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El río

—¡D ebes venir con tu mamá, Esmeralda! —gritaba la reina Etheldredda mientras arrastraba a Jenna por el pequeño túnel sin iluminar justo a la salida del laberinto—. Debes venir con ella, pues tenemos que hacer un viaje que llevamos mucho tiempo retrasando, ¿verdad?

Con la cola del Aie-Aie enroscada alrededor del cuello con tal fuerza que apenas podía respirar lo suficiente para seguir andando, Jenna no podía escapar de Etheldredda. Cada vez se internaba más en la oscuridad del túnel. El suelo bajo los pies de Jenna era resbaladizo, y un viento frío soplaba a través del túnel, transportando el olor de las aguas del río. La combinación de la fuerza que la poción daba a Etheldredda y el pasillo cuesta abajo, cubierto de una fina capa de hielo, hacía que Jenna fuera casi patinando detrás de la reina.

La oscuridad no parecía importarle a Etheldredda. La reina conocía el camino, pues era la ruta que solía tomar para ir a controlar a su hijo, y corría por el túnel como una patinadora de velocidad con una misión. Después de lo que le pareció toda una vida, pero que no fueron más de quince minutos, Jenna creyó ver la pálida luz de la luna —¿o eran las primeras luces del alba?— resplandeciendo sobre el helado suelo del túnel y, más allá, la negrura del río. Momentos más tarde, ella, Etheldredda y el Aie-Aie habían salido al aire libre, y se encontraban sobre la pequeña plataforma del embarcadero a unos pocos centenares de metros, de la Puerta Sur, río arriba. El río fluía delante de ellos, rápido, oscuro y helado. Jenna se apartó del agua. El embarcadero estaba helado y sabía que Etheldredda no tardaría en empujarla para que cayera en él.

—Por ahora estás a salvo, Esmeralda —dijo la reina entre dientes, apretando fuerte a Jenna—. No me gustaría que esta mañana algún criado te encontrase flotando junto al Palacio en la marea saliente. Además, deseo mostrarte una de las maravillas de nuestra tierra: el remolino sin fondo del río Lóbrego. Llamaré a nuestra barcaza y saldremos rápido hacia allí, pues tu mamá no es tan cruel para hacerte esperar ni un momento más cuando nos aguarda semejante prodigio.

Dicho lo cual, la reina Etheldredda sacó un silbato de oro de un bolsillo que tenía en lo hondo de sus crujientes capas de telas de seda y silbó tres veces produciendo unas notas agudas. El penetrante silbido cortó el aire de la noche y llegó hasta el embarcadero de Palacio, donde despertó al barquero, que había estado echando un sueñecito entrecortado en su helada litera a bordo de la barcaza real, con el ojo de buey bien abierto por si le llamaban.

Pero no fue la barcaza real lo que atrajo el silbato. En las sombras del embarcadero, el Ullr Nocturno estaba agazapado, esperando a que su ama lo encontrase. El agudo pitido de Etheldredda hizo que a Ullr casi le estallaran los oídos de dolor. Medio sorda de dolor, la pantera saltó desde la oscuridad de la noche y de un golpe arrebató el silbato de los labios de Etheldredda. La reina lanzó un grito de sorpresa. El Aie-Aie soltó la cola del cuello de Jenna y saltó en ayuda de su ama, dejando libre a Jenna para que pudiera escapar de las garras de la reina y apartarse del borde del agua.

Etheldredda resbaló por el helado embarcadero, se le inclinó la corona en la cabeza y se cayó al río haciendo, sorprendentemente, muy poco ruido. Se acabaron los gritos y los chillidos, y en un momento había desaparecido bajo el agua, dejando sólo unas pocas burbujas negras que subían a la superficie para mostrar el lugar donde había caído. El Aie-Aie, al que le castañeteaba el diente de miedo, corrió resbalando a refugiarse en la oscuridad, y lo último que Jenna oyó de él fue unas piedras que se desprendían y caían de la muralla mientras trepaba por ella hacia la libertad.

Con mucho cuidado, Jenna se acercó hasta el borde del embarcadero y examinó las aguas profundas. Parecía imposible que la reina Etheldredda pudiera desaparecer por completo con tan poco escándalo. Miró hacia atrás para comprobar que Etheldredda no hubiera subido por el otro lado y estuviera a punto de empujarla, pero allí no había nada. Estaba a salvo. Mientras el sol se alzaba sobre una pequeña línea de nubes de color rosa en el bajo horizonte de los Labrantíos, Jenna bostezó; estaba cansada, muerta de frío y de repente recordó que, aunque estaba a salvo de la homicida Etheldredda, aún se hallaba a quinientos años de distancia de su hogar.

—Vamos, Ullr —dijo Jenna, como había oído hacer a Snorri.

Le dio la espalda al sol naciente y, para su sorpresa, no había ni rastro de la pantera por ninguna parte. Creyendo que debía de haber vuelto otra vez al túnel, Jenna se encaminó con cautela hacia la entrada de la gruta para volver sobre sus pasos hasta la Cámara; ¿adónde iba a ir si no?

—Miau… miau.

Un extraño gato anaranjado, con la punta de la cola negra, se frotaba contra la pierna de Jenna.

—Hola, minino —dijo Jenna, agachándose para acariciar el gato—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Miau. —El gato parecía un poco impaciente con ella—. Miau.

Y Jenna se acordó.

—Ullr —murmuró.

—Miau —respondió Ullr.

El gato anaranjado se puso en marcha hacia el oscuro y resbaladizo túnel. Cansada y aterida de frío, Jenna caminó penosamente tras él.

Cuando Jenna se fue del embarcadero, la barcaza real —con ocho adormilados remeros rechinando en su puesto de la barcaza helada y el barquero, al que le castañeteaban los dientes y se le pegaba la mano al hielo del timón— dobló el recodo del río. La barcaza era una hermosa visión en el alba invernal: las velas ardían e iluminaban brillantemente los ojos de buey, el dosel real rojo se movía ligeramente al compás de la barcaza y los espirales pintados de oro resplandecían en los rayos largos y bajos del naciente sol de invierno. Dentro del camarote, en una mesa habían servido una jarra de vino caliente con azúcar y especias y un plato de sabrosas galletas; alrededor de la mesa había unos cómodos asientos cubiertos con los tapices y almohadones reales de color rojo. En mitad del camarote, una pequeña estufa refulgía con un fuego de leños de manzano secos y hierbas aromáticas que llenaba el camarote de una fragancia cálida y acogedora.

Pero allí no había nadie para recibir a bordo. Mientras la barcaza real se acercaba al desierto embarcadero, el barquero y los remeros no tenían ni idea de que, muy por debajo de la quilla, lastrado por sus grandes faldas negras, el cuerpo de la reina Etheldredda flotaba a unos pocos centímetros del lodoso lecho del río.