Práctica de predicción
—A lther, ¿qué quieres decir con que ha pasado la noche en Palacio? —preguntó Marcia a la mañana siguiente muy temprano—. ¿Por qué?
—Bueno… ejem, es un poco complicado, Marcia —respondió Alther, incómodo.
—¿Acaso no lo es siempre, Alther? —le espetó Marcia—. ¿Te das cuenta de que si no vuelve ahora mismo va a suspender su examen práctico de predicción?
Marcia Overstrand estaba sentada ante su mesa de la biblioteca de la Pirámide, en la cúspide de la Torre del Mago. La biblioteca estaba en la semipenumbra de la luz de primera hora de la mañana, y las pocas velas que Marcia había prendido parpadearon cuando, furiosa, dejó los exámenes prácticos de predicción sobre la mesa dando un golpetazo. Sus ojos verdes miraban enojados a Alther Mella, que flotaba sobre las estanterías de libros mirando algunos de sus títulos favoritos.
—Esto es muy malo, Alther. Ayer me pasé todo el día preparando la práctica de predicción y debe de empezar antes de las siete horas siete minutos de la mañana. Si empieza un segundo más tarde y todo ha empezado a suceder… entonces será sólo Telepatía y Conocimiento, y ése no es el tema.
—Dale un respiro al muchacho, Marcia. Anoche se cayó en el Foso y…
—¿Qué hizo qué?
—Caerse en el Foso. Realmente pienso que deberías posponerlo…
—¿Y cómo es que se cayó en el Foso, Alther? —preguntó Marcia con suspicacia.
Deseoso de cambiar de tema, Alther flotó hacia Marcia y se sentó amistosamente en la esquina de su mesa. Sabía que lo lamentaría, pero no pudo resistirse a decir:
—Bueno, tal vez deberías de haber predicho que esto sucedería, Marcia, y cambiar el horario de la práctica de predicción para más tarde.
—No tiene gracia —soltó Marcia, comprobando los exámenes—. De hecho, tú mismo te estás volviendo horriblemente predecible. Infantilmente predecible. Estás malgastando tu tiempo haraganeando con Septimus y haciendo tonterías cuando a tu edad deberías ser más juicioso. Enviaré a Catchpole a Palacio a buscar a Septimus ahora mismo. Eso le despertará.
—Imagino que antes tendrás que despertar a Catchpole, Marcia —comentó Alther.
—Catchpole tiene turno de noche, Alther. Ha pasado en vela toda la noche.
—Bonita costumbre la de ese Catchpole —dijo Alther, pensativo—: Roncar mientras está despierto. ¿Crees que le resultará un fastidio?
Marcia no se dignó responder. Se levantó de la mesa, se recogió las vestiduras púrpuras y salió como una exhalación, cerrando de un portazo la puerta de la biblioteca al salir.
Alther pasó flotando a través de la trampilla que daba al tejado dorado de la Pirámide y subió hasta su misma cima. El aire de la mañana otoñal era frío y caía una fina llovizna. La base de la Torre del Mago había desaparecido en una espesa niebla blanca. Aún se divisaban unos pocos tejados de las casas taller a través del manto blanco, pero la mayor parte del Castillo se había perdido de vista. Al ser un fantasma, Alther no notaba el frío, sentía como escalofríos en el viento que se arremolinaba alrededor de la cúspide de la Torre del Mago. Se embozó en su desvaída capa púrpura y bajó la mirada hacia la plataforma de plata martillada que remataba la Pirámide. Siempre le habían fascinado los jeroglíficos inscritos en la plataforma, pero no había conseguido descifrarlos, ni él ni nadie. Hacía cientos de años, un mago extraordinario había tenido el suficiente valor para subir hasta la cúspide de la Pirámide y hacer un calco de los jeroglíficos, que ahora colgaban en la biblioteca. Cada vez que Alther, en su condición de mago extraordinario, miraba el viejo trozo de papel gris enmarcado en la pared de la biblioteca, experimentaba una horrible sensación de vértigo, pues le recordaba aquella ocasión en que, siendo un joven aprendiz, se había visto obligado a perseguir a su maestro, DomDaniel, hasta aquel mismo lugar.
Pero ahora, al ser un fantasma, Alther no tenía miedo. Experimentó en la plataforma, sosteniéndose primero en una pierna y luego en la otra; luego se lanzó trazando espirales y giros en el aire. Al caer, intentaba imaginar cómo habría sido aquella caída para un ser humano, caída que DomDaniel sufrió una vez. Justo encima de la niebla se enderezó y se dirigió hacia Palacio.
Catchpole estaba teniendo una pesadilla que amenazaba con empeorar. Odiaba tener guardia nocturna en el viejo Armario de los Hechizos junto a las enormes puertas de plata de la Torre del Mago. No era el persistente olor de los hechizos en descomposición lo que molestaba a Catchpole; era el temor de que un mago superior a él le preguntara algo. Catchpole era sólo un submago y no estaba progresando tan rápido como esperaba —había tenido que repetir primaria dos veces y aún no la había superado—, lo que significaba que todos los magos de la Torre eran superiores a él. Tras años de ejercer como ayudante del cazador, Catchpole odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer, sobre todo porque siempre parecía hacerlo todo mal. Así que cuando Marcia Overstrand entró a grandes zancadas en el viejo Armario de los Hechizos y le preguntó que qué creía que estaba haciendo, allí sentado con los ojos cerrados y con aspecto de ser tan útil como una oveja muerta, a Catchpole se le encogió el corazón. ¿Qué le iría a pedir ella que hiciese ahora? ¿Y qué iba a decirle cuando, como de costumbre, la pifiase? Catchpole sintió un alivio increíble cuando todo lo que Marcia hizo fue decirle que fuera a Palacio de inmediato y trajera con él al aprendiz. Bueno, podía hacerlo, y eso lo sacaría de aquel estrecho armario. Y lo que era más, pensó Catchpole mientras bajaba corriendo los escalones de mármol y entraba en el patio de la Torre del Mago que estaba envuelto por la niebla, parecía que ese advenedizo muchacho del Ejército Joven que se las había apañado para convertirse en el aprendiz extraordinario recurriendo a artimañas, por una vez había hecho algo mal. Eso le encantaba, pensó con una sonrisa.
Catchpole había llegado a una estructura grande, similar a una perrera. Estaba construida con grandes bloques de granito, tenía la altura de una pequeña casa de campo y era el doble de larga. Había una hilera de minúsculas ventanas justo debajo de los aleros, para proporcionar la tan necesaria ventilación y para que el ocupante pudiera mirar a través de ellas si le venía en gana. En la parte delantera de la perrera había una robusta rampa de madera que conducía hasta la puerta de un establo hecho de gruesas planchas de roble. La puerta estaba firmemente atrancada por tres barras de hierro. Encima de la puerta alguien había escrito en una pulcra caligrafía: ESCUPEFUEGO. Mientras Catchpole pasaba junto a ella, algo dentro de la perrera embistió contra la puerta. Hubo un terrible sonido como de madera astillada y la barra de hierro del medio se dobló un poco, pero no lo suficiente para que la puerta se abriera. La sonrisa de Catchpole se esfumó. Salió a toda velocidad y no frenó hasta que estuvo en mitad de la Vía del Mago y vio la luz de las antorchas de Palacio resplandeciendo a través de la niebla.
Después de enviar a Catchpole, Marcia tomó la plateada escalera de caracol para subir a sus dependencias en la cima de la Torre del Mago. Algo la preocupaba. Era tan raro que Septimus se perdiera un examen…; algo no iba bien. Todavía en modo nocturno, los escalones de plata seguían lentamente su camino hasta lo alto de la Torre del Mago, y Marcia, que nunca estaba en su mejor momento a primera hora de la mañana, empezó a marearse por el movimiento de la escalera y los olores a beicon y gachas, que competían con el de incienso que subía del vestíbulo. Al pasar por el decimocuarto piso, a Marcia, aún asombrada por el comportamiento de Septimus, se le ocurrió algo. Algo importante.
—Vamos, date prisa —ordenó Marcia con impaciencia a la escalera de caracol.
Tomándole la palabra, la escalera aceleró al doble de su velocidad diurna, y Marcia subió disparada el resto de la Torre, sobresaltando a tres ancianos magos que se habían levantado pronto para ir a pescar. La escalera se detuvo con el mismo entusiasmo con que había obedecido la anterior orden de Marcia; en un movimiento perfecto, la maga extraordinaria bajó en el piso veinticuatro y cruzó como una exhalación la pesada puerta púrpura que daba a sus dependencias. Por suerte, la puerta la vio acercarse y se abrió justo a tiempo. Momentos más tarde, Marcia subía corriendo la escalera de la biblioteca de la Pirámide.
Con una mueca de preocupación, Marcia hojeó rápidamente los exámenes prácticos de predicción hasta que encontró lo que estaba buscando: una serie de fórmulas escritas con letra muy apretada e interpretaciones que Jillie Djinn, la nueva jefa de los Escribas Herméticos, había extraído del Almanaque que todo lo ve. Marcia levantó la hoja de papel, sacó la pluma linterna del bolsillo y la pasó sobre la fórmula. A medida que la pluma se movía por la página, los números empezaron a reordenarse solos. Marcia los contempló con incredulidad durante varios minutos.
De repente, tiró la pluma y corrió hacia el rincón más oscuro de la biblioteca, que albergaba la estantería sellada. Con un ligero temblor, Marcia tuvo que intentarlo tres veces hasta que chasqueó los dedos con la fuerza suficiente para encender la enorme vela que había a su lado. La llama iluminó las dos gruesas puertas de plata selladas que tapaban la estantería y sólo se abrían si se tocaban con el amuleto Akhu, que se pasaba de un mago extraordinario al siguiente. Marcia se quitó el amuleto de lapislázuli y oro del cuello y lo presionó contra el largo sello de cera púrpura que cubría la hendidura que separaba las puertas. El sello reconoció el amuleto, la cera se enroscó y, con un suave siseo, las puertas se abrieron. Detrás de ellas había una estantería honda y oscura que emanaba un olor a aire estancado durante cientos de años. Marcia estornudó.
Marcia nunca había abierto la sección sellada. Nunca hasta entonces había tenido motivo para abrirla. Hacía mucho tiempo que Alther le había enseñado a hacerlo, después de que decidiera que quería sucederlo como maga extraordinaria. Marcia recordaba cómo la había alentado cuando era su aprendiz, y le asaltaron los remordimientos por haber perdido la paciencia con el fantasma.
Marcia introdujo el brazo en los recovecos de la estantería con cierto temor, pues uno nunca sabe lo que puede esconderse en un lugar sellado ni lo que puede haber crecido allí desde la última vez que se abrió. Pero no tardó mucho en hallar lo que andaba buscando, y, con una sensación de alivio, sacó una caja de oro macizo. Examinó la caja a la luz de la vela, reselló las puertas y la bajó a su despacho. Con una llavecita que guardaba en el cinturón de maga extraordinaria, Marcia abrió la caja y sacó un deteriorado libro de piel. Mientras lo sostenía en las manos, observó que había sido hermoso en otro tiempo. El pequeño y grueso libro estaba atado con una cinta roja desgastada y cubierto por los frágiles restos de una piel suave sobre la que aún eran visibles intrincados diseños de pan de oro, así como su título: Yo, Marcellus. Marcia colocó con cuidado el libro sobre la mesa y, al hacerlo, la cinta se hizo añicos, bañando sus manos con un fino polvillo rojo, y el sello negro que había unido sus dos extremos cayó al suelo y rodó hasta quedar en las sombras. Marcia no se molestó en buscar el sello, pues estaba nerviosa —y asustada— ante la apertura del Yo, Marcellus.
El corazón le latía deprisa cuando la maga abrió ansiosamente la tapa, proyectando en el aire una lluvia de polvillo de cuero.
—¡Achís! —estornudó—. ¡Achís, achís, achís! —y luego—: ¡No, oh, no!
Las páginas del libro habían sido presa del temible escarabajo del papel de la biblioteca de la Pirámide. Marcia sacó una pinza larga de un cubilete de su mesa y, una a una, levantó las delicadas y finas páginas, inspeccionándolas minuciosamente con una gran lupa. El Yo, Marcellus estaba dividido en tres partes: Alquimia, Físika, y el Almanaque. Las primeras dos secciones, y buena parte de la última, eran ilegibles. Sacudió la cabeza y examinó muy deprisa el libro, hasta llegar a un escarabajo del papel muy gordo, aplastado sobre unos cálculos astronómicos. Con aire triunfal, Marcia levantó el escarabajo con las pinzas y lo dejó caer en un tarro de cristal de su escritorio, que ya contenía una serie de escarabajos de papel aplastados. Pasando rápido el resto de las páginas del Almanaque que no estaban estropeadas, Marcia llegó pronto hasta el presente año. Buscando entre las entradas crípticas y consultando algunas tablas del final que estaban cubiertas de salpicaduras de tinta, Marcia encontró por fin la fecha que buscaba, el día del equinoccio de otoño —que extrañamente estaba fuera de la secuencia—, y extrajo un antiguo trozo de papel escrito con una caligrafía de trazos delgados e inseguros que le resultaba familiar.
La expresión de Marcia al leer aquel fragmento de papel mudó de la sorpresa inicial al horror incipiente. Mortalmente pálida y temblorosa, la maga extraordinaria se puso en pie vacilante, se guardó con cuidado el trozo de papel en el bolsillo y partió hacia Palacio tan rápido como pudo.