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El Agujero en la Muralla

M ientras Jenna estaba sentada leyendo el capítulo trece, Septimus Heap, aprendiz de la maga extraordinaria, acababa de ser sorprendido leyendo algo que se suponía que no debía leer. Marcia Overstrand, la maga extraordinaria del Castillo, acababa de perder temporalmente la batalla en la cocina con la cafetera. Desesperada, decidió dejarla e ir a ver qué hacía su aprendiz. Lo encontró en la biblioteca de la Pirámide, inmerso en una montaña de viejos textos hechos jirones.

—¿Qué crees exactamente que estás haciendo? —le exigió Marcia.

Septimus se puso en pie aguijoneado por la culpa, y escondió los papeles bajo el libro que debería haber estado leyendo.

—Nada.

—Eso —dijo severamente Marcia— es exactamente lo que pensé que estarías haciendo.

Inspeccionó al aprendiz, intentando —sin conseguirlo del todo— mantener la expresión de severidad.

Septimus tenía una mirada perpleja en sus brillantes ojos verdes y el cabello pajizo y rizado revuelto de habérselo retorcido, como Marcia sabía que se hacía cuando se concentraba.

—Por si no lo recuerdas —le refrescó la memoria Marcia—, se supone que deberías estar repasando para tu Examen Práctico de Predicción de mañana por la mañana. Y no leyendo un montón de tontunas de hace ochocientos años.

—No son tontunas —se quejó Septimus—. Son…

—Sé perfectamente de qué se trata. Te lo he dicho antes. La Alquimia es una bobada total y una completa pérdida de tiempo. Para el caso, podrías hervir unas medias y esperar a que se convirtieran en oro.

—Pero no estoy leyendo sobre Alquimia —protestó Septimus—, es Físika.

—Da lo mismo. Es Marcellus Pye, supongo.

—Sí. Es realmente bueno.

—Es realmente irrelevante, Septimus. —Marcia metió la mano bajo el libro que Septimus se había apresurado a poner encima, Principios y práctica de la predicción elemental, y sacó el cuadernillo de papeles amarillentos y frágiles llenos de apuntes apenas visibles—. Además, esto son sólo sus notas.

—Lo sé. Es una pena que su libro haya desaparecido.

—Hummm. Es hora de que te vayas a la cama. Mañana tienes que empezar pronto. A las siete y siete minutos, ni un segundo más tarde. ¿Lo entiendes?

Septimus asintió.

—Bueno, vete entonces.

—Pero, Marcia…

—¿Qué?

—Estoy realmente interesado en la Físika. Y Marcellus era el mejor. Había elaborado todo tipo de medicinas y curas, y sabía todo sobre los motivos por los cuales enfermamos. ¿Crees que podría aprenderlo?

—No. No lo necesitas, Septimus. La Magia puede hacer todo lo que la Físika puede hacer.

—La Magia no puede curar la Plaga —dijo Septimus con obstinación.

Marcia frunció los labios. Septimus no era el primero que había hecho semejante comentario.

—Pero lo hará —insistió—, lo hará. Sólo tengo que trabajar en ello… ¿qué ha sido eso?

Se oyó un fuerte estruendo procedente de las cocinas, que estaban dos pisos más abajo, y Marcia salió disparada.

Septimus suspiró. Volvió a guardar los papeles de Marcellus en la vieja caja que había encontrado en un rincón polvoriento, sopló la vela y bajó a acostarse.

Septimus no conseguía dormir bien. Todas las noches desde hacía una semana había tenido la misma pesadilla con el examen, y aquella noche no fue una excepción.

Soñaba que había suspendido el examen, Marcia le castigaba y se caía por una chimenea inacabable… se intentaba coger a las paredes para frenarse, pero seguía cayendo… cayendo… cayendo eternamente.

—¿Te has peleado con las mantas, Septimus? —resonó una voz familiar desde la chimenea—. Pareces perdido —prosiguió la voz con una carcajada—. No es prudente emprenderla contra un par de mantas, chaval. Una tal vez, pero dos mantas siempre la toman contigo. ¡Qué malas las mantas!

Septimus se obligó a salir de su sueño y se sentó resollando debido al frío aire otoñal que Alther Mella había dejado entrar por la ventana.

—¿Estás bien? —preguntó Alther, preocupado. El fantasma se acomodó en la cama de Septimus.

—¿Qui…eee…? —murmuró Septimus, centrando con cierta dificultad la mirada en la figura ligeramente transparente de Alther Mella, ex mago extraordinario y visitante frecuente de la Torre del Mago.

No costaba tanto ver a Alther como a otros fantasmas más viejos del Castillo, pero de noche sus gastados ropajes púrpuras tenían tendencia a mezclarse con el fondo y la débil luz hacía más difícil distinguir las manchas de sangre marrón oscuro sobre el corazón del fantasma, a las que Septimus le costaba no quitar ojo, por mucho que intentara no mirarlas. Alther tenía una expresión serena y amable en sus viejos ojos verdes mientras contemplaba a su aprendiz favorito.

—¿La misma pesadilla? —indagó Alther.

—Hum, sí —admitió Septimus.

—¿Te acordaste de usar tu amuleto de volar esta vez? —preguntó Alther.

—Esto…, no. Tal vez me acuerde la próxima vez. Aunque espero que no haya próxima vez. Es un sueño horrible.

Septimus se estremeció y se arropó con una de las obstinadas mantas hasta la barbilla.

—Hummm. Bueno, los sueños se presentan ante nosotros por alguna razón. A veces nos dicen cosas que necesitamos saber —musitó Alther, flotando sobre la almohada y desperezándose con un bostezo fantasmal—. Mira, creo que te gustaría dar un paseíto hasta un sitio que no queda lejos de aquí.

Septimus bostezó.

—Pero… ¿y Marcia? —preguntó, somnoliento.

—Marcia tiene una de sus jaquecas —le explicó Alther—. No sé por qué se enfurruña tanto con esa cafetera que le lleva siempre la contraria. Yo en su lugar me desharía de ella. Se ha ido a la cama y no hay necesidad de molestarla. Además, volveremos antes de que sepa que nos hemos ido.

Septimus no quería volver a dormirse y entrar otra vez en el mismo sueño. Salió de la cama y se puso la túnica de lana verde de aprendiz, que estaba pulcramente plegada a los pies de la cama, tal como le habían enseñado a hacer con el uniforme del ejército joven todas las noches durante los primeros diez años de su vida, y se ciñó el cinturón de plata de aprendiz.

—¿Preparado? —preguntó Alther.

—Preparado —respondió Septimus.

Se dirigió a la ventana que, al llegar, Alther había provocado que se abriera. Septimus se subió al amplio alféizar de madera y se puso de pie en la ventana abierta, mirando la abrupta caída de unos veintiún pisos, algo con lo que nunca habría soñado unos meses atrás, dado su miedo a las alturas. Pero ahora Septimus había perdido el miedo, y todo gracias a lo que sostenía con fuerza apretado en la mano izquierda: el amuleto de volar.

Septimus cogió con mucho cuidado la pequeña flecha de oro con delicadas plumas de plata y la sostuvo entre el pulgar y el índice.

—¿Adónde vamos? —preguntó a Alther, que flotaba distraídamente delante de él tratando de perfeccionar una voltereta hacia atrás.

—Al Agujero de la Muralla —respondió Alther, bocabajo—. Un bonito lugar. Debo de haberte hablado de él.

—Pero eso es una taberna —protestó Septimus—. Soy demasiado joven para entrar en las tabernas. Y Marcia dice que son un nido de…

—¡Oh!, no deberías prestar ninguna atención a lo que Marcia dice de las tabernas. Marcia tiene la extraña teoría de que la gente va a las tabernas sólo para cuchichear a sus espaldas. Le he dicho que la gente tiene cosas mucho más interesantes de las que hablar, como el precio del pescado, pero ella no me cree.

Alther dio un giro completo y se enderezó, de modo que flotaba delante de Septimus. El fantasma miró la figura menuda que estaba de pie en el alféizar, con el cabello rizado flotando en el viento que siempre soplaba alrededor de la cima de la Torre del Mago y los ojos verdes chispeantes de Magia, mientras el amuleto de volar se iba calentando en su mano. Aunque Alther había estado ayudando a Septimus a practicar el arte de volar desde hacía tres meses —incluso desde que Septimus encontrara el amuleto de volar—, aún sentía un pequeño ramalazo de pánico cuando veía al chico de pie al borde de una gran altura.

—Te sigo —dijo Septimus, cuya voz fue apenas audible, alejada por una repentina ráfaga de viento.

—¿Qué?

—Te seguiré, Alther, ¿vale?

—De acuerdo. Pero primero vigilaré cómo despegas. Sólo para asegurarme de que estás sano y salvo.

Septimus no puso objeción alguna. Le gustaba que Alther estuviera con él, y una o dos veces durante los primeros días de volar se había alegrado mucho de los consejos del fantasma, en particular en una comprometida ocasión en que casi choca contra el tejado del Manuscriptorium. En realidad, Septimus estaba alardeando delante de su amigo Beetle, pero Alther simplemente había provocado una repentina corriente de aire ascendente y había enviado a Septimus al patio trasero, donde aterrizó sano y salvo, y nunca mencionó el alarde.

El amuleto de volar empezaba a estar realmente caliente en la mano de Septimus. Era hora de irse. Respiró hondo y se lanzó al vacío. Durante un breve instante sintió el pesado tirón de la gravedad arrastrándole hacia la tierra y luego sucedió aquello que tanto le gustaba: la fuerza que tiraba hacia abajo desaparecía y era libre, libre como un pájaro para volar y planear, para rizar el rizo y girar en el aire nocturno, aguantado y protegido por el amuleto de volar. En el momento en que el amuleto de volar surtió efecto, Alther se relajó y se puso delante de Septimus, extendió los brazos como las alas de un águila planeando, mientras el muchacho le seguía algo más errático, probando sus derrapes de eslalon.

Llegaron a la taberna El Agujero de la Muralla de golpe, o al menos Septimus llegó de ese modo. Alther entró directo a través de la muralla, dejando que Septimus usara en serio el derrape de eslalon y aterrizara con un porrazo contra los arbustos que crecían en torno a la ruinosa entrada de la taberna.

Alther llegó al cabo de cinco minutos para encontrar a Septimus saliendo de los arbustos.

—Lo siento, Septimus —se disculpó Alther—. Vi al viejo Olaf Snorrelssen. Buen tipo. Mercader del Norte, nunca regresó a casa para ver a su hija recién nacida, ¿sabes? Triste, de verdad. Siempre repite el mismo tema, pero es una buena persona. Yo siempre le digo que tiene que salir y pasear por el Castillo, pero no hay muchos lugares a los que pueda ir aparte de la Lonja de los Mercaderes y El Rodaballo Agradecido. Así que se limita a quedarse sentado mirando su cerveza.

Septimus se sacudió las hojas de la túnica, volvió a guardar el amuleto de volar en el cinturón de aprendiz y examinó la entrada a la taberna El Agujero de la Muralla. Para él no tenía aspecto de taberna. Parecía más una pila de piedras caídas en la base de la muralla del Castillo. No había ningún cartel en la puerta. De hecho, no había puerta, ni las típicas ventanas enteladas que Septimus solía ver en las tabernas porque, bueno, tampoco había ventanas. Mientras Septimus se preguntaba si Alther le estaría gastando algún tipo de broma pesada, una monja fantasma apareció flotando en el aire.

—Buenas noches, Alther —dijo la monja con su acento delicado.

—Buenas noches, hermana Bernadette —respondió Alther con una sonrisa.

La monja le dirigió una mirada seductora y coqueta y desapareció a través de los montículos de piedras. Le siguió un caballero casi transparente con el brazo en cabestrillo, que ató cuidadosamente su caballo cojeante a un poste invisible y se escabulló por el arbusto del que Septimus acababa de liberarse.

—Parece que va a ser una noche muy animada, tenemos unos cuantos visitantes —dijo Alther entre dientes, saludando con la cabeza al caballero de manera amistosa.

—Pero… son fantasmas —dijo Septimus.

—Pues claro que son fantasmas. Esa es la gracia de la taberna. Cualquier fantasma es bienvenido; los demás sólo entran con invitación. Y no es fácil conseguir una invitación, créeme. Como mínimo tienen que invitarte dos fantasmas. Claro que las puertas se derrumbaron hace unos años, pero aún es un secreto muy bien guardado.

Acababan de llegar tres desvaídos Antiguos magos extraordinarios y estaban pegados a la entrada intentando decidir quién entraría primero. Septimus les saludó educadamente con la cabeza y preguntó a Alther:

—¿Y quién más me ha invitado?

Alther, distraído al ver que los tres magos habían decidido entrar todos a la vez en medio de grandes risas, no respondió a la pregunta.

—Ven, muchacho, sígueme. —Y al decir eso desapareció a través de la muralla. Al cabo de un momento, Alther reapareció y dijo, algo impaciente—: Vamos, Septimus, es mejor no hacer esperar a la reina Etheldredda.

—Pero yo…

—Apretújate detrás del arbusto y pasa por detrás del montículo de piedras. Encontrarás la entrada.

Septimus empujó el arbusto y, abriéndose paso gracias a la luz que emanaba el anillo dragón que llevaba en el dedo índice, encontró un exiguo pasillo detrás de las piedras que le llevó hasta un espacio amplio y bajo, oculto dentro de los muros del Castillo: la taberna El Agujero de la Muralla.

Septimus estaba atónito; nunca había visto tantos fantasmas juntos en un lugar. Estaba acostumbrado a ver fantasmas alrededor del Castillo, pues siempre había sido el tipo de chico sensible a quien los fantasmas les gusta aparecerse, y desde que llevaba las ropas verdes de aprendiz de mago extraordinario, Septimus había notado que aún se le aparecían más fantasmas. Pero había algo en la relajada atmósfera de la taberna El Agujero de la Muralla —y el hecho de que estuviera con Alther, uno de los parroquianos más populares— que indicaba que la mayoría de los fantasmas permitían que Septimus los viera. Era una visión asombrosa: estaban los habituales fantasmas de los magos extraordinarios, todos vestidos de púrpura pero con distintos estilos de túnicas que reflejaban las distintas modas que habían imperado en el curso de los años; Septimus solía verlos alrededor del Palacio y la Torre del Mago. Había también un sorprendente número de reinas y princesas. Pero había otros fantasmas a los que Septimus no estaba acostumbrado a ver: caballeros con sus pajes, granjeros con sus esposas, marineros y comerciantes, escribas y estudiantes, vagabundos y pillos, y habitantes del Castillo de todas las raleas desde los últimos mil años, todos con la jarra de cerveza de El Agujero de la Muralla que les habían dado en su primera visita y nunca habían tenido necesidad de rellenar.

Un murmullo sordo de charla de fantasmas impregnaba la atmósfera mientras las conversaciones que habían empezado hacía muchos años seguían su ocioso curso, pero, en un rincón lejano, una figura real oyó los vacilantes pasos de un chico vivo a través del murmullo. Se levantó de su asiento junto al fuego y se deslizó a través de la multitud, mientras un respetuoso mar de fantasmas se abría ante ella.

—Septimus Heap —dijo la reina Etheldredda—. Cinco minutos y medio tarde, pero no importa. Llevo esperando quinientos años. Sígueme.