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La hoguera

N o había ninguna esperanza para Alice Nettles. Pálida e inmóvil yacía en el embarcadero con una apacible sonrisa en los labios. Alrededor de ella se arrodillaban Silas y Marcia, que acababan de llegar corriendo, y Alther y Jenna, que sostenía a Ullr inconsciente en los brazos.

Junto a Alther estaba la pistola de plata que Etheldredda había arrojado con asco. Mientras acariciaba amorosamente el cabello de Alice, Alther empezó a darse cuenta de que por fin, después de tanto tiempo, él y Alice estarían juntos. No podía dejar de preguntarse si Alice había pensado en ello cuando salió al paso de la bala, y si por eso tenía aquel aspecto tan apacible.

Marcia rompió el silencio brutal que rodeaba a Alice.

—Jenna —dijo—. A partir de ahora quiero que no te separes de mí. Mientras Etheldredda siga desellada, no estás a salvo. Ahora, ¿dónde está ese horrible dragón? Creo que por una vez nos servirá para algo.

Jenna asintió. Deseando que Snorri estuviera allí para ayudarles, miró a su alrededor por si veía a Etheldredda. No vio nada, pero Jenna se percató de que nada era exactamente lo que Etheldredda quería que viera. Se levantó con cuidado y dejó a Ullr sobre las mantas. El gato anaranjado abrió los ojos y miró a Jenna con su mirada distante y perdida.

Jenna cogió el patito, que estaba temblando, y lo colocó entre las patas de Ullr para que le diera calor. Luego ella y Marcia fueron a buscar a Escupefuego. El dragón estaba en el huerto tragando manzanas y dando resoplidos de entusiasmo. Septimus había oído el disparo de pistola, pero supuso que había sido parte del proceso digestivo del dragón. Esperaba impacientemente mientras Escupefuego daba cuenta de las últimas frutas caídas y no notó la llegada de Marcia y Jenna. Ni tampoco vio que justo detrás de Jenna acechaba la reina Etheldredda, pero si se hubiera fijado habría visto una opacidad en el aire, pues Etheldredda se estaba volviendo cada vez más sustancial.

Pero, a través de los ojos de Ullr, Snorri vio a Etheldredda abalanzándose sobre Jenna como un tigre sobre su presa.

Marcia se dirigió hacia Septimus.

—Pon en marcha a ese dragón, Septimus —le dijo—. Necesitamos fuego, ahora mismo.

—No puede hacer fuego —dijo Septimus.

—Sí puede —le corrigió Jenna.

—No, no puede.

—Sí puede. Mírale los ojos. Tiene el anillo rojo del fuego.

Septimus se puso de puntillas y miró los ojos de dragón de Escupefuego, que nunca parpadeaban. En efecto, el iris verde claro estaba rodeado de un círculo rojo. —¿Cómo lo has conseguido?— preguntó Septimus con recelo.

—Tuve que hacer el inflama —explicó Jenna.

—Pero es mi dragón —dijo Septimus, molesto por no haber estado en un momento tan importante.

—Basta ya —dijo Marcia—. Da igual de quién sea el dragón. Seguidme.

Salieron del huerto. Escupefuego, al ver que su búsqueda desaparecía rápidamente, tragó la última manzana, soltó un eructo con olor a sidra y se apresuró a seguir a Septimus. Casi aplasta a la reina Etheldredda, pero, para desconsuelo de Snorri, evitó al dragón justo a tiempo y siguió acechando a Jenna.

Etheldredda no pensaba rendirse. Podía haber desperdiciado su oportunidad con la pistola, pero no fallaría, a partir de ahora seguiría a Jenna adondequiera que fuese. Tenía todo el tiempo del mundo y seguramente ya llegaría su oportunidad. Jenna sólo tenía que acercarse demasiado al borde de un parapeto, estar demasiado cerca de un caballo al galope, calentarse las manos en un fuego… y ella, Etheldredda, la legítima reina, estaría allí… preparada.

Mientras Jenna seguía a Marcia por el césped de Palacio, se estremeció y se frotó la nuca, que notaba extrañamente fría. Miró hacia atrás, pero no vio nada.

Marcia se detuvo en mitad de la hierba, entre el Palacio y el río.

—Lo haremos allí —anunció—. Septimus, necesito fuego… ya.

—Yo no sé cómo hacerlo —respondió Septimus un poco malhumorado.

—Yo te enseñaré, Sep —dijo Jenna, sacando la caja del copiloto del bolsillo de su túnica.

La abrió y ofreció a Septimus el inflama. Septimus no parecía impresionado, pero sacó el trocito de piel de dragón y lo examinó detenidamente.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó—. ¿Sólo inflama?

Jenna asintió.

—¿Estás segura de que no te olvidas nada, Jenna?

Jenna suspiró.

—Por supuesto que estoy segura —contestó, reprimiendo otro escalofrío—. Sabes que lo hice.

Septimus no parecía convencido, pero respiró hondo, miró a Spit Fyre, y dijo en voz alta:

—¡Inflama!

Lleno de combustible —el estómago de fuego del dragón aún estaba incómodamente lleno del rebaño sagrado de Sarn—, Escupefuego se alegró de complacerles. En lo más profundo de su estómago de fuego empezó un rugido; creció y creció, sacudiendo el suelo y llenando el aire de graves y turbadoras reverberaciones, mientras los gases crecían hasta alcanzar una presión insoportable, y se abrió la válvula de fuego. Con una prisa que sorprendió a Escupefuego tanto como al resto, los gases salieron disparados de las narices del dragón, golpearon el aire y produjeron un rugiente chorro de llamaradas.

Todo el mundo retrocedió de un salto. La reina Etheldredda se frotó las manos de alegría; no esperaba que la oportunidad se presentase tan pronto. ¿Qué podía ser mejor que un empujoncito hacia la línea de fuego de un dragón? Nadie podría salvar a Jenna a tiempo. No con aquellas llamaradas. ¿Quién iba a pensar que la entrometida Marcia Overstrand tendría la amabilidad de brindarle una oportunidad tan pronto? Etheldredda acechaba, esperando impaciente a que Jenna se acercara un poco más, lo bastante para darle un empujoncito…

Muy lejos, a través del tiempo, Snorri estaba desesperada. Vio a Etheldredda, vio el fuego y llamó a Ullr, pero el gato anaranjado, que aún estaba aturdido, no hizo nada.

—¡Mantén el fuego, Septimus! —gritó Marcia por encima del rugido de los gases y las llamas—. Y ahora vamos a por la hoguera. Atrás todo el mundo.

Una vez más la neblina mágica rodeó a Marcia. Cuando la maga extraordinaria estuvo segura de que su Magia se había completado y estaba totalmente protegida, se acercó a Escupefuego, cuyo fuego aún salía por sus narices. El dragón la miró con recelo a través de sus ojos con anillos rojos, pero no se movió. Luego, para sorpresa de Septimus y Jenna, Marcia introdujo la mano en el chorro de llamas y cogió un puñado de fuego. Lo amasó en sus manos hasta que pareció una gran pelota de masa roja intensa, la arrojó al aire y recitó:

Puro fuego

arde luego,

haz candela,

una auténtica hoguera.

El puñado de fuego de Marcia explotó en una gran bola incandescente. Con intensa concentración, Marcia guió la rugiente bola de fuego hasta que estuvo a pocos centímetros del suelo. Allí se sostuvo en el aire, ardiendo con una brillante llama anaranjada cuyo centro era púrpura intenso, proyectando largas sombras danzarinas en el césped. La hoguera estaba preparada.

Escupefuego, con el estómago de fuego agotado, cesó su propio fuego. Mientras el rugido de la hoguera se asentaba, Septimus y Jenna se acercaron a las llamas para observar a Marcia emprender la segunda parte de su plan: la captura. Invisibles para todos, incluso para Alther —que estaba demasiado conmovido con su Alice para darse cuenta—, los afilados rasgos de Etheldredda se iluminaron de emoción. Jenna estaba una vez más a un empujón de distancia del fuego. Etheldredda se puso detrás de Jenna, con su despiadada mano a menos de un dedo de distancia de la espalda de Jenna, esperando el momento adecuado para el empujón final.

Sólo Snorri veía el peligro. «Ullr no me oye —le dijo a Nicko—. Pero tal vez hay una última cosa… No sé si puedo hacerla, pero tengo que probarlo». Y entonces Snorri hizo algo que nunca antes se había atrevido a hacer. Convocó a un espíritu a través del tiempo. En la taberna El Agujero de la Muralla, el desconcertado fantasma de Olaf Snorrelssen, sintió cómo lo levantaban, lo arrastraban a través de la congregación de fantasmas y, rompiendo todas las reglas de la fantasmez, volaba hacia el Palacio. Snorri vio a su padre por primera vez en su vida.

Ahora, decidió Etheldredda, era el momento de enviar a Jenna a las llamas. Ahora. Etheldredda extendió las manos y Olaf Snorrelssen le cogió las muñecas. No sabía por qué, pero tuvo que hacerlo.

—¡Quítame las manos de encima, vil zopenco! —gritó ella.

Nada le habría gustado más a Olaf Snorrelssen que soltar al afilado y huesudo espíritu, pero no podía. Algo se lo impedía. Jenna notó un extraño picor en la nuca. De nuevo se dio media vuelta, pero no vio nada de la batalla que libraban por ella los dos fantasmas. A pesar del calor de las llamas, se estremeció y se dio la vuelta para mirar a Marcia.

Ahora Marcia estaba enfrascada en la captura. A través de la luz púrpura de las llamas y la neblina mágica, Jenna veía el retrato de la reina Etheldredda y el Aie-Aie salir de las paredes de la torreta. Marcia lo pescó como a un pez protestón, que daba vueltas, aleteaba y se sacudía, y lo arrastró inexorablemente hacia la hoguera.

Etheldredda lo vio y, sabiendo exactamente lo que se avecinaba, redobló sus esfuerzos por liberarse de Olaf Snorrelssen. Si se tenía que ir a la hoguera, no se iría sola, se llevaría a Jenna consigo. Pero Olaf Snorrelssen, que había sido fuerte y fibroso en vida, agarró los brazos de la reina Etheldredda y ni por un momento le ofreció la oportunidad de dar a Jenna el empujón que ansiaba.

Ahora el retrato estaba encima de las llamas, resistiéndose hasta el final. La neblina púrpura se intensificó alrededor de Marcia y, de repente, un inesperado estruendo resonó en las paredes de Palacio: Marcia había ganado. El retrato cedió y con un rugido de llamas fue atraído hacia la hoguera. Explotó en una abrasadora llamarada negra. Con un alarido terrible, Etheldredda lo acompañó y fue consumida por el fuego.

Etheldredda, la Horrible, ya no existía.

Snorri sonrió aliviada. A regañadientes, pues le habría gustado haber visto a su padre durante más tiempo, dejó que Olaf Snorrelssen regresara a la seguridad de la taberna El Agujero de la Muralla, donde se sentó desconcertado durante varias horas, con la cerveza entre las manos y preguntándose por qué tenía en su cabeza aquella viva imagen de una joven que se parecía tanto a su querida Alfrún.

Pero la captura no estaba acabada. Una pequeña mota apareció en el cielo por encima de Palacio y un terrible gemido atravesó el aire: «¡Aie aie aie aie!». Retorciéndose y resistiéndose, agitando la cola de serpiente y con los ojos rojos como platos saliéndosele de las órbitas por el pánico, el Aie-Aie se precipitó hacia la hoguera y, con un grito terrible, se unió a su ama en las llamas.

En lo hondo de la hoguera algo estaba ocurriendo. Un intenso fulgor dorado se podía ver en el centro de las llamas púrpura. Embelesados, Jenna y Septimus observaron hasta que fue tan brillante que ninguno de los dos pudo seguir mirando. Cuando se apartaron, algo salió rodando del fuego. Aterrizó en la hierba con un golpe seco y, para su sorpresa, vieron la corona de Etheldredda saltando por la hierba chamuscada y rodando cuesta abajo hacia el río. Jenna corrió tras ella, intentó agarrarla, pero falló y la corona cayó al río dejando una gran estela. Jenna se arrojó al suelo, metió las manos en el fresco río y logró coger la corona cuando se hundía lentamente en el lecho del río.

Triunfante y goteando, sosteniendo la verdadera corona en sus manos por primera vez, Jenna fue a sentarse junto a Silas, Alther y Alice, que yacía pálida y tranquila en el embarcadero. Con la corona en las manos, que le resultaba sorprendentemente pesada, Jenna murmuró:

—Gracias, Alice. Gracias por salvarme. Siempre pensaré en ti cuando me ciña esta corona.

—Alice hizo algo maravilloso —dijo Silas aún conmovido por lo que había ocurrido—. Pero, ejem, tal vez sea mejor no contárselo todo a tu madre, al menos por el momento.

—Lo descubrirá muy pronto, Silas —dijo Alther—. Por la mañana todo el Castillo lo sabrá.

—Eso es lo que me preocupa —dijo Silas tristemente. Luego sonrió a Jenna—. Pero ahora ya estás a salvo, eso es lo que importa.

Jenna no dijo nada. De repente supo cómo se sentía Silas. No podía contárselo ahora. No podía hablarle de Nicko, aún no.

Marcia cesó la hoguera. El extraño fulgor púrpura de las llamas cedió y el crepúsculo empezó a ocupar su lugar. Marcia, Septimus y Escupefuego se unieron al sombrío grupo del embarcadero. Marcia se quitó la pesada capa de invierno con su forro de piel añil, la dobló y la colocó con cuidado bajo la cabeza de Alice.

—¿Cómo estás, Alther? —preguntó.

Alther sacudió la cabeza y no respondió.

Jenna se sentó en silencio y contempló su corona. A pesar de haber pasado años sobre la cabeza desaprobadora de la reina Etheldredda, la auténtica corona se sentía bien en sus manos… y, mientras Jenna la sostenía, el último rayo del sol poniente tocó el oro puro y la corona resplandeció como nunca lo había hecho cuando estaba en la enojada cabeza de la reina Etheldredda.

—Ahora es tuya —dijo Marcia—. Tienes la verdadera corona… la que Etheldredda robó a sus descendientes.

La noche cayó y, sin que nadie lo notara, la negra punta de la cola del Ullr diurno se esparció lentamente por el naranja y se transformó en la criatura que realmente era. El Ullr Nocturno se sentó como la esfinge, con sus ojos verdes viendo sólo lo que Snorri le pedía ver.

Muy lejos, en otra época, Snorri Snorrelssen vio a Jenna sujetando la corona y supo que todo estaba bien. Liberó a Ullr. «Ve, Ullr —le susurró—. Ve con Jenna hasta el día en que yo vuelva».

El Ullr Nocturno se levantó, salió de las sombras y ocupó su lugar al lado de Jenna.

—Hola, Ullr, bienvenido —sonrió Jenna, acariciando a la pantera y rascándole las orejas—. Ven conmigo, hay algo que quiero hacer.

Mientras el reloj de Palacio daba la medianoche y la luz de ciento una velas iluminaba la noche —Jenna había colocado una en cada ventana de Palacio—, todos se encontraban en el embarcadero y se despedían de Alice, a la que habían colocado en su barco a modo de despedida y se alejaba lentamente. Alther se sentaba en silencio junto al nuevo fantasma de Alice Nettles, como seguiría haciendo durante un año y un día en aquel mismo lugar, pues, según las reglas de la fantasmez, los fantasmas deben pasar un año y un día en el mismo lugar donde se convirtieron en fantasmas, y Alther no tenía intención de dejar a Alice sola.

—Bueno —suspiró Marcia, mientras el barco de la despedida de Alice desaparecía en la noche, emprendiendo su largo viaje al más allá—. ¡Vaya día…! Espero que no hayas planeado nada tan emocionante para mañana, Septimus.

Septimus sacudió la cabeza. No era del todo verdad; había planeado algo emocionante, pero se imaginaba que precisamente en aquel momento Marcia no sabría apreciar que le contara los detalles de cómo pensaba salvar a Marcellus Pye de su destino peor que la muerte y recuperar su amuleto de volar.

Sin complicarse la vida, sonrió a Marcia.