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Matías y yo bajamos en el ascensor con la detenida engrilletada. En los veintiún pisos no ha dejado de quejarse:

—No tiene pruebas contra mí, comisario. No ha encontrado el arma homicida, no hay testigos y yo no confesaré, porque no he hecho nada malo. Nada —protesta la de los tobillos anchos.

—Le aconsejaría que mantuviese callada hasta que llegue su abogado, señorita Cruz —digo.

—Voy a solicitar el hábeas corpus y le colgaré su placa.

—Ay, ¿y de dónde se supone que me la va a colgar?

Matías menea la cabeza: apuesta a que me he excedido con el Colegiata.

—Es usted un policía de mierda. Todo son suposiciones. No tiene pruebas.

—Mire, señorita Cruz. El guardaespaldas y la señora Vanesa no pudieron asesinar al Subsecretario porque estaban ocupados fornicando en el tercer lavabo. Y tienen la coartada guardada en la vagina…

El inspector se pasa el pañuelo por la frente y resopla. ¡Joder!, Matías, por mi madre, que no estoy borracho.

—Eso no quiere decir que fuera yo.

—Sólo queda la doncella, y no se movió de la cocina en toda la hora. La luz y el bacalao a la vizcaína que con tanto mimo preparaba son su coartada. Pero usted… se dirigió a la biblioteca, debió discutir con el Sub y subió al piso 22.º a por una barra de hielo seco que estampó varias veces en la cabeza del muerto. La barra se sublimó y no dejó rastro. De ahí que las estancias estuviesen tan frías cuando llegamos. También están los guantes, que seguro tienen sus huellas. Luego tenemos…

—Suposiciones.

—… la grabación del jueguecito de luces de las dos viviendas.

Silencio. Matías lo rompe.

—Comisario, ¿por qué les hizo la pregunta sobre la crisis?

—Estábamos ante un crimen muy inteligente. Quería comprobar quien contaba con el cerebro más preparado para cometerlo.

—Ah, ya. Y la que respondió más inteligentemente fue la señorita Cruz.

—No, Matías. La más inteligente fue la doncella. La señorita Cruz fue la más pragmática.

La puerta del ascensor se abre; hemos llegado al hall de entrada. ¡Hostias!, el jefe con el juez y el forense.

—Enhorabuena, Gorgonio. Veo que ha resuelto el caso —dice el jefe lanzando una mirada a las manos engrilletas de la señorita Cruz.

Matías se aleja con la detenida.

—Gracias, pero es para lo que me pagan. ¿Sabe algo de mi jubilación?

—Aún no han llegado los papeles. Pero no se preocupe, el Director General seguro que se la aprueba.

Parece olfatear algo en el aire, se me acerca.

—Huele a vino, Gorgonio. ¿No estaría bebiendo?

—Negativo, jefe.

—Cuide un poco su aspecto, por favor. —Señala las solapas de la gabardina—. Tiene manchas de chorizo. A propósito, ¿dónde está el jefe de la Científica?

Hostias, Pepote. Ni me había vuelto a acordar de él, supongo que sigue encerrado en la biblioteca analizando el orín de la cerda y las patas de la mosca.

—Todavía está tomando huellas —respondo, por no decirle que me importa un pito lo que haga.

—Seguro que le ha sido de mucha utilidad en la resolución del caso.

—Si no es por Pepote, no lo hubiese resuelto.

—Lo sabía. Es lo mejor que tenemos en la Policía —dice, mientras lanza una sonrisa de satisfacción hacia el juez y el forense. Después, añade—: ¿Cómo lo resolvió? Me dijo algo de que había encontrado una mosca.

—Ahí estuvo la clave de la resolución, jefe. Resulta que consiguió extraer unas imágenes de la retina de la mosca en las que se ve claramente a la asesina asestando el golpe fatal.