La reina Etheldredda
P ronto Septimus se vio apretujado entre dos fantasmas en una larga mesa en el rincón más profundo de la taberna. Eso era algo que no se esperaba al irse a la cama aquella noche, pero después de dieciocho meses como aprendiz de Marcia, había aprendido a no esperar nada, salvo lo inesperado.
Aunque Septimus sabía que en realidad no estaba apretujado, se sentía como si lo estuviera al sentarse entre Alther y la reina Etheldredda, e intentó no tocar a ninguno de los dos, pero no podía librarse de la sensación de que se le estaban clavando los puntiagudos codos de la reina Etheldredda. Septimus se encogió para alejarse lo más posible de Etheldredda, pues era casi una grosería atravesar a un fantasma y sospechaba que la reina tendría algo que decir al respecto.
De hecho, hasta el momento, la reina Etheldredda había tenido algo que decir sobre casi todo. Se sentaba muy tiesa y digna, con los ojos de color violeta oscuro fijos en Septimus, en una severa mirada, mientras le concedía el beneficio de su opinión:
—Esto está lleno de chusma, aprendiz, absolutamente lleno. Mira ese horrible mendigo viejo roncando bajo la mesa. ¡Terrible lugar, terrible lugar! Ciertamente debería hacer algo con respecto a esto. Y el comportamiento de esas jóvenes reinas de allí… de lo más impropio. —Unas sonoras risitas nacieron de la mesa de las cuatro jóvenes reinas (todas ellas habían muerto de parto). La reina Etheldredda frunció los labios en señal de desaprobación—. No sé en qué está pensando Alther Mella al traerte aquí. En mis tiempos, el aprendiz extraordinario no podía salir sin un mago que le hiciera de carabina, y sólo para ir a Palacio de visita oficial. Un chico de tu edad debería estar en la cama, no de juerga en un nido de iniquidad como éste.
A Septimus no le molestaba la reina Etheldredda porque le recordaba un poco a Marcia, pero Alther parecía irritado.
—Majestad —dijo Alther de mal humor—, tal vez deberíais recordar que fue vuestro expreso deseo, «orden» fue la palabra que empleasteis, que despertara a este joven aprendiz y lo trajera hasta aquí. Teníais, según dijisteis, algo de gran importancia que contarle, una cuestión de vida o muerte, aunque os negasteis a explicarme de qué se trataba. Vos misma insististeis en que él viniera a esta taberna. Os aseguro que la señora Marcia Overstrand no suele permitir que su aprendiz frecuente las tabernas de noche, ni de día, ¡vamos!
Septimus contuvo el aliento. ¿Qué tendría que decirle la reina?
La reina Etheldredda no dijo nada durante un rato. Luego se inclinó hacia Septimus, y éste pudo notar la helada respiración sobre la mejilla mientras le susurraba al oído:
—Marcellus Pye, en la Grada de la Serpiente, a medianoche. Estate allí.
Dicho lo cual, la reina se levantó del banco de la taberna como si se levantase de su trono. Se arregló la cola del vestido, y caminó, con la cabeza desdeñosamente erguida, hasta la chimenea, donde desapareció.
—¡Pues vaya! —soltó Alther—. ¡Qué frescura…!
—¿Marcellus Pye? —murmuró Septimus, notando una sacudida nerviosa.
Dos monjas se sentaron a su lado, en el lugar que la reina Etheldredda había ocupado. Una de las monjas miraba con recelo a Septimus.
—No pronuncies ese nombre a la ligera, niño —susurró.
Septimus no dijo nada más, pero le rebullían los pensamientos en la cabeza. ¿Por qué el fantasma de Marcellus Pye iba a querer reunirse con él, un humilde aprendiz? Al fin y al cabo, el fantasma nunca antes se había dejado ver. Tal vez… Septimus se estremeció al pensarlo… tal vez el fantasma había estado observándolo leer las notas esa tarde y había decidido aparecérsele. Pero ¿por qué elegir la Grada de la Serpiente? ¿Y por qué a medianoche?
Alther notó la expresión de preocupación de Septimus.
—¿Qué te ha dicho? —susurró.
Septimus sacudió la cabeza, no quería volver a preocupar a las monjas.
De repente, Alther se sintió cansado.
—Entonces, vamos, Septimus, vámonos —suspiró.
Se puso en pie y Septimus le siguió, apretándose con cuidado para pasar delante de las monjas. Alther estaba nervioso ante la súbita aparición de la reina Etheldredda. No se la había visto antes por Palacio, y aunque no era raro que los fantasmas aparecieran y desaparecieran, sobre todo los más viejos, que se suelen quedar dormidos en un cómodo sillón y no se despiertan durante varios años, nunca había conocido a uno que apareciera después de tantos siglos de haber ingresado en la fantasmez. Era muy raro, y Alther pensó que había algo particularmente extraño en Etheldredda. Ahora habría preferido no llevar a Septimus a verla.
Septimus siguió con cuidado a Alther y se encaminó hacia la salida, que en realidad era un agujero en la muralla, a través del cual podía ver el destello de la luz de la luna. La cháchara fantasmal se amortiguó mientras el aprendiz vivo de la maga extraordinaria pasaba entre la variopinta multitud. Algunos retrocedían para dejar pasar a Septimus y continuaban sus conversaciones; otros dejaban de charlar y se interrumpían en mitad de la frase para seguirlos con los ojos gastados y espectrales. Algunos tenían expresiones nostálgicas, al recordar que ellos también habían sido unos muchachos vivitos y coleando de once años; otros tenían expresiones vagas, perdidas en su fantasmez, y veían a los seres vivos como criaturas extrañas que no tenían nada que ver con ellos. Pero ningún fantasma fue atravesado por Septimus, pues él los sorteaba. Por fin, empujó el arbusto y salió al exterior de la taberna con una sensación de alivio.
—¿Qué te ha dicho? —volvió a preguntar Alther.
Alther y Septimus habían tomado un atajo a través del Patio de los Pañeros, un pequeño patio alrededor del cual había un enjambre de casas viejas, habitadas por familias que trabajaban en el ramo textil. Unas pocas velas brillaban en las ventanas, que presentaban una rara variedad de cortinas y restos de telas, pero las puertas estaban cerradas y atrancadas, y el patio estaba tan silencioso que Septimus podía oír el tictac del gran reloj de los pañeros en la torre que se encontraba encima de la casa central.
—Dijo que me reuniera con Marcellus Pye en la Grada de la Serpiente esta noche —le dijo Septimus mientras el reloj de los Pañeros empezaba a dar las diez y su campanilla resonaba en todo el patio: clin, clin, clin…
—Por supuesto, no harás tal cosa —declaró Alther cuando el reloj se detuvo y la sucesión de cómicas figurillas tocaron sus piezas festivas y se volvieron a meter dentro—. Está chiflada, Septimus, está más loca que una cabra. Además, nunca he visto el fantasma de Marcellus Pye. El problema es que, de vez en cuando, un fantasma tiene delirios de grandeza. Suele suceder con los fantasmas reales. Creen que pueden influir en los vivos. Hacer que sucedan cosas, tal como solían hacer cuando estaban vivos. Claro que lo único que hacen es fastidiarse a sí mismos. Puede ser casi imposible librarse de ellos, ése es el problema. Lo mejor es ignorarlos y esperar a que se vayan. Que es exactamente lo que deberías hacer, chaval. ¿Supongo que sabes quién fue ese tal Pye?
—Sí —dijo Septimus.
Alther asintió a modo de aprobación.
—Ya me lo imaginaba. Es bueno leer sobre el tema. Pero es mejor que no se lo digas a Marcia. Le tiene manía a la Alquimia.
—Lo sé —suspiró Septimus.
—Marcellus no era sólo un alquimista; también era un buen médico. Lástima que gran parte de su saber se perdió. Ahora podríamos utilizarlo.
Caminaban a paso ligero por el camino jaspeado, que les conduciría hasta la Vía del Mago. El camino jaspeado era una calle estrecha con altas buhardillas de secado para el hilo y la tela dispuestas a cada lado. Las buhardillas de secado estaban oscuras y silenciosas a aquellas horas de la noche y un agobiante y desagradable olor a tinte flotaba en el aire tranquilo. Septimus estaba demasiado preocupado tapándose la nariz y respirando por la boca para oír, un poco más allá, unas garras que escarbaban y el ruido de un diente afilado como un estilete moviéndose rápidamente, preparado para morder.
Ni Septimus ni Alther se fijaron en aquel par de ojos redondos que asomaban de una alcantarilla, y parpadeaban y se entornaban ante la luz de la antorcha sobre el pebetero de plata que estaba frente al número trece de la Vía del Mago. Pero oyeron algo más fuerte y más insistente: unos pasos retumbaban en las paredes del camino y se acercaban corriendo hacia ellos.
Alther miró a Septimus y le señaló una pequeña abertura entre dos buhardillas de secado. Al cabo de un instante, ambos estaban ocultos en las sombras, escuchando los pasos que se avecinaban.
—Seguramente será un ladronzuelo que no debe de tramar nada bueno —susurró Alther—. Será mejor que no intente nada, esta noche no estoy de buen humor.
Septimus no respondió. Los pasos se hicieron más lentos; parecían casi vacilantes mientras se acercaban al hueco en el que Alther y Septimus estaban escondidos. Luego los pasos se detuvieron.
De pronto, para horror de Alther, Septimus salió de un salto.
Sarah Heap soltó un chillido agudo y dejó caer la cesta de golpe. Botellas y tarros cayeron de la cesta y rodaron en todas direcciones.
—¡Mamá! —dijo Septimus—. Mamá, somos Alther y yo.
Sarah Heap los miró con incredulidad.
—¿Qué demonios estáis haciendo aquí? En serio, Septimus, casi me da un ataque al corazón. ¿Y qué cree Alther que está haciendo trayéndote por estos siniestros callejones a altas horas de la noche?
—No pasa nada, mamá. Ahora regresábamos. Sólo hemos ido a la taberna El Agujero de la Muralla —explicó Septimus mientras recogía las botellas y los tarros caídos y los introducía otra vez en la cesta de Sarah.
—¿Una taberna? —Sarah Heap parecía horrorizada—. ¿Alther te ha llevado a una taberna… por la noche? Alther —se dirigió al fantasma que salía flotando del callejón, viendo resignado cómo la noche iba de mal en peor—. Alther, ¿qué crees que estás haciendo? ¿Y con toda esa Plaga que nos amenaza?
Alther suspiró.
—Te lo explicaré mañana, Sarah. Aunque yo podría hacerte la misma pregunta. ¿Qué se supone que estás haciendo, corriendo por el callejón con todas tus pociones?
Sarah no respondió. Estaba demasiado ocupada comprobando si alguna de las botellas de las pociones se había roto.
—Gracias, Septimus —dijo cuando le dio la última botella.
—Pero ¿adónde vas, mamá? —preguntó Septimus.
—¿Adónde voy? —Pareció como si Sarah Heap aterrizara de golpe—. ¡Oh, cielos! Llegaré tarde. No quiero hacer esperar a Nicko…
—¿Nicko? —preguntó Septimus, confuso.
—Sarah —dijo Alther—, ¿qué ocurre?
—Me han llamado del hospital, Alther. Debo de haber recibido la última rata mensaje del Castillo. Esta noche les han traído tanta gente que no dan abasto. Nicko va a llevarme en barca. Ahora debo irme.
—No vas a ir sola —dijo Alther—. Nosotros te acompañaremos.
Sarah parecía a punto de protestar, pero cambió de idea.
—Gracias, Alther. ¡Yo… oh, Dios mío! —Sarah ahogó un grito—. Mirad… —susurró señalando hacia la oscuridad.
Septimus miró hacia donde indicaba su madre. Al principio no vio nada; luego, tras hacer un barrido con la mirada, los distinguió: los ojos rojos que avanzaban hacia ellos, corriendo de un lado a otro. A primera vista, Septimus pensó que era una rata, pero por el modo en que tenía colocados los ojos —ambos miraban hacia delante—, no podía ser una rata. Rápidamente, Septimus introdujo la mano en el bolsillo, sacó un guijarro y lo lanzó contra los puntitos rojos a través de la oscuridad. Un gañido agudo fue seguido por un rumor de hojas agitadas, y los ojos desaparecieron en la noche.
—Vamos, Sarah —dijo Alther—, vamos a acompañarte hasta el embarcadero.
Nicko esperaba nervioso junto a una barca de remos amarrada en el muelle del astillero de Jannit Maarten. Jannit acababa de tomar a Nicko como aprendiz, y ahora dormía en un pequeño camarote al fondo de la destartalada cabaña de Jannit. Hacía una hora que Nicko se había metido en la cama, cansado después de un largo día de trabajo en el que había ayudado a Rupert Gringe a reparar el gran timón de la gabarra del Puerto. Se acababa de quedar dormido cuando unos insistentes golpecitos en la ventana le despertaron de una sacudida: era la rata mensaje que Sarah le había enviado.
Rápidamente, Nicko fue a buscar la barca de remos que Jannit usaba a veces para transportar a la gente por el río; por desgracia había despertado a Jannit, que incluso en sueños podía oír cualquier ruido raro que se produjera en el astillero. Jannit acababa de irse a la cama a regañadientes cuando volvieron a despertarla las botellas de Sarah que tintineaban en su cesta mientras atravesaba corriendo el astillero.
Septimus ayudó a Nicko a sujetar la barca mientras Sarah subía a bordo.
—Asegúrate de que mamá llegue bien a la enfermería, ¿eh, Nick? —le ordenó, mirando con recelo al otro lado del Foso, que era amplio y profundo en la zona del astillero, hacia las tenues luces del hospital, casi oculta bajo los árboles del Bosque que se perfilaban algo más allá. De noche, el camino desde la parada del transbordador hasta el hospital era peligroso.
—Claro que lo haré. —Nicko cogió dos largos remos y esperó a que Sarah se acomodase.
—No te preocupes, me reuniré con Sarah en la puerta de la enfermería —le dijo Alther a Septimus—. Aún puedo librarme de los temibles zorros si es necesario. Tendré que pasar zumbando alrededor de la Puerta Norte, pero estaré allí esperándola.
—Hasta luego, Sep —dijo Nicko mientras se alejaba del tablado del embarcadero del astillero.
—Nada de hasta luego, Nicko. —Septimus oyó que Sarah le advertía—. Septimus se va directamente a casa de Marcia.
Mientras Septimus observaba a Alther volar hacia la Puerta Norte, le invadió una maravillosa sensación de libertad y euforia. Podía ir a donde quisiera, hacer lo que quisiera. Nadie se lo impediría. Claro que debía regresar a la Torre del Mago, pero no tenía sueño. Septimus estaba intranquilo, como si de algún modo la noche no hubiera acabado aún. Y entonces se dio cuenta del motivo. Las palabras de la reina Etheldredda volvieron a su mente.
«Marcellus Pye, en la Grada de la Serpiente, a medianoche. Estate allí».
De repente, Septimus supo por qué la reina Etheldredda le había pedido que se reuniera con el fantasma de Marcellus Pye: para darle la fórmula del antídoto contra la Plaga.
Sólo eran las diez y media. Aún le daba tiempo de llegar a la Grada de la Serpiente antes de la medianoche.