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El tubo de ensayo

L a puerta del armario de los vapores se cerró justo cuando el puntiagudo pie izquierdo de la reina Etheldredda traspasó el umbral de la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika. La seguía de cerca Marcellus Pye, que no se fiaba de su madre para dejarla sola en la cámara ni un segundo. Marcellus parecía cansado y tenía un aspecto desaliñado después de pasar una larga noche buscando por el Palacio a su aprendiz y a la chica que su madre insistía en que era la princesa Esmeralda. Aún vestía sus ropajes de gala de maestro de la Alquimia que se había puesto para el banquete, y que ahora, para su consternación, estaban salpicadas de manchas de salsa de naranja. Alrededor del cuello, como siempre, colgaba su llave de las Puertas del Tiempo.

La reina Etheldredda desfilaba, con la cabeza muy alta, seguida de su Aie-Aie que chacoloteaba tras ella, corriendo con sus largas uñas. La reina miró a su alrededor con su habitual expresión de asco.

—En verdad, Marcellus, tienes una cámara un poco hortera. Hay tanto oro que apenas sé dónde descansar los ojos. Parece un bazar de baratijas, que es donde debes de comprar tus fruslerías y quincallas de oro con las que traqueteas como una carreta rota.

Marcellus Pye parecía herido por los insultos que su madre le había dicho.

La reina Etheldredda rebufó con aire despreciativo.

—Eres una planta tierna, Marcellus. Tendré mi poción ahora, antes de que te dé un síncope debido a los vapores.

—No, mamá —dijo la decidida voz de Marcellus—, no la tendrás.

—Claro que la tendré, Marcellus. ¿Acaso no la veo en su armario de cristal esperándome?

—¡Esa no es la tuya, mamá!

—Yo creo que vas un poco rezagado con la verdad, Marcellus. Siempre has sido un niño mentiroso. Claro que la tendré, y la tendré ahora mismo.

La voz de Etheldredda se elevó hasta emitir una desagradable nota. El Aie-Aie abrió la boca, enseñando su largo y afilado colmillo y soltó un grito igual de agudo y estridente.

Dentro del armario de los vapores, Ullr gimió, el grito del Aie-Aie hizo que le dolieran terriblemente los sensibles oídos.

—Y no te burlarás de mí —le dijo una expeditiva Etheldredda a Marcellus.

—No me burlo, mamá.

—Pues no gimotees como un bebé.

—Yo no he sido, mamá —dijo Marcellus, enfadado.

—Has gimoteado y no te lo voy a permitir. —La voz de Etheldredda se elevó a un tono aún más agudo y el Aie-Aie la imitó, pero esta vez la criatura no se callaba.

Marcellus se llevó las manos a las orejas.

—¡Ten piedad, mamá, haz que esta criatura deje de gritar o me estallarán los oídos! —gritó.

Etheldredda no tenía intención de acallar al Aie-Aie. Aquello molestaba a Marcellus, y a ella ya le parecía bien. Cada vez aullaba más fuerte, como un gato atrapado en una trampa. Si el ruido era doloroso para Marcellus, para Ullr era insoportable. Soltó un aullido de dolor y se liberó de Snorri, que lo tenía sujeto. El siguiente grito de Etheldredda fue de absoluto terror cuando el armario de los vapores se abrió de par en par y salió disparada una pantera, con el lomo erizado, las garras extendidas y enseñando los dientes.

Por desgracia para Ullr, descubrió que en lugar de escapar del ruido, se había metido de lleno en él, pues al ver la pantera, el Aie-Aie se subió a las faldas de Etheldredda y siguió gritando a la altura de los oídos de la pantera. El gran felino se sentía como si alguien le estuviera taladrando los oídos. Desesperado por escapar del ruido, atravesó la cámara corriendo y desapareció en el laberinto.

—¡Ullr! —gritó Snorri, saliendo del armario en persecución de su amado gato.

Cruzó corriendo la habitación, sin que el conmocionado Marcellus y la aterrorizada Etheldredda se lo impidieran, y desapareció en el laberinto, pisándole los talones a Ullr.

Septimus notó que los músculos de Nicko se tensaban y supo que su hermano quería salir a buscar a Snorri, de modo que lo sujetó antes de que pudiera moverse. Dentro del armario de los vapores se hizo un terrible silencio cuando la puerta del armario se abrió del todo y los tres ocupantes que quedaban se enfrentaron cara a cara con Marcellus y Etheldredda.

—En verdad, tienes extrañas criaturas en el armario —dijo Etheldredda, algo ronca después de sus prolongados gritos—. Creo que la princesa Esmeralda ha vuelto a jugar al escondite otra vez. Saca a la niña, Marcellus. No volverá a molestarte más.

—No me molesta, mamá. Y si conocieras a tu hija como debería conocerla una madre, sabrías que esta niña no es Esmeralda. —Marcellus fulminó a su madre con la mirada.

—Eres un idiota —replicó Etheldredda—. ¿Quién iba a ser sino Esmeralda?

—Que te responda ella misma, mamá. —Marcellus dirigió una picara mirada a Septimus—. Confío en que te pagarán bien por tus servicios en el Palacio.

Septimus sacudió la cabeza, avergonzado.

Marcellus les indicó que salieran.

—Salid ahora, pues la serpiente negra duerme allí y no debéis molestarla. Recuerda, debemos sacarle el veneno mañana… y añadirlo a la tintura.

—¡Bellaco! —gritó Etheldredda—. ¡Quieres envenenar a tu propia madre!

—¿Lo mismo que tú has envenenado a tus propias y pobres hijas, mamá? No, claro que no lo haré.

Al ver que no llegaba a ninguna parte, Etheldredda cambió de estrategia y adoptó un tono de edulcorada suavidad que no engañaba a nadie, al menos no a Marcellus.

—Abre el armario, Marcellus, y enséñame el precioso tubo azul, pues quiero ver de cerca las maravillas que hace mi más querido hijo.

—Sólo tienes un hijo, mamá —dijo Marcellus amargamente—. Sería muy extraño que no fuera tu más querido hijo, dada la ausencia de otros, aunque dudo de que siguiera siendo el más querido si incluyeras a tus perros de caza en el recuento.

—No dejas de quejarte y molestar como has hecho siempre, Marcellus. Ahora, te lo ruego, enséñame el tubo de ensayo para que pueda contemplarlo, pues es muy bonito con tanto oro.

—Aunque puede haber gelatina de oro suspendida dentro, el tubo no contiene oro, mamá —dijo Marcellus, dolido por el tono sarcástico de Etheldredda.

Etheldredda perdió la paciencia. Como una rata trepando por una cañería, corrió a coger el tubo.

—Tendré esta poción, Marcellus, antes de que tú la contamines con el veneno de la serpiente negra. No me lo impedirás.

—¡No, mamá! —gritó Marcellus, horrorizado al ver su preciosa tintura a punto de desaparecer en la boca abierta de Etheldredda—. Aún no está acabada. ¡Quién sabe qué efectos puede causarte!

Pero Etheldredda no iba a cambiar el hábito de toda una vida y escuchar a su hijo. Hizo caso omiso de la advertencia. Se metió el pegajoso contenido del tubo en la boca y lo tragó con asco, luego se dobló de dolor, en medio de un ataque de tos y arcadas. La mezcla salió del estómago y dio vueltas en su boca, manchándole los dientes como si fuera alquitrán azul. Etheldredda la volvió a tragar con decisión y se enderezó, reclinándose contra el banco, pálida y débil como una sábana que una descuidada lavandera hubiera dejado demasiado tiempo en lejía. Sin saber el efecto que la tintura había obrado en su ama, el Aie-Aie saltó al banco y bebió las gotas que quedaban. Se relamió los labios y pasó una larga uña por el fondo del tubo, para arañar los últimos resquicios del poso.

Jenna, Septimus, Nicko y Marcellus Pye miraban totalmente aterrados.

—No debiste hacer eso, mamá —dijo Marcellus tranquilamente.

Etheldredda se balanceó ligeramente, respiró hondo y recuperó la compostura, aunque aún tenía los dientes algo azules.

—Nadie debe contradecirme, Marcellus —dijo mientras la tintura empezaba a entrar en su torrente sanguíneo y una estimulante sensación de poder circulaba por sus venas—, pues reinaré sobre este Castillo para siempre. Es mi derecho y mi deber. Ninguna otra reina ocupará mi lugar.

—No olvides a tu hija Esmeralda, mamá —murmuró Marcellus—. Pues ella debe ocupar tu lugar cuando llegue el momento.

Fulminando a Jenna con una mirada venenosa, Etheldredda declaró:

—¡Esmeralda nunca ceñirá mi corona! ¡Nunca, nunca, nunca!

Con el poder que la tintura inacabada le infundía en el cuerpo, Etheldredda se sentía invencible. La cámara empezaba a distorsionarse ante sus ojos, su comedido hijo se hacía cada vez más pequeño y la tediosa Esmeralda no era nada más que un asunto pendiente.

Jenna, paralizada por la visión de los dientes azules y los penetrantes ojos de su fantasmal tataratataratatara (y algunos tátara más) abuela, no reaccionó con la suficiente rapidez cuando la mano de Etheldredda la cogió repentinamente del brazo.

—¡Suélteme! —gritó, retorciéndose para zafarse de los dedos atenazadores, pero sin conseguir más que lastimarse el brazo una y otra vez.

El Aie-Aie tiró el tubo, saltó al regazo de Etheldredda y luego enroscó su cola, que parecía de serpiente, en el cuello de Jenna, una, dos, tres veces, hasta que casi no podía respirar.

Septimus y Nicko corrieron a ayudar a Jenna, pero fueron rechazados por Etheldredda como un par de moscas molestas.

Mientras Etheldredda y el Aie-Aie desaparecían en el laberinto, arrastrando consigo a Jenna, Marcellus cayó de rodillas, desesperado por la pérdida de la tintura, sin ver a Septimus y a Nicko levantarse y salir corriendo hacia el laberinto en persecución de Jenna.

—La encontraremos, Nick —gritó Septimus—. No puede haber ido muy lejos. Deben de estar detrás de la próxima curva.

Pero Jenna no estaba allí. Nicko y Septimus corrían por la interminable neblina azul de los pasillos y sólo encontraban el vacío.