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El hallazgo

L as Grandes Puertas del Tiempo se cerraron silenciosamente detrás de ellos.

—Nicko —sollozó Jenna—. ¡Nicko!

—No sirve de nada —dijo Septimus fatigadamente—. Ahora él está a cientos de años de distancia.

Jenna miró a Septimus con incredulidad. Esperaba entrar directamente en el Castillo, y no encontrarse en un lúgubre túnel iluminado por extraños globos de cristal.

—¿Qué…? ¿Quieres decir que ya hemos vuelto… vuelto a nuestra propia época?

Septimus asintió.

—Ahora estamos en casa, Jen. Este es el Camino Viejo. Es muy, muy viejo. Va incluso por debajo de los Túneles de Hielo.

—Entonces, ¿dónde está el viejo Marcellus? —preguntó Jenna con voz cansada—. Tú pensabas que nos estaría esperando, pues ya sabe que venimos.

—Quinientos años es mucho tiempo para acordarse de las cosas, Jen. No creo que sepa lo que está sucediendo, en serio. Estará por alguna parte. Vamos, salgamos de aquí.

Con el aire de un viajero experto, Septimus se puso en marcha a través del Camino Viejo, con Jenna, sujetando a Ullr en sus brazos y andando con paso cansado detrás de él. Caminaban en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos sobre Nicko.

—Nicko encontrará el modo de volver, Jen. Siempre lo hace —respondió Septimus.

Sus palabras sonaron más esperanzadoras de lo que realmente eran, pues no hacía mucho tiempo que Nicko había confundido una hormiga con una huella y los dos se habían perdido en el Bosque.

—Y Snorri… —dijo Jenna—. Snorri me gustaba de verdad.

—Sí, a Nicko también. Ese ha sido el problema.

Septimus parecía enojado.

Durante todo el camino, Ullr no hizo ningún ruido. El pequeño gato anaranjado con la punta de la cola de color negro se sentaba tranquilamente en los brazos de Jenna, con el espíritu sumergido en otra parte… con su ama en una época lejana.

Quinientos años atrás, Snorri Snorrelssen estaba sentada, sintiéndose perdida y desgraciada en la orilla del río. Pero, mientras miraba a lo lejos, veía el Camino Viejo y las largas hileras de globos de fuego eterno, y aunque no comprendía lo que estaba viendo, sabía que lo estaba viendo a través de los ojos de Ullr.

Hacía un frío glacial en el Camino Viejo. Jenna y Septimus se arropaban con los abrigos de los subcocineros, pero el frío les calaba hondo y les hacía tiritar. El rudo tejido de los abrigos rozaba el anchuroso y liso pavimento, y el débil ruido que hacía al arrastrarse llenaba el aire con un sonido parecido al batir de las alas de los murciélagos al anochecer.

Marcellus les aguardaba al pie de los escalones de lapislázuli, desplomado contra la piedra, con sus ojos hundidos cerrados. Jenna dio un brinco al ver al anciano y apretó con fuerza a Ullr contra ella… con tanta fuerza que, lejos, Snorri lanzó una exclamación ante el súbito dolor que sintió en las costillas.

—No está… no está muerto, ¿verdad? —susurró Jenna.

—Aún no —dijo una voz trémula—. Aunque no hay mucha diferencia, a decir verdad. —El viejo Marcellus se pasó la lengua por los resecos labios y contempló a Septimus como si intentara recordar algo—. ¿Tú eres el chico de la tintura? —preguntó mirándolos con ojos legañosos.

Septimus creyó percibir algo de la expresión del joven Marcellus en aquellos ojos.

—Voy a hacerla mañana durante la conjunción —dijo Septimus—. ¿Lo recuerda? Usted me dijo que la tirara al foso en una caja de oro con el signo del Sol encima.

El viejo resopló.

—¿Qué me importa a mí el Sol?

—Yo la pondré en la caja, tal y como dije que haría —explicó pacientemente Septimus—. Y entonces… ¿recuerda? usted me lo hará saber devolviéndome el amuleto de volar.

Marcellus sonrió y sus dientes como lápidas adquirieron un fulgor rojo ante las llamas de los globos.

—Ahora recuerdo, Septimus. No olvido mis promesas. ¿Eres pescador?

Septimus sacudió la cabeza.

—Creo que te convertirás en uno —se rió Marcellus.

—Adiós, Marcellus —dijo Septimus.

—Adiós, Septimus. Has sido un buen aprendiz. Adiós, mi querida… Esmeralda.

El anciano cerró los ojos una vez más.

—Adiós, Marcellus —dijo Jenna.

Por fin llegaron al final de la larga y serpenteante escalera de lapislázuli y se encontraron cara a cara con el Espejo. Septimus recordó la última vez que había estado allí, y apenas podía creer que en aquella ocasión pudiera pasar a través de él. Miró el Espejo, casi no se atrevía a colocar la llave en la hendidura que tenía encima. Veía que ese Espejo no era el mismo que el Auténtico Espejo del Tiempo. No tenía la vertiginosa sensación de profundidad ni los intrincados espirales del tiempo… aquel Espejo parecía apagado y vacío, no parecía ser más que un pobre espejo plateado.

—Es hora de volver a casa —susurró Septimus.

—Así… ¿pasaremos a través del Espejo y saldremos al vestidor? —preguntó Jenna.

—Supongo que sí. Venga, vamos. —Septimus cogió la mano de Jenna, pero Jenna se resistía, mirando detrás de ella una vez más—. Nik no lo ha atravesado, Jen —dijo tranquilamente—. He estado todo el rato escuchando por si venía, y no está aquí. No hay ningún latido de corazón humano en el Camino Viejo, aparte del tuyo, el mío y, cada cinco minutos, el de Marcellus.

Septimus colocó con cautela la mano contra el Espejo. Lo atravesó con la misma facilidad que si metiera la mano en un cuenco de agua helada.

—Vamos, Jen —dijo con dulzura.

Cogiendo la mano de Septimus, Jenna lo siguió dentro del Espejo… y fuera, hasta el mundo al que pertenecían.

Les recibió un grito ensordecedor. Marcia pegó un brinco en el asiento que ocupaba en la mesa de la Cámara Hermética y dejó caer un enorme libro de tablas de cálculo a sus pies. Jillie Djinn llegó corriendo.

—¿Qué ocurre, Marcia? —exclamó Jillie, saliendo del pasillo de siete esquinas de la Cámara Hermética—. El cazador de ratones los cazó a todos ayer, lo prometió. No puede haber ninguno más… ¡Oh, cielos, el Espejo!

—¡Septimus! —gritó Marcia, dando una patada a las tablas de cálculos que estaban esparcidas en el suelo y corriendo hacia el Espejo—. ¡Oh, Septimus, Septimus!

Abrazó a Septimus, que acababa de salir, y le dio una vuelta, para absoluta sorpresa de éste, pues sabía que Marcia no daba abrazos.

Jenna observaba, feliz de haber podido corregir por fin el mal que había ocasionado a Septimus. Y entonces se acordó de Nicko y rompió a llorar.

En el Manuscriptorium, veintiuna caras pálidas levantaron la mirada cuando la princesa llorosa, con un escuálido gato anaranjado en brazos y un chico desgreñado, que se parecía mucho al aprendiz extraordinario —pero no podía ser él, porque todo el mundo sabía que la maga extraordinaria nunca le habría permitido llevar aquellos pelos—, salieron en silencio de la Cámara Hermética con la maga extraordinaria. Nadie los había visto entrar, pero algunos de los escribas más viejos estaban acostumbrados a aquello. La gente que entraba en la Cámara Hermética no siempre salía, y la gente que salía no siempre había entrado. Así eran las cosas. Los escribas también notaron que la maga extraordinaria estaba sonriendo, lo cual no había hecho el día antes cuando había entrado en la cámara. De hecho, la mayoría de escribas pensaban que, como parte de su trabajo, a la maga extraordinaria no se le permitía sonreír y estaban muy impresionados. Pero, fuera lo que fuese lo que los escribas estuvieran pensando en aquel momento, quedó interrumpido por un fuerte golpe que rompió el silencio que reinaba en el Manuscriptorium, donde no se oía ni una mosca, y también en la ventana principal.

Foxy, que había sustituido a Beetle después de que lo hubieran llevado de urgencia al hospital a causa de la Plaga, entró corriendo por la endeble puerta que separaba la oficina principal del Manuscriptorium, muy pálido.

—¡Socorro, socorro! ¡Hay un dragón en la oficina! —gritó Foxy, y luego se desmayó.

Realmente había un dragón en la oficina… y no mucho más. La ventana estaba hecha añicos, la mesa estaba hecha astillas y las temblorosas montañas de panfletos, artículos, folletos y manuscritos estaban o bien pisoteados o bien llenos de huellas embarradas de dragón, o bien volaban por la Vía del Mago en la fresca brisa de las primeras horas de la mañana.

—¡Escupefuego! —exclamó Septimus, acariciando la nariz del dragón—. ¿Cómo sabías que estaría aquí?

—Hicimos una búsqueda —dijo Jenna felizmente—. Y funcionó. Bueno, más o menos.

Jillie Djinn supervisó el desastre. No estaba precisamente contenta.

—Le pediría que tuviera su dragón bajo control, Marcia, pero obviamente es demasiado tarde.

—No es mi dragón, señorita Djinn —repuso Marcia, y su sonrisa se desvaneció rápidamente—. Pertenece a mi aprendiz, que es un diligente y hábil cuidador de dragones.

Jillie Djinn resopló con desprecio.

—Parece ser que no tan hábil, señora Marcia. Le enviaré la factura por la ventana y la multitud de papeles perdidos y destruidos.

—Puede enviar todas las facturas que quiera, señorita Djinn. Las noches se hacen más cortas y será un placer encender el fuego con ellos. Buenos días tenga usted. Vamos, Jenna, Septimus, es hora de ir a casa.

Marcia pasó con desdén por encima del caos y salió por la puerta. Una vez a salvo, en la Vía del Mago, Marcia chasqueó los dedos a Escupefuego, que saltó obedientemente a través de la ventana rota, pues había algo en Marcia que le hacía pensar en la madre dragón.

Apenas sin creer que sus sueños se hubieran hecho realidad, Septimus caminaba por la Vía del Mago, su Vía del Mago. Se detuvo y respiró el aire, el aire de su época, que olía a humo de madera y pasteles horneados del carrito de los pasteles de carne y de salchichas que se acercaba al Manuscriptorium justo a tiempo para el descanso de media mañana. Miró la gran extensión de la vía, con el Palacio largo y bajo, el Palacio de Jenna, a lo lejos, y no podía dejar de sonreír. Septimus pensó que aquél era su lugar.

Pero mientras Septimus se alegraba de estar vivo y, después de seis meses de silencio casi total, no podía dejar de hablar, Jenna estaba agotada.

—Tienes que volver con nosotros y dormir un poco —le dijo Marcia—. Enviaré un mensaje a Palacio.

Pasaron por la Gran Arcada, Septimus seguido de Escupefuego, que olisqueaba con suspicacia su túnica con olor extraño.

—¡Ay! —gritó Septimus cuando el dragón le pisó los talones en un esfuerzo por acercarse lo máximo posible a su improntador.

—Cielos —dijo Marcia—, ¿qué te has puesto en los pies?

Septimus ya se sentía lo bastante estúpido con aquellos zapatos para tener que explicárselo a Marcia. Rápidamente cambió de tema.

—Me habría gustado que Beetle hubiera visto salir a Escupefuego por la ventana. Le dará mucha rabia habérselo perdido. ¿Me pregunto por dónde andará?

—Ah, sí —suspiró Marcia—. Beetle. ¡Oh, querido! Septimus, hay algo que debes saber…