El Sendero Exterior
S eptimus decidió tomar el Sendero Exterior que rodeaba las murallas del Castillo, por si Marcia hubiera salido de repente para resolver asuntos mágicos, porque tenía jaqueca, o por lo que fuera… para no toparse con ella por casualidad.
Cada vez más emocionado, atravesó el astillero, con cuidado de no hacer ningún ruido que pudiera molestar a Jannit. Pronto llegó hasta el casco de una vieja barcaza fluvial que estaba bocabajo, y oculto tras la barcaza, descubrió lo que andaba buscando: la empinada escalera que salía al Sendero Exterior.
El Sendero Exterior era una cornisa estrecha y medio desmoronada que se extendía a pocos centímetros del agua oscura del Foso. No lo habían construido como sendero, pero era el punto en que acababan los enormes cimientos de las murallas del Castillo y empezaban las murallas ligeramente más delgadas, que estaban hechas de roca más pequeña y más finamente tallada. Cuando Septimus estuvo en el ejército joven, muchos de los chicos mayores corrían por el Sendero Exterior a modo de desafío, pero no era algo que Septimus hubiera tenido ganas de hacer, hasta el momento. Ahora, con la confianza que le infundía el hecho de llevar un año y medio como aprendiz extraordinario y saber que si resbalaba y se caía siempre podría utilizar su amuleto de volar, Septimus subió los escalones hasta el sendero.
El sendero era más estrecho de lo que esperaba; Septimus caminó despacio, colocando un pie delante del otro y palpando a cada paso con cuidado por si había alguna piedra suelta. Agradeció la luz de la luna que acababa de estar llena, se reflejaba en el Foso y refulgía sobre la pálida piedra de las murallas del Castillo, facilitándole el camino. Al abrigo del viento del este, apenas le daba el aire, y aunque Septimus veía moverse las copas de los árboles, a ras de agua el aire estaba tranquilo y en calma.
A lo lejos, al otro lado del Foso, terriblemente cerca del Bosque, las luces del hospital parpadeaban cuando las ramas de los distantes árboles del Bosque se movían delante de la larga hilera de minúsculas ventanas iluminadas por la luz de las velas. Septimus se detuvo y observó el constante avance de la linterna de Sarah Heap cruzar el Foso mientras Nicko remaba hacia la ribera del Bosque. La linterna parecía un pequeño punto de luz contra la gran extensión de árboles oscuros. Confiaba que Alther estuviera esperándola al llegar a la orilla del Bosque.
Minutos más tarde, la linterna llegó a la otra orilla y Septimus vio la silueta de Alther iluminada en el fulgor. Aliviado, volvió a ponerse en marcha. Pronto, al doblar la curva de la muralla del Castillo, perdió de vista el hospital y tuvo ante sí un largo y vacío trecho de Sendero Exterior. A Septimus le sorprendió un poco no poder ver ni rastro de la Grada de la Serpiente. No se había percatado de lo curvas que eran las murallas del Castillo. Estaba acostumbrado a tomar la ruta directa hacia la grada, pero siguió adelante, la idea de poder hablar con Marcellus Pye le animaba a seguir.
Mientras Septimus avanzaba —más despacio de lo que le habría gustado, pues el sendero era muy irregular—, notaba el frío procedente del Foso y el olor a humedad del agua que fluía lentamente. Por encima del Foso empezaba a formarse una capa de niebla que se hacía cada vez más espesa ante la mirada de Septimus, hasta que ya no pudo ver la superficie del agua. Con la niebla llegó un silencio amortiguado, que sólo fue roto por el gemido ocasional del viento sobre las copas de los árboles en las afueras del Bosque.
Su entusiasmo por ver a Marcellus Pye empezó a desvanecerse, pero Septimus siguió avanzando. No tenía otra alternativa, pues ahora el Sendero Exterior se había estrechado tanto que habría sido muy peligroso darse la vuelta. Después de resbalar un par de veces con alguna piedra suelta y estar a punto de caer al Foso, Septimus decidió que había sido una estupidez intentar ir por el Sendero Exterior. Se detuvo, se reclinó hacia atrás contra el muro para intentar mantener el equilibrio y palpó su cinturón de aprendiz en busca del amuleto de volar. La mano se le quedó atascada en el bolsillito donde guardaba el amuleto y, al intentar sacarla, empezó a caer hacia delante. Presa del pánico, se agarró a las piedras que tenía detrás y consiguió recuperar el equilibrio por los pelos.
Para entonces ya sabía que tomar el Sendero Exterior había sido un estúpido error, pero se obligó a concentrarse en el camino que tenía delante e intentó no prestar atención a los pensamientos que reclamaban su atención. Eran los siguientes:
Su cálida y cómoda cama, que le aguardaba en lo alto de la Torre del Mago.
El viento que gimoteaba en las copas de los árboles.
¿Por qué el gemido era tan extraño?
Su cama.
¿Saltarían los zorros las murallas del Castillo por la noche?
¿Sabían nadar los zorros?
¿Sabían o no?
Su cama.
¿Por qué la niebla parecía tan pavorosa?
¿Qué había tras la niebla?
¿A los zorros les gusta especialmente nadar en medio de la niebla?
Su cama.
Espera… ¿no decían los escritos de Marcellus Pye que había encontrado el secreto de la vida eterna?
Supongamos que Marcellus no fuera sólo un viejo fantasma normal.
Supongamos que fuera un hombre de quinientos años de edad.
¿No sería sólo un esqueleto con jirones de piel colgando?
¿Por qué no lo había pensado antes?
Fue entonces cuando una gran nube de tormenta ocultó la luna y Septimus se vio sumido en la oscuridad. Paralizado de terror, notaba el latido de las sienes, y se apretó contra la pared. A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, descubrió que aún veía las copas de los árboles del Bosque, pero por algún motivo no podía verse los pies, por mucho que lo intentara. Y entonces se dio cuenta del motivo. La niebla había subido y le tapaba las botas; podía oler su humedad. El anillo dragón brillaba en el índice de su mano derecha con una tranquilizadora y tenue luz amarilla, pero se quitó el anillo y se lo metió en el bolsillo, pues de repente el resplandor del anillo dragón parecía un gran cartel que dijera: «Venid a por mí».
Al cabo de una media hora —aunque ahora Septimus estaba seguro de que fueron al menos tres noches unidas por un encantamiento inverso— oyó pisadas que se acercaban. Con el corazón en un puño, Septimus se detuvo, pero no se atrevía a darse la vuelta por miedo a caer al Foso. Los pasos continuaban acercándose y Septimus volvió a ponerse en marcha, trastrabillando por el sendero, oteando la noche, desesperado por ver la Grada de la Serpiente, pero seguían acumulándose nubes de tormenta y la luna permanecía oculta.
Las pisadas eran ligeras y parecían ágiles, y Septimus supo que iban tras él, por cada dos pasos que conseguía dar, la cosa —y estaba seguro de que era una cosa— daba tres. Septimus trató de acelerar imperiosamente, pero los pasos seguían acercándose.
De repente, Septimus oyó un ruido detrás de él.
—Sss… sss…
La cosa siseaba ante él. Siseaba. Debía de ser un espectro con cabeza de serpiente… o incluso un Magog. Los Magogs a veces siseaban, ¿no? Tal vez alguno de los Magogs de Dom-Daniel se había quedado rezagado, tal vez vivía en las murallas del Castillo y ahora salía de noche cuando algún idiota decidía dar un estúpido paseo por el Sendero Exterior.
—¡Sss!
Un fuerte siseo sonaba en su oreja. Septimus dio un respingo de miedo. Su pie izquierdo resbaló del exiguo y derruido sendero y perdió pie, y al caer intentó agarrarse desesperadamente a las piedras. Su bota derecha ya casi estaba en el Foso y Septimus estaba a punto de seguirla cuando algo lo agarró por su capa.