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Las Grandes Puertas del Tiempo

U n pequeño gato anaranjado salió con aire despreocupado del túnel que llevaba al embarcadero real.

—¡Ullr! —exclamó Nicko.

—Chissst —le advirtió Septimus.

Nicko cogió en brazos a Ullr.

—¿Snorri? —susurró en el túnel—. ¿Snorri?

Pero fue Jenna la que salió de la oscuridad, no Snorri.

Marcellus Pye estaba solo en la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika. Sentado en el Asiento del Sol, presidiendo la mesa, se sujetaba la cabeza entre las manos. Al oír las pisadas que se acercaban por el laberinto sintió pánico. Se levantó de un salto, corrió hasta el armario de los vapores y cerró la puerta, temblando. No podía enfrentarse a su madre, en ese momento no.

—¿Qué quieres decir con que simplemente se cayó al agua, Jen? —Los susurros de Nicko llegaron hasta la Gran Cámara—. ¿No intentó salir?

—No, sólo hizo una especie de «¡plop!» y desapareció. Fue extraño. Como… como si no se molestara en hacer nada al respecto. Como si pensara que realmente no tenía importancia.

—Bueno, es que no la tiene, ¿la tendría si pensaras que ibas a vivir eternamente? —señaló Septimus.

Dentro del armario de los vapores, Marcellus oía cada palabra que susurraban y empezó a deducir que estaban hablando de su madre.

Jenna aún estaba sobrecogida por haber visto ahogarse a su tataratataratatara (y algunos tátara más) abuela.

—Pero yo no quería verla muerta. De verdad…

Marcellus soltó una exclamación y se agarró a la estantería para apoyarse. ¿Muerta? ¿Mamá estaba muerta?

—¡Arrrrrrggg!

Desde dentro del armario de los vapores salió un grito repentino y la puerta se abrió con estruendo. Los anteriores ocupantes del armario se sobresaltaron asustados cuando Marcellus Pye salió corriendo, agarrando entre el índice y el pulgar una larga serpiente negra por la cabeza. La serpiente tenía la boca abierta y los colmillos blancos goteaban veneno en la túnica negra de Marcellus.

—En verdad es una fiera viperina —exclamó Marcellus.

Corrió hacia el banco donde hasta hacía poco tiempo había estado el frasco de la tintura, levantó la tapa de una gran jarra de cristal, metió la serpiente dentro y la cerró otra vez.

Luego, limpiándose cuidadosamente el veneno de la túnica —que había producido un efecto interesante encima de la salsa de naranja—, examinó a su atónito público.

—Te lo ruego, Septimus —dijo rápidamente—, no huyas de aquí.

Septimus suspiró. ¡Vaya emboscada! Marcellus les había tendido una emboscada. Apartó cansinamente la silla del Asiento de la Rosa y dejó sentarse a Jenna. Estaba pálida y tenía marcas rojas de la cola del Aie-Aie alrededor del cuello. Aún algo impresionada, Jenna cogió a Ullr en brazos y lo abrazó para notar calor y cariño. Receloso de Marcellus, Nicko se retiró un paso atrás; pero Septimus, como era su costumbre cuando no tenía nada que hacer en la cámara, se sentó en el borde de uno de los taburetes de los escribas y bostezó. No faltaba mucho para que comenzara el día de trabajo en la Cámara de la Alquimia y la Físika y empezaran a llegar los madrugadores escribas.

Marcellus vio el bostezo de Septimus. Había sido una noche larga y dificultosa. Se sentó en su magnífico sillón de respaldo alto en la cabecera de la mesa y contempló a Jenna y a Septimus con aire pensativo. Había algo de lo que quería hablar.

Nicko se apartó de la mesa. No pensaba mantener ninguna conversación amistosa con el hombre al que consideraba el secuestrador de Septimus. Le pareció que sería fácil pillar desprevenido a Marcellus. Nicko se imaginó que con los músculos que acababa de desarrollar trabajando en el astillero era un digno rival de cualquiera, sobre todo de un larguirucho alquimista que parecía haber inhalado demasiados vapores de mercurio. Lo único que contenía a Nicko era Snorri. ¿Dónde estaba Snorri? ¿Qué tenía que hacer? Nicko dudaba, estaba tan enfrascado en sus pensamientos que no oyó la oferta que Marcellus Pye le estaba haciendo a Septimus.

Al final de la conversación, tanto Marcellus como Septimus sonreían. Una vez tomada la decisión, Marcellus se reclinó hacia atrás en la silla.

Mientras tanto, Nicko había tomado una decisión. Conseguiría la llave. Era ahora o nunca. Con habilidades aprendidas de Rupert Gringe, arremetió contra Marcellus desde atrás y lo agarró por el cuello.

—Coge la llave, Sep… ¡rápido! —gritó.

—¡Arrrggg! —gritó Marcellus, medio estrangulado mientras Nicko tiraba fuerte de la gruesa cadena de la que colgaba la llave.

—¡No, Nick! —gritó Septimus mientras Marcellus empezaba a ponerse de un feo color morado.

—Tenemos que hacerlo ahora. —Tirón—. Es nuestra única oportunidad. —Sacudida—. Vamos, Septimus, ayúdame. —Tirón más fuerte.

Los ojos de Marcellus empezaban a salirse de las órbitas, y a parecerse a algunas de esas ranas de color violáceo que guardaba en tarros sobre la estantería superior del armario de los vapores.

—¡No, Nick! —Septimus apartó a Nicko, y Marcellus se desplomó, jadeante, de nuevo en su silla.

Nicko estaba furioso.

—¿Por qué has hecho esto? —exigió saber—. ¡Idiota!

—¡Acaba de ofrecernos la llave, cabeza de pepinillo! —dijo Septimus—. Va a dejarnos marchar… al menos iba a hacerlo.

Jenna le dio a Marcellus un vaso de agua de una jarra que había en la mesa. Lo cogió con mano temblorosa y se lo bebió.

—Gracias, Esmeral… digo, princesa Jenna. Os ruego que bebáis un poco vos misma, pues creo que la necesitáis tanto como yo. —Marcellus se volvió hacia Septimus—. Ahora, aprendiz, ¿aún deseáis atravesar las Grandes Puertas? Tal vez encuentres amigos menos violentos en tu época.

—Aún quiero hacerlo —dijo Septimus—, y quiero que mis amigos vengan conmigo.

—Muy bien, si tus amigos lo desean… pero existe un peligro desconocido al ir a una época que no es la tuya. Todos aquellos que han ido nunca han regresado. Por eso estas puertas están guardadas en todo momento. —Marcellus se puso en pie y miró a Septimus, muy serio—. Entonces, ¿estamos de acuerdo?

—Sí —respondió Septimus.

—Confío en ti —dijo Marcellus—, como no he confiado en nadie en mi vida. Ni siquiera en mi querida Broda. Mi vida está en tus manos, aprendiz.

Septimus asintió.

—¿Qué está pasando, Sep? —susurró Nicko, a quien no le gustaba cómo sonaba aquello.

—La conjunción de los siete planetas —le dijo Septimus.

—¿La qué?

—Marcellus no puede hacer otra tintura, otra que funcione, hasta que tenga lugar la misma conjunción de planetas.

—¿Y? Pues mala suerte para Marcellus, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?

—Bueno, sucederá mañana.

—Mejor para ellos.

—Sucederá mañana, en nuestra época.

Nicko se encogió de hombros. No veía qué tenían que ver los planetas con el hecho de volver a casa.

—Le he prometido que prepararé la tintura en nuestra época, Nick, mañana en el momento de la conjunción. Puedo hacer que Marcellus sea joven también en nuestra época. Estoy seguro de que puedo.

—¿Va a venir con nosotros? —preguntó Nicko, alterado—. Pero él te secuestró.

—No, no va a venir con nosotros. Él ya está allí, sólo que muy viejo y enfermo. Voy a intentar que se ponga bien. Ahora deja de hacer preguntas, Nik. ¿No quieres volver a casa?

La verdad era que Nicko quería volver desesperadamente… pero no sin Snorri. Seguía mirando la entrada de la Gran Cámara con la esperanza de que de repente entrase, con el cabello rubio al viento, los ojos brillantes, y entonces él le podría contar que volvían todos a casa.

Marcellus se quitó la llave del cuello, inspeccionó los eslabones deformados de la cadena, que Nicko había estado a punto de romper. Se acercó a las puertas y empezó hacer preparativos para abrirlas. Las estatuas envainaron las espadas y bajaron la cabeza mientras Marcellus colocaba la llave en la hendidura que había en el centro de las Grandes Puertas. Y luego, desde lo más hondo de las puertas, Septimus oyó un ruido que le puso los pelos de punta, el rugido de los barrotes interiores que se movían, un sonido que había oído por última vez cuando las Grandes Puertas se habían cerrado detrás de él hacía ciento setenta días.

Lenta y silenciosamente, las Grandes Puertas del Tiempo se abrieron, el oro resplandecía a la luz de las velas mientras se apartaban para revelar la superficie oscura del Espejo, que aguardaba pacientemente detrás de ellas. Septimus había olvidado lo profundo que parecía el Espejo, y mientras miraba sus profundidades se sintió como si estuviera al borde de un precipicio. Una sensación familiar de vértigo nació en sus pies y le hizo balancearse.

—Adiós, Septimus —dijo Marcellus—, y gracias.

—Gracias a ti, también, por todo lo que me has enseñado de Físika —respondió Septimus.

—Ahora toma esto —dijo Marcellus, para sorpresa de Septimus, dándole la llave—. Abrirá el Espejo de lo alto de la escalera de lapislázuli, que es adónde deberéis salir. Eres tú quien debe conservarla, yo haré otra para mí. Colocaré tu arcón de Físika sub rosa en el guardarropa de lo alto de la escalera de la Torre del Mago. Úsalo bien, tienes madera para ser un gran físico.

—Lo haré —prometió Septimus. Cogió la llave y se la colgó del cuello. Parecía pesada y aún conservaba el calor del cuerpo de Marcellus—. Pero ¿cómo te daré la tintura?

—No temas, no te pediré que la traigas a través del Espejo, pues sé el horror que te produce tal cosa. Coloca la tintura, te lo ruego, en una caja de oro que tiene el símbolo del Sol y arrójala al foso junto a mi casa. Yo la encontraré.

—¿Cómo sabré que la has encontrado? —preguntó Septimus.

—Lo sabrás por la presencia de la flecha de oro del amuleto de volar que vi en mi anciana persona. A cambio, la colocaré en la caja. ¿Eres buen pescador?

—No —respondió Septimus, perplejo.

—Creo que tendrás que convertirte en uno —se rió Marcellus—. La flecha de oro de volar será la muestra de mi agradecimiento y te dará mayor libertad.

—Ya la tenía —murmuró Septimus—, hasta que tú me la quitaste.

Marcellus no lo oyó; había dirigido su atención hacia Jenna.

—No temas que mi madre continúe rondándote en tu época —le dijo—. A pesar de que haya bebido mi tintura que, aunque incompleta, puede darle a su espíritu cierta sustancia, no te molestará. El mago extraordinario y yo la encantaremos en su retrato y la sellaremos en una habitación que nadie encontrará.

—Pero papá la deselló —exclamó Jenna.

Marcellus no respondió. Algo en el Espejo había captado su atención.

—¿Qué papá hizo qué? —preguntó Septimus.

—Él y Gringe desellaron el retrato de Etheldredda. ¿Recuerdas?, estaba colgado en el Largo Paseo…

La voz de Marcellus interrumpió a Jenna.

—Os ruego que no tardéis, este Espejo se ha vuelto inestable. Veo aparecer grietas en su interior. Me temo que no durará mucho —dijo Marcellus en un inconfundible tono de pánico—. ¡Debéis iros ahora… o nunca!

En lo más hondo del Espejo, Septimus vio lo que Marcellus había visto. Al otro lado, largos y lentos espirales de tiempo se movían en su interior, y empezaban a materializarse fisuras alrededor de los bordes del Espejo. En realidad era ahora o nunca.

—¡Tenemos que irnos! —gritó Septimus—. ¡Ahora mismo!

Cogió a Jenna de una mano y a Nicko de la otra y corrió hasta el Espejo.

En aquel mismo instante, Nicko se soltó de un tirón.

—Yo no me voy sin Snorri.

—Nik… tienes que venir, debes hacerlo —dijo Septimus, desesperado.

—El Espejo no esperará —dijo Marcellus apremiándolos—. Marchaos, marchaos antes de que sea demasiado tarde.

—¡Idos! —gritó Nicko—. Os veré luego. ¡Os lo prometo!

Dicho lo cual, Nicko salió corriendo de la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika.

—¡No, Nicko, no! —gritó Jenna.

—Vamos, Jen —dijo Septimus—. Tenemos que irnos.

Jenna asintió y juntos, con un pequeño gato anaranjado, entraron en el Espejo y caminaron hacia el frío líquido del tiempo.