La grada de la serpiente
—M ira, quédate quieto, ¿quieres? —dijo una voz enojada—. Conseguirás que acabemos los dos en el Foso si no vas con cuidado.
—¿Qué… qué? —jadeó Septimus, preguntándose por qué la cosa simulaba ser una chica.
Las cosas suelen tener voces muy graves y amenazadoras que te hielan la sangre, no voces de chica.
Algo no concordaba en la voz de ésta. Tal vez era una cosa joven, pensó Septimus con un destello de esperanza. A una cosa joven podía convencerla de que lo soltara. Septimus decidió que tenía que enfrentarse a lo que fuera que le agarraba tan fuerte. Se esforzó en darse la vuelta y, cuando lo hizo, fue aupado hasta el Sendero Exterior.
—Estúpido chico. Tienes suerte de que no te dejara caer. Lo habrías tenido bien merecido —dijo Lucy Gringe, sin aliento tras haber izado a Septimus.
De repente, Septimus sintió que le flaqueaban las piernas y temblaba de alivio.
—¡Lucy! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta, aprendiz —dijo Lucy.
—Hummm, bueno, tenía ganas de dar un paseo —respondió Septimus sin demasiada convicción.
—¡Vaya paseo más raro! —murmuró Lucy—. Se te podían ocurrir sitios mejores para pasear. Bueno, muévete, sigue con tu paseo, ¿o te has parado para pernoctar aquí? Espero que no sea el caso, porque me estás impidiendo el paso y tengo cosas que hacer.
Como no tenía más remedio, Septimus siguió arrastrando los pies lentamente por el Sendero Exterior. El impaciente aliento de Lucy resoplaba tras él.
—¿No puedes darte un poco más de prisa? A este paso vamos a tardar toda la noche.
—Voy lo más rápido que puedo. Además, ¿por qué tienes tanta prisa? ¿Y adónde vas? ¡Arrrg! —Septimus perdió pie, pero Lucy lo agarró y lo volvió a poner en su sitio como si fuera un muñeco de cuerda.
—No es asunto tuyo. No es asunto de nadie —respondió Lucy—. El sendero se hace más amplio ahora, así que puedes ir un poco más rápido, ¿no?
Para alivio de Septimus, sus botas encontraron suelo firme, pues el Sendero Exterior empezaba a ensancharse realmente.
—Ya has pasado por aquí otras veces, ¿verdad? —le preguntó.
—Es posible —dijo Lucy—. ¿No puedes ir más deprisa?
—No, no puedo. Entonces, ¿por qué vas por el Sendero Exterior…? Es porque no quieres que Gringe, quiero decir, tu padre, sepa adónde vas, ¿no? —preguntó Septimus, que empezaba a sospechar.
—No es asunto tuyo lo que yo hago o adónde voy —dijo Lucy enfurruñada—. Tú, date prisa, ¿quieres?
—¿Por qué? —preguntó Septimus acelerando deliberadamente el paso—. ¿Por qué no quieres que Gringe sepa adónde vas?
—¡Caramba, eres muy pesado! Ahora veo por qué Simon dice que eres un horrible pequeño… —Lucy enmudeció en medio de la frase, pero era demasiado tarde.
Septimus frenó en seco y Lucy chocó contra él.
—Vas a ver a Simon, ¿verdad?
—¿Qué haces? ¡Estúpido niño! Casi consigues que nos caigamos los dos al Foso.
—Vas a ver a Simon, ¿verdad? —repitió—. Vas a ver a Simon, ¿verdad? Por eso tomas este camino. Para que nadie te vea. Sabes dónde está, ¿no?
—No —dijo Lucy con aspereza—. Vamos, sigue, ¿quieres?
—No voy a ir a ninguna parte hasta que me digas dónde está Simon —dijo Septimus con terquedad, sin ceder terreno.
—Bueno, entonces pasaremos aquí toda la noche —replicó Lucy con la misma terquedad.
Lucy y Septimus permanecieron con la espalda pegada a la gran muralla del Castillo que se alzaba en la noche. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. El pulso duraba ya unos minutos cuando ambos oyeron un sonido agudo de algo que corría un poco más allá. A éste le siguió el sonido de una piedra que caía, con un ruido sordo, en el agua.
—Mira, Septimus —dijo Lucy en un ronco susurro—, este lugar no es seguro. Las cosas usan el sendero… las he visto. Salgamos a la Grada de la Serpiente. Podemos hablar allí, ¿de acuerdo?
Septimus no necesitó que siguiera convenciéndolo.
—De acuerdo —asintió.
Al cabo de diez minutos, Septimus y Lucy habían salvado un tramo particularmente traicionero del sendero que discurría bajo la torre de vigilancia de la Puerta Este, y se acercaban a la Grada de la Serpiente cuando Septimus se detuvo inesperadamente. Lucy le pisó los talones con sus pesadas botas.
—¡Aaay! —dijo Septimus entre dientes.
—¡Oh, no te pares sin avisar! —susurró Lucy, sulfurada.
—Pero me ha parecido ver una luz en la grada —dijo Septimus en voz baja.
—Bien —respondió Lucy en el mismo tono—. Al menos podremos ver hacia dónde nos dirigimos.
Septimus reanudó la marcha, sólo para oír el amortiguado sonido de algo que se metía en el agua al cabo de unos segundos y ver desaparecer la luz. Casi volvió a detenerse, pero lo pensó mejor.
—¿Has oído un ruido como de algo que caía al agua? —susurró.
—No, pero en cuestión de minutos oirás el ruido de un niño pesado cayendo al agua si no dejas de cotorrear, Septimus Heap. —Lucy dio a Septimus un fuerte empujón en la espalda—. Ahora, date prisa.
Pensando en lo afortunado que era al no tener una hermana como Lucy, Septimus se apresuró.
Pronto Septimus y Lucy estaban bajando por el exiguo tramo de escalones de piedra que conducían hasta la Grada de la Serpiente. Mientras bajaban, llegó hasta ellos el sonido amortiguado del reloj del juzgado dando la una en punto en el apacible aire de la noche. Septimus miró a su alrededor, pero, como era de esperar, no había ni rastro de Marcellus Pye.
Septimus bostezó, y de repente se sintió muy cansado. Lucy contuvo un bostezo y se estremeció de frío. Sacó una larga llave de uno de sus muchos bolsillos y se embozó en su capa. Septimus pensó que ya había visto la capa en algún lugar, pero no conseguía recordar dónde. Era una capa sorprendentemente bonita para que la tuviera Lucy, pensó. Los Gringe no eran una familia acomodada; Lucy solía hacerse su propia ropa y calzaba un par de resistentes botas marrones que parecían una talla demasiado grande para ella, incluso sus largas trenzas castañas siempre estaban recogidas con una serie de desaliñadas cintas caseras y trozos de cuerda. Pero la capa azul marino colgaba grácilmente de sus hombros y tenía un aspecto lujoso.
Sin embargo, Lucy aún llevaba sus grandes botas marrones. Y se acercó caminando ruidosamente a una amplia puerta, que Septimus sabía que daba al cobertizo de barcos donde el hermano de Lucy, Rupert, guardaba los botes de remos que alquilaba en verano. Con aire de haberlo hecho antes, Lucy giró la llave en la cerradura, empujó la puerta para abrirla y desapareció. Septimus corrió tras ella.
El cobertizo de las barcas estaba a oscuras. Septimus se puso el anillo dragón y al momento el cobertizo se llenó de un tenue fulgor amarillo. Podía ver a Lucy en las sombras, intentando colocar un bote de remos sobre un pequeño carrito.
—Vete —le espetó Lucy cuando se percató de que Septimus la había seguido hasta allí.
—Vas a ver a Simon, ¿verdad? —preguntó Septimus.
—Métete en tus asuntos —respondió Lucy, intentando levantar el bote de remos, que era sorprendentemente pesado. Septimus cogió el otro extremo del bote y juntos consiguieron levantarlo—. Gracias —le soltó Lucy mientras Septimus cogía el mango del carrito y la ayudaba a sacar el bote del cobertizo.
Juntos bajaron a duras penas el bote de remos, pintado de color rosa chillón, por la grada hasta el borde del agua del Foso, sin ser conscientes de que una fantasmagórica figura de nariz afilada y expresión de desaprobación contemplaba sus esfuerzos desde las sombras. Mientras Septimus empujaba el carro hasta el agua y dejaba que el bote flotase libremente, el pie fantasmal de la reina Etheldredda daba golpecitos en el suelo, con impaciencia, sin hacer ruido.
Septimus dio a Lucy el cabo del bote para que lo sujetara, luego empujó el carrito grada arriba y volvió a guardarlo en el cobertizo. Al pasar junto al fantasma, ella lo miró y le dijo entre dientes:
—La puntualidad es una virtud; la tardanza un vicio, chico.
Pero, con el chirrido de las ruedas del carro, Septimus no oyó nada.
Regresó hasta Lucy y se produjo un incómodo silencio cuando Septimus cogió el cabo y sujetó el bote para que Lucy se montara. Lucy se acomodó y luego, para su sorpresa, miró a Septimus con una sonrisa irónica.
—En realidad, no eres un mal chico —dijo a regañadientes mientras sujetaba con fuerza los mangos de los extraños remos de Rupert.
Septimus no dijo nada. Lucy tenía un aire que le recordaba a su tía abuela Zelda, y Septimus había aprendido que si quería que tía Zelda le contara algo, tenía que ser paciente, pues al parecer tía Zelda era tan cabezota como Lucy Gringe. Así que Septimus esperó pacientemente, con la sensación de que Lucy estaba tramando algo.
—Simon y yo estuvimos a punto de casarnos —le soltó Lucy de repente.
—Lo sé —dijo Septimus—. Papá me lo contó.
—Nadie quería que nos casáramos. No sé por qué. Es tan injusto… —A Septimus no se le ocurría nada que decir—. Y ahora todo el mundo odia a Simon y no puede volver nunca más, y eso también es injusto.
—Bueno, secuestró a Jenna —observó Septimus—. Y luego intentó matarme a mí, a Nicko y a Jenna, y casi destruye la nave Dragón. Por no mencionar lo de Marcia; casi acaba con ella con esa colocación, y luego él…
—Vale, vale —zanjó Lucy—. No hay necesidad de ser tan quisquilloso por todo.
Hubo otro incómodo silencio, y Septimus decidió que no tenía sentido intentar que Lucy le contara nada más. Soltó el barco y lo empujó hacia el Foso.
—Si ves a Simon dile de mi parte que no es bienvenido aquí.
Lucy sacó la lengua a Septimus, luego cogió los remos y empezó a remar. A Septimus le resultó extraño, pues aquellos botes se usaban en verano para divertirse, y ver a Lucy en uno, entre la niebla de aquella noche fría y húmeda de otoño, le parecía raro.
—¡Buen viaje! —le deseó—. A donde quiera que vayas.
Lucy volvió la cabeza hacia atrás.
—No sé dónde está Simon, pero me escribió una nota y voy a reunirme con él. Eso es todo.
Septimus observó a Lucy alejarse remando en el bote rosado hasta que viró en la curva y desapareció de la vista. Se quedó de pie un rato sobre la grada, escuchando el sonido metálico de los remos mientras Lucy ponía decididamente rumbo hacia el río.
Entonces, al darse por fin media vuelta para irse a casa, fue cuando Septimus lo vio: un incendio bajo el agua.