El envío
L as sombras se alargaban sobre los prados y Jenna seguía dormida, acurrucada bajo las mantas. A lo lejos, Alther y Alice, que habían ido al Palacio a buscar a Silas y a Sarah Heap y no habían encontrado a ninguno de los dos, se sentaban juntos en el césped, mirando el río a lo lejos y charlando tranquilamente.
Al otro lado de Palacio, Marcia y Septimus andaban rápidamente por el camino, seguidos de cerca por Escupefuego. Septimus envió a Escupefuego a ver a Jenna para que pudiera deshacer la búsqueda. Escupefuego seguía cada paso que daba y empezaba a ser muy molesto.
—Lo que no entiendo, Septimus —estaba diciendo Marcia—, es cómo un fantasma parecido a una rata…
—Es un Aie-Aie —le corrigió Septimus—. Escupefuego, por favor, no me eches el aliento en la nuca así.
—Aie-Aie, rata, elefante, lo que sea no importa… la cuestión es que sigue siendo un fantasma. Y los fantasmas no muerden. Vale que a veces provocan que una ventana se abra o una puerta se cierre de un portazo, pero no muerden. ¡Cuidado con mi capa, dragón idiota!
—¡Aaay! Eso era mi talón, Escupefuego. Lo sé, pero no es sólo un fantasma, es un espíritu sustancial.
—Eso no existe, Septimus —dijo Marcia—. Has estado leyendo el Almanaque de Apariciones de las Brujas otra vez, ¿verdad?
—No. Sé que es un espíritu sustancial porque Marcellus Pye dijo…
—Empiezo a estar un poco harta de oír lo que dijo ese Marcellus —soltó Marcia.
—Pero, mira, el Aie-Aie bebió lo mismo que Etheldredda. Era la tintura que hizo Marcellus… —Marcia dejó escapar un fuerte suspiro al oír el nombre de Marcellus, pero no dijo nada.
Septimus continuó.
—Iba a beberlo él, pero aún no estaba acabado y entonces Etheldredda se lo quitó y se lo bebió. Marcellus estaba realmente hundido. Y luego, Etheldredda cogió a Jen y se la llevó al río, pero había hielo y ella, Etheldredda, se cayó y se ahogó, lo cual tenía bien merecido; entonces Marcellus dijo que iba a encantar al fantasma en su retrato oficial y sellarlo en una habitación, pues sabía que se convertiría en un espíritu sustancial y que pronto sería lo mismo que si estuviera viva, salvo que podría vivir eternamente, que es lo que planeaba y…
—¡Basta! —dijo Marcia—. Me va a dar otro dolor de cabeza.
—Así que el Aie-Aie es también un espíritu sustancial y por eso muerde a la gente. —Septimus habló de carrerilla antes de que Marcia pudiera acallarlo.
Para entonces habían llegado al puentecito de madera que cruzaba el Foso de Palacio.
Marcia se detuvo un momento para aclarar sus ideas. A pesar de dar la impresión de lo contrario, había oído todo lo que Septimus había dicho.
—Así que, ¿quién sabe de lo que es capaz el espíritu sustancial de Etheldredda ahora? —murmuró—. Tenemos que sellarla enseguida, Septimus.
El puente de madera sobre el Foso de Palacio se balanceó de modo muy alarmante bajo el gran peso de Escupefuego cuando se acercaron a las puertas de Palacio. Hildegarde, la submaga que estaba de guardia en la puerta, parecía preocupada.
—Silas Heap, por favor, Hildegarde —le espetó Marcia—. De inmediato.
—Creo que está en el desván, señora Marcia —dijo Hildegarde mirando a Escupefuego con cautela.
A Hildegarde no le gustaban demasiado los reptiles y el Palacio ya tenía bastantes para su gusto, con las tortugas mordedoras del Foso y las lagartijas de césped de Billy Pot.
—Bien —dijo Marcia—. Quizás esté haciendo algo bien por una vez, aunque lo dudo. —Para alivio de Hildegarde, Marcia se volvió hacia Septimus y dijo—: Septimus, no metas este dragón aquí dentro. Llévalo a la parte trasera. Estoy segura de que el señor Pot estará agradecido de que haga más contribuciones.
Dicho lo cual, Marcia se internó en las sombras del Largo Paseo, donde se oyó un fuerte ruido al chocar con el limpiador de Palacio y volcar su cubo.
Mientras Marcia le decía al infortunado limpiador dónde se podía meter el cubo en el futuro, Septimus tomó el sendero que rodeaba el Palacio hasta la parte trasera, con Escupefuego trotando detrás de él como si estuviera atado por un trozo muy corto de una cuerda invisible.
Después de perderse varias veces, Marcia llegó por fin al desván. A punto para sorprender una discusión.
—Mira, Gringe. No me hagas responsable de que no puedas controlar tus Patifichas. Mi chutador nunca habría chutado nada fuera del tablero.
—Ha sido tu chutador —refunfuñó Silas—. El mío estaba ocupándose de sus asuntos y de repente ha salido volando por la habitación. No sé dónde está.
—No sé adónde ha ido ninguno de ellos —dijo Silas, muy malhumorado, poniéndose a gatear para buscar entre las tablas del suelo—. Probablemente nunca los volvamos a ver.
—Silas Heap, ¿qué estás haciendo? —La voz de Marcia resonaba mientras avanzaba por el desván largo y vacío hacia los jugadores de Patifichas que estaban en el fondo.
Silas se puso en pie con sentimiento de culpa y se golpeó la cabeza con una viga baja.
—¡Aaay!
Al ver acercarse a la maga extraordinaria, con la capa ondeando tras ella, echando chispas por los ojos y una expresión de ira en su cara, Gringe palideció.
—Acabamos de dejar el cuadro en su sitio —dijo—. De veras.
—De veras no es una expresión que asocie contigo, Gringe —le espetó Marcia, un pelín injustamente.
—No te sulfures, Marcia —dijo Silas—. Lo estamos haciendo. No veo a qué viene tanto alboroto.
—Por eso, Silas Heap, eres sólo un mago ordinario. Esta habitación estaba sellada por un motivo: para mantener el fantasma de la reina Etheldredda sellado dentro… y su asquerosa mascota, sea lo que sea, que ha estado corriendo por el Castillo mordiendo a la gente y propagando la Plaga.
—¡Oh, venga ya, Marcia! —objetó Silas—. No me puedes culpar también de la Plaga.
—Tú la dejaste escapar, Silas. Nadie más lo hizo. No es casualidad que desde que tú desellaras estúpidamente ese retrato suframos la Plaga, y lo que es peor, a la reina Etheldredda campando a sus anchas.
—Es sólo un fantasma, Marcia —protestó Silas—. No hay que armar tanto alboroto por eso. Hay montones de fantasmas por aquí, y algunos de ellos son un auténtico quebradero de cabeza, mucho peores que ella. Quiero decir que está ese que da esos irritantes silbidos, y ese otro que…
—Cállate, Silas. Etheldredda no es un fantasma corriente. Es peligrosa, Silas. Fue su hijo quien la selló… su propio hijo, ni más ni menos… quién sabe de lo que es capaz.
—¿Qué quieres decir con «de lo que es capaz»? —preguntó Silas, con un mal presentimiento sobre todo aquel asunto.
—Asesinó a sus propias hijas, las princesas. Las legítimas herederas del Castillo. Y ahora anda suelta por aquí, en nuestra época, e intenta hacer lo mismo.
—¿Qué? —preguntó Silas—. ¿Te refieres a… Jenna?
—Precisamente eso. Y ahora Jenna ha vuelto…
—¡Jenna ha vuelto! —exclamó Silas—. ¿Está bien?
—Por el momento. Ella y Septimus están…
—Septimus. Así que es cierto, ¿ambos están sanos y salvos? —Silas sintió como si le quitasen un peso de encima. De repente le desaparecieron las ganas de discutir con Marcia—. Entonces, démonos la mano, Marcia —añadió—: Sellaremos ese cuadro en un santiamén, ¿verdad, Gringe?
Gringe se encogió de hombros. En lo que al él le concernía, aquello era otra partida de Patifichas que acababa antes de tiempo por culpa de Silas Heap.
Mientras el retrato era trasladado despacio desde el desván, la barcaza real de la reina Etheldredda atravesaba el bloqueo contra la Plaga por debajo de la Roca del Cuervo. Los pescadores que tripulaban los barcos del bloqueo se estremecieron cuando una brisa helada sopló a través de las jarcias de los barcos e hizo que los cabos canturreasen de una manera inquietante. La reina Etheldredda se sentaba sola en su asiento fantasmal; el Aie-Aie estaba merodeando por el Manuscriptorium, esperando morder a unos tiernos escribas cuando salieran del trabajo. Mientras la barcaza real superaba el bloqueo y se dirigía río arriba hacia el embarcadero de Palacio, la sonrisa en los finos labios de la reina Etheldredda se hizo más amplia, pues en sus manos guardaba la pistola de plata de Jenna.
Y había cargado la pistola de plata con la bala que llevaba el nombre de Jenna: P. N., «princesa niña».
Arriba, en el desván, el retrato de la reina Etheldredda no dejaba de incordiar. Silas estaba seguro de que le había mordido, y Gringe tenía los brazos como si se los hubiera pellizcado un gran cangrejo mientras cruzaban el largo desván hacia la habitación desellada. A medio camino, Gringe dio un grito y soltó el cuadro. Aterrizó en el dedo gordo del pie de Silas, y Marcia acabó perdiendo la poca paciencia que le quedaba.
—¡Apartaos! —gritó—. Lo enviaré a la habitación.
Silas estaba horrorizado.
—No puedes hacer eso. No sabes dónde acabará.
—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo, Silas Heap —le espetó Marcia—. Irá a donde yo lo envíe.
—No confíes en ello, Marcia —murmuró Silas.
Marcia no respondió. Ya estaba reuniendo la magia que necesitaba para el envío, y necesitaba mucha. Silas observó cómo aparecía la neblina mágica, una parpadeante niebla púrpura, alrededor de Marcia, que costaba ver dónde acababa Marcia y dónde empezaba el desván. Gringe sólo observaba boquiabierto mientras Marcia, mirando fijamente el retrato, empezaba a recitar lentamente:
Ve a donde te envío
y hasta que llegues no te detengas ni digas ni pío,
quédate donde te digo,
fíjate en esto y fíjate bien:
¡a tu habitación ve sin más retén!
Enseguida Marcia tuvo la horrible sensación de que había hecho algo mal. Las sabias palabras de Alther resonaron en su cabeza: «Sé concreta, Marcia, di exactamente lo que quieres», pero ya era demasiado tarde. La neblina mágica envolvió el retrato como se pretendía. El retrato de la reina Etheldredda se levantó, como se pretendía. Luego salió disparado por la ventana, como está claro que no se pretendía.
Marcia se asomó a la ventana para ver lo que había ocurrido. Vio el retrato volar por los aires y desaparecer en la pared de la torreta, directamente en la Habitación de la Reina.
Marcia esperó el sarcástico comentario de Silas, pero no llegó. Silas se había ido.
Una barcaza fantasma no hace ruido, de modo que cuando se acercó al embarcadero de Palacio, Jenna no oyó nada. Jenna dormía plácidamente, pero el patito se despertó. Había algo en el aire que le recordó un lugar horrible, un lugar que olía a naranjas.
En una época lejana, Snorri Snorrelssen, que ya no estaba sola, se sentaba en la Grada de la Serpiente con Nicko Heap y observaba fluir el agua. Con la mirada perdida en el foso, una vez más Snorri vio a través de los ojos de Ullr. Vio la barcaza real descansar en el embarcadero. Vio a la reina Etheldredda ponerse en pie, pistola en mano, y vio el resplandor del sol invernal arrancar un destello a la pulida plata del arma, mientras Etheldredda levantaba la pistola y apuntaba a la durmiente Jenna.
Aunque los separaban quinientos años, Ullr seguía siendo el gato de Snorri, y aún hacía lo que su ama le pedía. Por eso, de repente, Ullr cobró vida y se lanzó hacia el fantasma. Sin embargo, esta vez, Etheldredda, que era más sustancial, lo rechazó y golpeó al pequeño gato anaranjado con la pistola. Ullr cayó al suelo, pero no antes de despertar a Jenna con su gemido.
Jenna se sentó sobresaltada, aún muy dormida. No entendía lo que veía: Ullr aterrizaba en el embarcadero y un pato desplumado corría en círculos, piando como un pequeño despertador.
En los prados contiguos a Palacio, Alice oyó el gemido de Ullr y vio el destello del sol en la pistola de plata.
—¡Qué raro! —le dijo a Alther, que estaba dormitando—. Algo está ocurriendo abajo, en el embarcadero.
Alther abrió los ojos y vio lo que Alice no podía ver. Presa del pánico, el fantasma voló por los prados hacia el río.
—¡Alther! —dijo Alice, persiguiéndolo a toda velocidad—. Alther, ¿qué ocurre?
Mientras la reina Etheldredda salía con cuidado de la barcaza real, Jenna notó que un frío la envolvía y, como si le hubieran tirado un cubo de agua fría, repentinamente se le aclaró la cabeza. Había una pistola en el aire. Su pistola. La que el cazador había usado para cazarla. La que tía Zelda le guardaba. Entonces, ¿qué estaba haciendo apuntándola a ella?
La reina Etheldredda levantó la pistola de plata y apuntó a Jenna justo cuando Alther llegó como un torbellino.
—¡Corre! —gritó a Jenna.
Alther se lanzó contra Etheldredda, pero ella atravesó a Alther como un cuchillo la mantequilla. Alther se cayó, derribado por la maldad del espíritu sustancial.
Jenna vaciló.
Etheldredda apretó el gatillo.
Se oyó el fuerte disparo de la pistola, Alice Nettles se arrojó hacia Jenna, y la bala de plata dio en el blanco.
La bala entró en el corazón de Alice, y allí se quedó. Una pequeña bala con las letras P. N. grabadas en el metal. Alice Nettles —a la que su madre, Betty Pot, llamó Nona al nacer—, fue criada por su tía, Mary Nettles, a la que siempre le gustó el nombre de Alice. Pero no hay modo de engañar a una bala de plata.