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El arcón de Físika

—Y otra cosa, Septimus —dijo Marcia, con tanta severidad como pudo mientras miraban a Catchpole manejando torpemente una palanca, para intentar levantar una polvorienta tablilla del suelo del armario de las escobas—. No vas a volver a salir de noche sólo nunca más.

—¿Qué? ¿Nunca? —Septimus levantó la vista, vio la sonrisa en los ojos de Marcia y se arriesgó a replicar—: Ni siquiera cuando sea viejo, viejo de verdad… ¿cuándo tenga treinta años?

—No, mientras seas mi aprendiz no… ¡Oh, por el amor de Dios, Catchpole, deme la palanca, yo lo haré!…, y no pienses que salir con un viejo fantasma irresponsable te va a servir de algo, porque no. Además… ¡Uf, el que clavó esta madera hizo un buen trabajo!…, sinceramente, espero que cuando tengas treinta años… ¡Ajá, creo que esto se mueve!… Tengas tu propio aprendiz y entonces te tocará a ti preocuparte. —La sonrisa de Marcia se borró al recordar. Se puso muy tiesa y miró a Septimus fijamente a los ojos—. Pero espero que nunca encuentres una carta de él o de ella escrita quinientos años atrás, como yo encontré la tuya. ¡Nunca!

—No, yo también espero que no —dijo Septimus tranquilamente.

Marcia volvió con la palanca, y al cabo de unos momentos hubo un fuerte «crac» y los clavos finalmente cedieron ante la decidida maga extraordinaria. Septimus ayudó a Marcia a levantar la tabla.

—No tenía ni idea de que esta rosa estuviera aquí —dijo Marcia inspeccionando de cerca la intrincada rosa que estaba profundamente tallada en la madera.

La rosa estaba muy gastada después de ser pisada durante cientos de años, pues el armario de las escobas había sido usado antes como guardarropa, pero las delicadas curvas de sus pétalos aún eran claramente visibles.

—Era mi símbolo —dijo Septimus casi con orgullo. Ahora que volvía a estar a salvo en su propia época, Septimus empezaba a disfrutar al pensar en la temporada que pasó con Marcellus Pye—. Es el viejo signo del séptimo hijo. Marcellus lo había tallado en su mesa años antes de que yo llegara.

—¡Qué malvado! —dijo Marcia—. Me gustaría decirle un par de cosillas.

—En realidad, era un buen hombre —se atrevió a decir Septimus.

—Estarás de acuerdo conmigo en que no tenemos la misma opinión de él, Septimus —dijo Marcia de mal humor—. Apenas estoy preparada para desenterrar este arcón lleno de artículos de curandero, pues si existe una remota probabilidad de curar la Plaga, vale la pena, pero nunca estaré de acuerdo contigo en que Marcellus «en realidad, era un buen hombre». ¡Nunca!

Septimus y Marcia se arrodillaron y miraron en el polvoriento hueco que había debajo del suelo. Septimus metió con cautela la mano en el hueco, y el fulgor de su anillo dragón encontró una respuesta brillante en las profundidades.

—Lo veo —dijo asombrado—. Aquí está, tal como Marcellus dijo que estaría, sub rosa. Escondido debajo de la rosa.

—¡Bah, bobadas y paparruchas! —resopló Marcia—. Vamos, Catchpole, no se quede ahí plantado papando moscas, necesitamos una mano para sacar esto.

Necesitaron más que al enclenque Catchpole para sacar el arcón. Fueron necesarios los esfuerzos combinados de cinco magos ordinarios y los de Catchpole, que de repente se mareó, para arrastrar el arcón hasta la escalera de caracol.

En lo alto de la torre, Marcia, Septimus y los cinco magos levantaron el arcón y lo arrastraron por el descansillo. La gran puerta púrpura de las dependencias de Macia se abrió y todos empujaron y tiraron del pequeño pero sorprendentemente pesado arcón hasta meterlo dentro. Marcia se puso en pie, refunfuñó y se frotó la espalda.

—¿Estás seguro de que esta cosa no está llena de ladrillos? ¿Qué puede contener para pesar tanto?

—Oro. Está forrado de placas de oro realmente gruesas —dijo Septimus.

—¿Y para qué? —preguntó Marcia con indignación.

—Porque es el metal más puro y más perfecto. Y la Físika va de eso también, trata de alcanzar la perfección en nosotros mismos… —Septimus se calló, al notar el gesto de exasperación de Marcia. Tampoco a los magos ordinarios se les pasó por alto y se escabulleron rápidamente.

Marcia suspiró. Miró el ennegrecido y viejo arcón con sus cantoneras de oro arañadas y las cinchas de oro intactas, y supo que les causaría problemas. Por no hablar de las horribles marcas que estaba dejando en su mejor alfombra china.

—Todo eso está muy bien, Septimus —dijo algo gruñona—, pero ¿cómo demonios piensas abrir esta cosa?

—Es fácil —dijo Septimus.

Se arrodilló al lado del arcón y se descolgó la llave del cuello. Marcia observó cómo la apretaba contra su imagen especular, en la parte frontal del arcón, y la tapa se abrió despacio y con sigilo.

Septimus miró en el interior y sonrió. Todo estaba tal como lo recordaba, pulcramente colocado, limpio y ordenado. Filas de brillantes instrumentos de oro descansaban en una bandeja; botellas de tinturas y mezclas, remedios y fusiones estaban tal y como él las había dejado. Y en el fondo del arcón estaba lo que Septimus andaba buscando: la fórmula cuidadosamente escrita del antídoto para la Plaga.

—Aquí está —dijo sacando triunfante un irregular trozo de pergamino muy doblado—. Mira.

Septimus se lo dio a Marcia, que se puso los anteojos. Las horas que había pasado repasando las tablas de predicción y los cálculos de Jillie Djinn no le habían hecho ningún bien a sus ojos, y tuvo que forzar la vista para leer la delicada caligrafía escrita en tinta sepia que cubría el pergamino. Su rostro se iluminó; por fin reconoció lo que era: un ejemplo de variante de escritura de finales de Etheldredda o principios de Esmeralda con la típica caligrafía inversa que usaban los físicos de aquel tiempo.

—Muy bien, Septimus —dijo Marcia con energía, contenta de poder estar al mando por fin—. Baja al Manuscriptorium y di al escriba de escritura antigua que te apunte la traducción inmediatamente; inmediatamente, recuerda. No hagas tonterías. No hay tiempo que perder. Venga, vete. Bueno, ¡vamos!

Septimus sacudió la cabeza.

—Pero no necesito que me lo traduzcan… lo he escrito yo mismo.

Marcia se sintió muy rara. Tuvo que ir a sentarse.

Horas más tarde, Septimus estaba extrayendo con cuidado un coloide de plata con su pipeta y poniéndolo en un gran matraz. Marcia, que se sentía bastante inútil, se sentaba y miraba a su aprendiz manejarse con el viejo arcón de Físika con una facilidad que le sorprendía.

A pesar del largo y enredado cabello de Septimus, con el que realmente tendría que obligarle a hacer algo, y del hecho de que definitivamente estuviera más alto y más delgado, le resultaba difícil creer que había estado fuera casi seis meses de su vida, mientras allí en el Castillo sólo habían pasado dos días.

Y también había algo distinto en Septimus. Estaba más seguro de sí mismo, y eso le resultaba extraño a Marcia, ahora sabía y creía cosas que ella no sabía ni creía. Costaba un poco acostumbrarse a ello.

—¿Añado valeriana a esto o añado esto a la valeriana? ¿Qué te parece? —La voz de Septimus interrumpió los pensamientos de Marcia.

—Tú eres el experto, Septimus —dijo Marcia intentando acostumbrarse a su nuevo papel—. Pero, por regla general, yo diría que debes añadir el más claro al oscuro.

—Vale —Septimus añadió el aceite verdusco al contenido del matraz—. Ahora, ¿me puedes pasar la balanza, por favor? —le pidió.

Metiéndose en su papel de ayudante de laboratorio, Marcia le dio a Septimus una pequeña balanza de oro completa con minúsculas pesas de oro. Lo observó coger las pesas más pequeñas con un par de pinzas largas y colocarlas en uno de los platillos de la balanza. Luego, sacando una cucharilla de oro, de cazoleta redonda, Septimus midió un fino polvo azul y lo puso en el otro platillo hasta que los dos lados estuvieron delicadamente equilibrados. Pero algo captó su atención. Miró la cuchara de cerca y frunció el ceño.

—¿Algo va mal? —preguntó Marcia.

Septimus le pasó la cuchara. Apuntó con el dedo manchado de azul unas marcas que había debajo del mango.

Marcia sacó los anteojos del bolsillo y miró las marcas de la cuchara.

—Sep… ti… mus… —leyó despacio.

—Recuerdo haber escrito eso —dijo Septimus—. Fue el día después de que… llegara. Escribí mi nombre en todas partes durante un rato. Era como escribir mensajes dirigidos a nuestra época.

Marcia se quitó los anteojos y se frotó los ojos con su pañuelo de seda púrpura.

—Ese polvo apesta —dijo—. Deberías volver a taparlo.

Algunas horas más tarde, cuando la mezcla se hubo enfriado, Septimus volvió para acabar el suero. Quitó el gran cristal que había formado, lo machacó en un mortero y volvió a meter el cristal en polvo en el matraz. Tapó el matraz y agitó la mezcla durante trece segundos hasta que se aclaró y la vertió en una botella de medicamentos alta de cristal transparente. Entonces Septimus encendió una vela. Luego sacó su varilla del arcón de Físika, la hundió en la mezcla, le dio siete vueltas y la levantó hasta la llama de la vela. Parecía estar bien. Septimus colocó un trozo de seda limpia sobre la abertura y lo tapó con un corcho, creando un tenso sello.

—¡Ya está acabado! —gritó por la escalera.

Marcia bajó corriendo.

—Ahora la prueba final —dijo Septimus un poco nervioso.

Marcia observó a su aprendiz coger la botella y levantarla a la luz de la pequeña ventana en arco, girándola para que le diera la luz del sol. El sol dio en el cristal, viajó por el líquido y emergió como un deslumbrante haz de luz azul.

—¡Funciona… funciona! —gritó Septimus.

—No esperaba menos —sonrió Marcia—. Ahora ponte tu capa, Septimus, tenemos que llevar esto a donde se necesita. No hay tiempo que perder.

Mientras Marcia y su aprendiz cruzaban rápidamente el patio de la Torre del Mago, la dragonera se sacudió cuando Escupefuego se lanzó contra la puerta. Septimus echó a correr hacia ella.

—Vuelvo enseguida, Escupefuego. De verdad, volveré. Entonces podrás salir. Te lo prometo. ¡Hasta luego, Escupefuego!

—Jenna tendría que deshacer la búsqueda —le dijo Marcia—. Será un completo fastidio hasta entonces. No te dejará en paz.

—Lo sé —dijo Septimus, agarrando fuerte la botella del antídoto y corriendo para alcanzar a Marcia cuando ella pasaba por la puerta lateral que salía a un pequeño callejón.

Se dirigían al hospital. Conociendo lo poco que a Septimus le gustaban las alturas, Marcia pasó por alto el atajo que rodeaba las murallas del Castillo y en su lugar tomó las serpenteantes calles de debajo. Septimus pensó que nunca había estado tan feliz como entonces, salvo cuando el día anterior había regresado a la Torre del Mago procedente del Manuscriptorium y la escritura del suelo le dijo: BIENVENIDO A TU ÉPOCA, APRENDIZ. TE HEMOS ECHADO DE MENOS. Aquél había sido un buen momento, un momento muy bueno. A Septimus le encantaba vestir otra vez las túnicas verdes del aprendiz extraordinario, en lugar de las negras y rojas del aprendiz de Alquimia, y sus amigos le gritaban y le saludaban, sin extraños acentos ni palabras raras que tienes que pensar dos veces para comprenderlas.

Pronto llegaron a la Puerta Norte.

—Buenas tardes, su extraordinaria —dijo Gringe, cerrándoles el paso.

—¡Buenas tardes, Gringe! —respondió Marcia, algo cortante.

—¿Van a algún sitio bonito? —preguntó Gringe mientras Marcia intentaba esquivarlo y llegar al puente levadizo.

—No. ¿Le importaría apartarse, por favor, Gringe?

—¡Oh, lo siento, su extraordinaria! Claro. —Gringe se apretó contra la pared de la garita para dejar pasar a Marcia y a Septimus—. ¡Ah, hola! —añadió Gringe al ver a Septimus—. Le has hecho pasar a tu pobre padre un par de noches en vela.

De repente Septimus recordó algo. Papá… Gringe… el retrato de Etheldredda.

—Gringe, tienes que ir ahora mismo a Palacio y decirle a papá que vuelva a poner ese cuadro exactamente donde lo encontró. Luego tiene que resellar la habitación, ¡cómo es debido!

Los ojos de Gringe se abrieron de sorpresa.

—¿Qué?

—Poned el cuadro exactamente donde lo encontrasteis. El de la reina Etheldredda.

—Bueno, no me sorprende que no le guste mirarlo (esa vieja pajarraca da miedo, de eso no cabe duda), pero, por si no lo has notado, tengo que atender esta garita y no puedo dejar todo empantanado sólo para ir a recolocar los cuadros de alguien.

Gringe se dio media vuelta bruscamente para coger un penique de plata de una enfermera que volvía del hospital.

Marcia vio la expresión de desolación de Septimus. No tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero había aprendido bastante durante los últimos meses como para saber que si preocupaba a Septimus, ella debía hacerle caso. Se dirigió al puente levadizo, donde ahora Gringe estaba pasando el rato con una pareja de chicos que volvían del Bosque con fardos de leña menuda para encender el fuego.

—Gringe —dijo, descollando sobre el portero, la capa de invierno flotaba en la brisa y hacía estornudar a Gringe, porque era alérgico a las pieles—. Harás lo que te han pedido, ahora mismo. Tú y Silas Heap tenéis que trasladar el retrato y yo iré a resellar la habitación. Escúchame bien, habrá problemas si no encuentro el retrato exactamente donde debe estar.

—¡Achís! No puedo… achís… dejar la puerta… achís, achís, achís… sin atender.

—La señora Gringe puede atenderla.

—La señora Gringe está visitando a su hermana en el hospital. La mordieron ayer.

—¡Oh, lo siento mucho! Bueno, entonces Lucy.

—Lucy, por si no lo sabe, se ha escapado para ir en busca de ese maldito hermano de su aprendiz, y que le aproveche —soltó Gringe—. Pero, si es tan importante, iré a eso del retrato cuando se ponga el sol y leve el puente. ¿Vale?

—No Gringe, no vale. Tienes que cerrar la Puerta Norte esta tarde.

Gringe parecía horrorizado.

—No puedo hacer eso —protestó—. Nunca se ha hecho mientras yo he sido portero. ¡Nunca!

—Siempre hay una primera vez para todo, Gringe —dijo Marcia con dureza—. Igual que siempre hay una primera vez para suspender de sus funciones a un portero mientras aún está en activo.

—¿Eh? Usted, no haría…

—Claro que lo haría. De hecho, lo haré.

—Muy bien, entonces. Discúlpeme un momento, señora Marcia. —Gringe se asomó a la puerta de la garita y gritó en las sombras de la habitación donde se guardaba la bobina del puente levadizo—. ¡Hey! ¡Chico del puente! —vociferó Gringe—. ¡Despierta, mastuerzo perezoso!

El chico del puente apareció con cara de sueño.

—¿Qué? —dijo de mal humor.

—Acabas de ser ascendido —le dijo Gringe—. Vas a estar al mando del puente hasta que regrese la señora Gringe. No te quedes el dinero, acuérdate, sé educado con los clientes y no dejes que nadie pase sin pagar, sobre todo los inútiles de tus amigos. ¿Lo entiendes?

El chico del puente, que miraba boquiabierto a la maga extraordinaria que estaba a pocos centímetros de él, asintió despacio.

—Bien —soltó Gringe—, porque tengo que ir a cumplir una importante misión para la maga extraordinaria y no quiero que me molesten con el puente mientras resuelvo un asunto muy delicado.

Gringe le dio al chico del puente la bolsa del dinero junto con la siguiente advertencia:

—Sé exactamente cuánto dinero hay, así que no intentes hacer ninguna tontería.

Luego se dio media vuelta y salió de la garita de la Puerta Norte dando un suspiro. Más problemas provocados por los Heap, pensó. ¡Por si no tenía ya bastantes!