos los chollos?

—Vamos a ver, Gorgonio, o se encarga del caso de inmediato o no le tramito los papeles.

Propuesta asesina: responda lo que responda, estoy jodido.