8

Fuego bajo el agua

N o tenía sentido, ¿cómo puede arder el fuego bajo el agua? El agua estaba oscura y la llama parpadeaba en las corrientes subacuáticas como una vela en la brisa. Mientras Septimus lo contemplaba, se alejaba velozmente de la grada, y se acercaba al pie de la muralla del Castillo. De hecho, parecía como si la llama la sujetara alguien que caminase por el fondo del Foso. El Foso tenía unos seis metros de profundidad y la luz estaba, según creía Septimus, a unos cuatro metros por debajo de éste. Fascinado por la idea de una llama que ardía bajo el agua, Septimus se arrodilló sobre la fría piedra de la grada y contempló las profundidades del Foso.

Lenta y segura, la llama se alejaba de él. Septimus se sintió curiosamente disgustado, como si se estuviera perdiendo algo precioso. Se inclinó hacia delante para echar un último vistazo.

A su espalda, el fantasma de la reina Etheldredda salía de las sombras, con una fina sonrisa en los labios. Tan interesado estaba Septimus en ver lo que sucedía bajo el agua que no habría notado al fantasma ni aunque ella hubiera decidido aparecérsele, lo cual no pensaba hacer. Septimus se dirigió al borde de la grada y se inclinó. Si se hubiera acercado un poquito más al agua, habría podido ver…

A Etheldredda dándole un violento empellón.

Septimus cayó al agua, dando volteretas hasta el fondo del Foso y boqueando por la impresión de entrar repentinamente en contacto con el agua fría. La marea había vuelto y una corriente helada circulaba por el río; una corriente rápida y fuerte, y, aunque Septimus era un buen nadador, rápidamente lo arrastró y lo alejó de la grada hasta el centro del Foso.

Por fin Septimus salió a la superficie, tiritando de manera incontrolada. Empezaba a perder la fuerza de los brazos y las piernas, y tenía que luchar contra algo más que la rápida corriente. Ahora podía sentir una fuerte resaca bajo sus pies, como si de repente alguien hubiera quitado el tapón y a su alrededor el agua se arremolinara para irse por el desagüe.

Al cabo de un momento, la cabeza de Septimus desapareció bajo las negras aguas por segunda vez. La resaca lo arrastraba rápidamente, y en cuestión de segundos hizo pie en el fondo del Foso. Luchó por mantener los ojos abiertos en el agua turbia y, con los pulmones a punto de estallar, Septimus dio una patada en el lodoso lecho, se impulsó hacia arriba y nadó directo hasta una espesa ramiza de pegajosas algas del Foso. En pocos momentos, los zarcillos de las algas se enroscaron en él, y Septimus notó que el resto de sus fuerzas se agotaba. Una oscura niebla cayó ante sus ojos, y Septimus empezó a perder la conciencia; sin embargo, al hacerlo, tuvo la extraña sensación de que una mano fría como el hielo le cogía del brazo y tiraba de él hacia arriba… arriba… arriba, a través de un oscuro túnel hacia una luz brillante.

—¡Ay, Sep… que eso duele! —La voz de Jenna llegó hasta Septimus desde el otro extremo del túnel.

Tosió, escupió, y boqueó desesperadamente en busca de aliento.

—Deja de armar tanto alboroto, chico —le espetó una irritada voz fantasmal—. Toma, nieta, cógelo tú ahora, yo no quiero que me vuelvan a atravesar otra vez… es de lo más desagradable. Los jóvenes aprendices de hoy no tienen modales.

—Sep, Sep, ahora estás a salvo —le susurraba la voz de Jenna al oído, y Septimus sentía como si le guiara a través de la oscuridad y, por fin, hasta la luz.

—¡Aaah! —De repente Septimus se sentó muy tieso y respiró la bocanada de aire más profunda de su vida. Y luego otra, y otra y otra.

—Sep, Sep, ¿estás bien? —Jenna le daba golpecitos en la espalda—. ¿Puedes respirar? ¿Puedes?

—Aaah… aaah… aaah… —Septimus se llenó los pulmones con unas cuantas bocanadas más.

—Está bien, Sep. Aquí estás a salvo.

—Ah… —Septimus se aclaró la vista y miró a su alrededor.

Estaba sentado en el suelo de un pequeño saloncito, al fondo del Palacio. Era una habitación muy acogedora; en la chimenea quemaba un fuego, un montón de gruesas velas ardían brillantemente sobre la repisa de la chimenea, sobre cuya superficie la cera goteaba sin cesar. La habitación había sido en otro tiempo la favorita de la reina Etheldredda, que se sentaba todas las tardes a tomar un vasito de hidromiel y leía fábulas morales. Ahora era el saloncito de Sarah Heap, y ella también se sentaba todas las tardes, pero bebía una infusión de hierbas y leía novelas románticas que le prestaba su buena amiga Sally Mullin.

La reina Etheldredda no aprobaba el gusto de Sarah Heap para el mobiliario y, por supuesto, tampoco las novelas románticas. En cuanto al desorden y el desaliño general que reinaba en el salón, la reina Etheldredda lo consideraba una desgracia, pero poco podía hacer al respecto, pues los fantasmas deben soportar las malas costumbres de los vivos.

La reina Etheldredda lucía su habitual expresión de desaprobación cuando miró al empapado Septimus. Sentado en un charco de lodosa agua del Foso, humeaba junto al fuego y apestaba a agua semiestancada del Foso. El fantasma se sentaba en la única silla que quedaba en la habitación de su época de reina; era una incómoda silla de madera con un asiento recto que Sarah tenía intención de tirar. Silas había dejado los restos de un bocadillo de beicon encima de ella hacía unos días, y la reina Etheldredda se sentaba en una esquinita.

—Confío en que hayas aprendido la lección, jovencito —dijo la reina Etheldredda fijando en Septimus una severa mirada.

Septimus tosió y salieron unos zarcillos de viscosas algas del Foso que escupió sobre la alfombra.

—La puntualidad es una virtud —sentenció la reina Etheldredda—. La tardanza un vicio. Adiós.

Aún en posición sedente, la reina Etheldredda se levantó unos centímetros de la silla. Miró el bocadillo de beicon con expresión horrorizada y luego se alejó flotando por el techo. Sus pies, calzados con zapatos ricamente bordados y extraordinariamente puntiagudos, flotaron sobre Jenna y Septimus durante dos o tres segundos antes de desaparecer muy lentamente.

—¿Crees que se ha ido ya? —le susurró Jenna a Septimus después de dejar pasar un rato por precaución.

Septimus se levantó para echar un vistazo al techo, pero el suelo se levantó para encontrarse con él de un topetazo y se dio de bruces contra la alfombra favorita de Sarah Heap. Jenna parecía preocupada.

—Será mejor que te quedes aquí esta noche. Enviaré una rata mensaje para avisar a Marcia.

Septimus gruñó. ¡Marcia! Se había olvidado de Marcia hasta ahora.

—Tal vez sería mejor no despertarla, Jen. Además serías muy afortunada si encontraras una rata mensaje. Será mejor decírselo por la mañana —aconsejó Septimus, pensando que sería muy propio de Marcia presentarse en Palacio en aquel preciso instante y preguntarle a Septimus qué creía que estaba haciendo. Y no era, pensó Septimus, una pregunta que pudiera contestar fácilmente en aquel preciso instante.

—¿Te encuentras bien, Sep? —preguntó Jenna.

Septimus asintió y la habitación empezó a darle vueltas.

—¿Qué ha ocurrido, Jen? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Te caíste en el Foso, Sep… al menos eso es lo que dijo la reina Etheldredda. Dijo que fue culpa tuya y que llegaste tarde. Dijo que tenías suerte de que ella estuviera en la grada y te rescatase. Bueno, reclamase, eso es lo que dijo. Sea lo que sea lo que eso signifique.

—Eeesto… lo aprendí la semana pasada, pero no consigo recordarlo. El cerebro no me funciona.

—No, no creo que sea eso. Casi te ahogas.

—Lo sé, pero no quiero recordarlo. A veces, cuando estás a punto de ahogarte, después el cerebro no te funciona bien. Supón que eso es lo que me ha sucedido, Jen.

—No seas ridículo, Sep. A mí tu cerebro me parece bien. Sólo estás cansado y helado.

—Pero… ¡ah, ya lo recuerdo! Estaba en la última edición de la Guía del espíritu —dijo de repente—. Eso es. Reclamar: transporte de criaturas vivas por parte de fantasmas con el fin de asegurarse de que permanecen como tales, es decir, vivas. Huuum… podría implicar tanto apartarlas de un peligro de muerte inminente o a largo plazo, como asegurarse de que no se encuentran con un peligro que se avecina. El caso más común del que se tiene noticia es ser apartado de un empujón de la trayectoria de un caballo desbocado por manos fantasmales. Bueno, el cerebro está bien. —Septimus cerró los ojos y parecía complacido.

—Claro que sí —dijo Jenna tranquilizadoramente—. Ahora mira, Sep, estás empapado. Te voy a traer ropas secas. Tú descansa mientras voy a buscar a la gobernanta nocturna.

Jenna salió de puntillas, dejando a Septimus dormitando en la alfombra. La reina Etheldredda esperaba al otro lado de la puerta.

—¡Ah, nieta! —dijo con su voz aguda y penetrante.

—¿Qué? —preguntó Jenna, enojada.

—¿Cómo está tu querido hermano adoptivo?

—Mi hermano está bien, gracias. Ahora, ¿te importaría apartarte de mi camino? Quiero buscarle ropa seca.

—Tus modales son francamente deplorables, nieta. Ya sabes que le he salvado la vida al chico.

—Sí. Muchas gracias. Ha sido… muy bonito por tu parte. Ahora, por favor, ¿puedo pasar? —Jenna intentó escabullirse por un lado del fantasma, pues no tenía ningunas ganas de atravesar a la reina Etheldredda.

—No, no puedes. —La reina Etheldredda se plantó delante de Jenna y le cerró el paso. Los rasgos del fantasma adquirieron una expresión impenetrable—. Tengo algo que decirte, nieta, y te aconsejo que escuches atentamente. Será un gran perjuicio para tu hermano adoptivo si no lo haces.

Jenna se detuvo, reconocía una amenaza cuando la oía. La reina se inclinó hacia Jenna y un aire helado llenó el espacio. A continuación susurró algo al oído de Jenna, y Jenna no había sentido tanto frío en toda su vida.