47

Ratas de palacio

H ildegarde hacía guardia en la puerta de Palacio cuando llegó Gringe, sin aliento y hecho polvo.

—Vengo por un importante asunto de parte de la extraordinaria —dijo Gringe resoplando—. Necesito ver a Silas Heap.

—Me temo que nadie sabe dónde está, señor Gringe —se disculpó Hildegarde—. La princesa estuvo buscándolo antes y no logró encontrarlo.

—Estará con las Patifichas, señorita. Arriba en el desván.

Hildegarde sonrió a Gringe.

—Bueno, si quiere entrar a buscar al señor Gringe, es usted bienvenido, buena suerte.

—Gracias, señorita.

Gringe, aún un poco sobrecogido en Palacio, se apresuró y desapareció en las sombras del Largo Paseo. Minutos más tarde descorrió una andrajosa cortina que colgaba en una oscura hornacina y subió por un largo tramo de escaleras polvorientas que llevaban al desván. Al llegar arriba, Gringe abrió la chirriante puerta y se asomó para echar un vistazo; en el extremo final del largo y luminoso espacio abuhardillado vio la luz parpadeante de una vela. Silas Heap estaba exactamente donde Gringe esperaba encontrarlo: en la habitación desellada cuidando a su colonia de Patifichas.

Las Patifichas estaban bien, y cuando Gringe se acercó, Silas levantó la mirada, contento de ver a su amigo.

—Mira este pequeño colega, Gringe. Va a ser un perfecto zapador. Lo estoy entrenando, lo estoy acostumbrando a avanzar esquivando cosas. Míralo en acción.

—Sí, muy bonito, Silas. Estoy seguro, pero no he venido a ver tus preciosas Patifichas.

Silas no respondió. Estaba a gatas, buscando recovecos bajo las tablas del suelo.

—¡Maldición, se ha ido! Ha hecho un túnel.

—Sí, bueno, ése es el problema con los zapadores, Silas. Ahora escúchame bien, la extraordinaria ha venido a buscarme y he tenido que dejar a ese inútil chico del puente en la puerta… y la señora Gringe se hará unas ligas con mis tripas cuando descubra que he salido, sin duda… pero tenemos que volver a dejar ese cuadro donde lo encontramos y volver a sellar la habitación. Volando.

—¿De qué estás hablando, Gringe? ¿Qué cuadro? Chico, ven, vamos, chico, eso es… ¡oh, se ha ido otra vez! ¡Maldición!

—El retrato de la loca pajarraca de la corona. Con la nariz puntiaguda y la mirada que daba miedo.

—No pienso volver a poner esa cosa aquí, altera a las Patifichas. Puede estar en cualquier otro lugar del desván si no quieren que esté abajo.

Gringe sacudió la cabeza.

—Tiene que volver aquí, Silas, volver a donde estaba. Y tienes que sellarla como estaba antes. Es cuestión de vida o muerte, lo dijo tu chico.

Silas levantó la vista. Ahora Gringe disfrutaba de toda su atención.

—¿Qué chico? —preguntó, sin apenas atreverse a albergar esperanzas.

—Tu chico aprendiz. Septimus.

—¿Septimus? ¿Cuándo ha dicho eso?

—Hace una media hora. Estaba con la extraordinaria. Tiene unos ojos que dan miedo, ¿verdad?

Silas se puso en pie, levantando una nube de polvo.

—Ha vuelto… ¡Septimus ha vuelto! ¿Se encuentra bien, Gringe?

Gringe se encogió de hombros.

—A mí me pareció que estaba bien. Un poco escuálido, supongo.

—Y Jenna, ¿también ha vuelto?

—No lo sé, Silas, ¿cómo voy a saberlo? A mí nadie me dice nada… salvo que cambie cuadros de sitio o me encerrarán en el calabozo —dijo Gringe, gruñón.

—Tengo que ir a la Torre del Mago a verlo —dijo Silas, que se recogió la túnica de mago ordinario y, sosteniendo la vela en alto, se encaminó hacia la pequeña puerta que estaba en el fondo del desván.

—No está allí —dijo Gringe, corriendo detrás de él—. Ha ido al hospital. Ha encontrado una cura para la Plaga o algo así. Silas, tenemos que hacer lo que nos dicen con el retrato o nos meteremos en líos.

Silas no hizo caso a Gringe. Salió pitando, tambaleándose en el suelo irregular, sorteando las tablas rotas y podridas. De repente, Gringe dijo algo que Silas no le había oído decir nunca.

—Tienes que encargarte de ese retrato, Silas… por favor.

Silas se detuvo.

—¿Qué has dicho, Gringe?

—Ya lo has oído.

—Bueno, debe de ser grave. Muy bien, vamos, Gringe. Colgaremos el retrato.

Les costó mucho quitar el retrato de Etheldredda de la pared. A Silas le daba la impresión de que el retrato tenía ideas propias y no quería que lo trasladasen. Al final, con un fuerte empujón que lo lanzó volando a él también, Gringe sacó el retrato de la pared, junto con una gran masa de yeso y el clavo del cuadro. Luego, en medio de lo que Sarah Heap llamaba «lenguaje», Silas y Gringe emprendieron la peculiar tarea de transportar el desaprobador retrato por la escalera del desván.

—Crees que esta cosa tiene brazos —murmuró Gringe después de apretujarse en un rincón particularmente estrecho—. Parece como si se agarrase a la barandilla.

—¡Aaay! —se quejó Silas de repente—. Deja de darme patadas en las espinillas, Gringe. Eso duele.

—Yo no he sido, Silas. Por cierto… ¡aaay!… Deja tú de darme patadas en los tobillos.

—No seas tonto, Gringe. Tengo cosas mejores que hacer que darte patadas en tus regordetes tobillitos. ¡Oye! Eso era mi rodilla. Hazlo otra vez, Gringe, y te…

—¿Y me qué, Silas Heap? ¿Eh, eh?

Silas y Gringe estaban magullados y amoratados y a punto de llegar a las manos cuando alcanzaron el descansillo de la puerta del desván. Inclinaron el retrato contra la pared y se miraron, mientras el retrato los miraba a ellos.

—Es ella, ¿verdad? —murmuró Gringe al cabo de un rato—. No sé cómo lo hace, pero es ella la que nos ha estado dando patadas.

—No me sorprendería —dijo Silas, aceptando la oferta de paz de Gringe—. Vamos, Gringe, descansemos, ya lo haremos más tarde. ¿Te apetece una partida de Patifichas?

—¿Versión Deluxe? —preguntó Gringe.

—Versión Deluxe —coincidió Silas.

—¿Sin minicocodrilos?

—Sin minicocodrilos.

En el piso de abajo, Jenna y sir Hereward oían golpes y trompazos por encima de sus cabezas. Jenna había regresado a Palacio y, como no podía encontrar ni a Silas ni a Sarah, había ido a ver a sir Hereward. Él estaba en su puesto habitual, medio oculto en las sombras, reclinado contra un largo tapiz que colgaba junto a las puertas.

—Buenos días, bella princesa. Las ratas de Palacio son cada vez más audaces, digo yo —dijo el caballero, señalando el techo con su espada rota, donde, inmediatamente por encima de ellos, Silas había metido el pie entre dos tablas de madera podridas.

Sir Hereward miró a Jenna como si buscara una respuesta a algo que le inquietaba.

—¿Habéis vuelto sana y salva después de vuestra ausencia? —preguntó—. Pues recuerdo que no estuvisteis aquí anoche ni anteanoche… dos largas noches, en realidad, pues nadie sabía dónde estabais. Me alegro de veros, y con una alfombra anaranjada como recuerdo de vuestro viaje. ¡Qué bonita es!

—Es un gato, sir Hereward —dijo Jenna, levantando un poco a Ullr para que lo viera el caballero.

Sir Hereward observó el retazo de piel anaranjada. Ullr miraba con expresión ausente al fantasma, al que había visto hacía sólo quinientos años atrás.

—Es un pobre gatito —observó el caballero.

—Lo sé —dijo Jenna—. Es como si ya no estuviera aquí.

—Tal vez vuestro gato tenga la Plaga —dijo sir Hereward.

Jenna sacudió la cabeza.

—Creo que echa de menos a alguien —explicó—. Lo mismo que me sucede a mí.

—¡Ah!, estáis extrañamente melancólica esta mañana, princesa, pero aquí hay algo que os levantará el ánimo. ¿Cuál es la diferencia entre un elefante y una mandarina?

—Uno es grande y gris y tiene trompa, y la otra es pequeña y anaranjada.

—¡Oh! —sir Hereward parecía alicaído.

—Sólo bromeaba. No lo sé, ¿cuál es la diferencia entre un elefante y una mandarina?

—Bueno, entonces no os enviaré a hacer la compra. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja! Sir Hereward… vos sabéis adónde he ido, ¿verdad?

El caballero parecía no tener ganas de responder. Bajó la espada a sus pies y jugueteó con una placa suelta de la armadura.

—Sólo vos sabéis eso, princesa. ¿Dónde?, os ruego que me lo contéis.

—Estuve aquí, sir Hereward. Y vos también.

—¡Ah!

—Estuve aquí quinientos años atrás.

Sir Hereward, que era un viejo fantasma casi transparente, por poco desapareció. Pero se recuperó lo bastante para decir:

—Y habéis vuelto, sana y salva. Y sólo habéis estado fuera dos días. Es una maravilla, princesa Jenna, me quitáis un peso de encima. Desde que me dijisteis que os llamabais Jenna, me preocupaba que un día desaparecierais y nunca volviéramos a veros.

—Nunca me lo dijisteis.

—Pensé que no era algo que quisierais saber, princesa. Es mejor no saber lo que nos deparará el futuro.

Jenna pensó en Marcellus Pye, que sabía que tendría que pasar al menos quinientos fríos y oscuros años solo en el Camino Viejo, y asintió.

—Tengo algunas preguntas que haceros sobre lo que sucedió en el pasado, sir Hereward.

—De una en una, princesa. Ahora soy un fantasma viejo y mi memoria se cansa con facilidad.

—Entonces hoy sólo os haré una: ¿regresó Hugo sano y salvo a casa?

Sir Hereward parecía perplejo.

—¿Hugo? —preguntó.

—Os acordáis de Hugo —dijo Jenna—. Estaba con nosotros. Bueno, con Septimus, en realidad. Llevaba un uniforme de criado de Palacio que le venía muy grande.

Sir Hereward sonrió.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo de Hugo! Su madre estuvo muy feliz al verlo.

—Me alegro. Hugo era un encanto.

—Sí. Más tarde se convirtió en un gran físico. Siempre dijo que gracias al joven Septimus Heap. Pero no voy a causaros más demora. Estaréis deseando ir a vuestra cámara a descansar.

Jenna sacudió la cabeza, aún tenía fresco el recuerdo de las princesitas llorando detrás de los paneles de madera.

—No, aún no, gracias, sir Hereward. Voy a sentarme un rato junto al río.

El sol del otoño había calentado las viejas planchas del embarcadero y Jenna —cómodamente colocada contra el viento para resguardarse de los montículos de caca de dragón de Billy Pot— se sentaba con Ullr en el regazo y los pies colgando en el agua sorprendentemente templada del manso río. Junto a ella había un platillo blanco y azul de maíz molido, y un pequeño pato desplumado picoteaba el maíz. Mientras Jenna observaba el maíz desaparecer rápidamente engullido por el patito, se le cerraron los ojos y no se pudo resistir a las mantas y el almohadón que había cogido de la sala de estar de Sarah Heap.

Por eso, cuando la lancha de la jefa de Aduanas atracó en el embarcadero de Palacio, Alice Nettles y Alther Mella encontraron un montón de mantas de ganchillo que respiraban rítmicamente junto a un gato anaranjado con la punta de la cola negra y un pequeño patito regordete durmiendo encima.

—¡Es Jenna! —exclamó Alice, reconociendo el cabello oscuro de Jenna y la diadema de oro—. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

—¿Estás segura? —preguntó el fantasma, que apenas se atrevía a creerlo.

Alther y Alice habían ido a Palacio a dar las terribles noticias de la desaparición de Jenna y Nicko a sus padres. Alther estaba dispuesto a ir él solo, pero Alice había insistido en ir con él, así que había seguido la lancha de Aduanas en su largo viaje río arriba, sin dejar de temer el momento de enfrentarse a lo que tenía que decir.

—Compruébalo tú mismo —sonrió Alice—. Está profundamente dormida.

Con cuidado, Alther retiró las mantas de la cara de Jenna y lo vio él mismo. Jenna se movió ante la cariñosa caricia del fantasma, pero siguió durmiendo, pues estaba agotada.

—Será mejor dejarla dormir —dijo Alice—. Es una tarde calurosa y no le hará ningún daño.

—Qué patos más raros hay por aquí —dijo Alther mientras él y Alice cruzaban los prados iluminados por el sol hacia el Palacio—. Debe de ser una nueva raza, supongo.