39

El río subterráneo

N icko desató el bote de la barcaza real, y resguardados por los cedros gigantes se alejaron del embarcadero de Palacio. Se apretujaron todos en el pequeño bote. El Ullr Nocturno iba en la proa, con los ojos verdes brillando en la oscuridad, y Snorri apretujada detrás de él. En medio se sentaba Nicko, que remaba a ritmo constante corriente arriba, alejándose de Palacio. Jenna y Septimus se acurrucaban juntos en la popa, temblando en el frío que emanaba el agua, sacudiéndose de encima los gruesos y parsimoniosos copos de nieve que caían del cielo. Todos estaban envueltos en una colección de abrigos de subcocineros, pero el aire frío se colaba fácilmente por la barata y fina lana, pues a los subcocineros de Palacio no les pagaban lo suficiente para comprarse un abrigo decente.

Navegaban rumbo hacia la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika. Septimus sabía que era la única oportunidad de regresar a su época y no tenía demasiadas esperanzas en lograrlo. No estaba de buen humor.

—No va a ser fácil —les advirtió—. Sólo Marcellus tiene la llave de las Grandes Puertas del Tiempo.

—Bueno, sólo tenemos que esperarlo en la cámara y abalanzarnos sobre él cuando entre —dijo Nicko como quien no quiere la cosa—. Somos cuatro contra uno, tenemos posibilidades.

—Se te olvidan los siete escribas —dijo Septimus.

—No, se te han olvidado a ti, Sep. No habías dicho nada de siete escribas. ¡Oh, bueno, somos cuatro contra ocho, entonces! —suspiró Nicko—. Además, no tenemos otra elección. Si no es así, nos quedaremos aquí atrapados para siempre.

—No os olvidéis de Ullr —murmuró Snorri—, si conseguimos llegar antes de que rompa el alba.

Nicko aceleró el ritmo. Prefería tener una pantera de su lado que un escuchimizado gato anaranjado diurno. Jenna se volvió para mirar el Palacio, que rápidamente iba desapareciendo detrás de ellos. La improductiva búsqueda del Palacio había concluido y todas las habitaciones tenían ahora una vela encendida; el alargado y bajo edificio de piedra amarilla resplandecía con aquella luz, y los amplios prados se extendían delante de él con la nieve recién caída como un inmaculado delantal de cocinero. A pesar de saber que la reina Etheldredda estaba en algún lugar dentro de aquellas paredes, Jenna no podía evitar pensar que era una maravilla ver el Palacio tan vivo, y decidió que, si por algún milagro, conseguía regresar a su época, también ella iluminaría todas las habitaciones, como celebración.

Jenna levantó la vista hacia las ventanas de la habitación de Esmeralda, que era también la suya.

—Me alegro de que Esmeralda escapara —dijo Jenna.

—Yo también —respondió Septimus.

Jenna estaba asombrada.

—¿Conociste a Esmeralda? —preguntó.

Septimus asintió.

—Escapó por muy poco, ¿sabes? Marcellus la llevó por la Vía de la Reina, pero casi les atrapa el camarero real. Luego, y ésta es la parte buena, arrojó su capa al agua encima del Palacio, con la marea saliente, y se aseguró de que uno de los criados la pescara. Todo el mundo creyó que se había ahogado, y Etheldredda estuvo encantada, pues, según Marcellus, planeaba arrojar a Esmeralda al remolino sin fondo del río Lóbrego.

—¿Marcellus se la llevó? —preguntó Jenna.

—Bueno, es su hermano. Esmeralda se quedó con él y realmente fue amable conmigo. Entonces nadie más me hablaba porque todos estaban celosos de que yo fuera aprendiz y ellos sólo escribas.

Jenna recordó el diario.

—Así que, el nuevo aprendiz… ¿eras tú?

Septimus asintió. Se levantó la túnica de criado y enseñó a Jenna la túnica negra, roja y dorada de Alquimia que llevaba debajo.

—¿Lo ves? Las cosas de aprendiz de Alquimia.

Con otro golpe de remos, Nicko los llevó alrededor del siguiente meandro y el Palacio desapareció de la vista. Ahora se estaban acercando a un astillero abandonado hacía tiempo que se encontraba en el lado este del Castillo. El río era allí más hondo de lo que Nicko estaba acostumbrado en su época, el viento arreciaba y la corriente era rápida y poderosa. El pequeño barco de remos pasó rápidamente ante docenas de barcos de altos mástiles que estaban amarrados a lo largo de la costa para pasar el invierno. El rumor fantasmal del viento en las jarcias de los barcos aumentaba los escalofríos que recorrían la columna vertebral de los ocupantes del bote de remos de la reina, y las largas barbas de hielo que se habían instalado en las complicadas tracerías de cuerda y ahora brillaban a la luz de la luna como grandes telarañas plateadas no contribuían a hacer que entrasen en calor.

—¿Falta mucho, Sep? —preguntó Nicko, mientras su aliento salía en forma de rápidas nubes de calor en el aire helado. Se quitó los copos de nieve que se le habían acumulado en las pestañas.

—No puede estar muy lejos —dijo Septimus, mirando las montañas de escombros y las grandes torres de andamios que se levantaban en la ribera del río.

—Si nunca has estado en este río subterráneo, ¿cómo sabes dónde está? —dijo Jenna mientras le castañeteaban los dientes.

—El río subterráneo sale del Arco de la Alquimia, Jen. Hay un mapa en la pared que nos muestra por dónde discurre. He pasado horas mirando ese mapa. Y hay un signo alquímico dorado encima del arco. Un círculo con un punto en medio que representa la Tierra dando vueltas alrededor del Sol. Luego hay siete estrellas rodeándolo. A los alquimistas les gusta el siete… mala suerte —Septimus suspiró pesadamente.

—¡Oh, alégrate, Sep! —dijo Jenna—. Al menos ahora estamos todos juntos.

Mientras Nicko remaba, todos miraron la pared que se levantaba del río, esperando ver un signo alquímico. Pero sólo pudieron ver piedras, escombros y paredes a medio terminar que se alzaban hacia el nublado cielo nocturno. Uno a uno, Jenna, Nicko y Septimus se dieron cuenta de lo que estaban mirando.

—Están construyendo los Dédalos —dijo Jenna muy bajito.

—Lo sé —dijo Nicko—. Es extraño.

—Ni siquiera hemos nacido —dijo Jenna.

—Ni mamá ni papá. ¡Eso se me hace tan raro!

Septimus suspiró.

—No pienses en ello, Nick. Te sentirás como si te fueras a volver loco.

Snorri no participó en la conversación. Los Dédalos no significaban nada para ella, y el Castillo le resultaba extraño tanto en aquella época como en la suya. Además, Snorri había crecido en una tierra donde mucha gente sabía que el tiempo podía ser largo o corto, ir hacia delante o hacia atrás, donde los espíritus iban y venían, y donde todo era posible. Se sentó en silencio y miró las paredes en busca del signo alquímico.

—Chissst —susurró Nicko de repente—. Hay un barco detrás de nosotros.

Jenna y Septimus se volvieron a mirar. Era cierto. Si aguzaban el oído, oían el chapoteo de los remos de un pequeño barco. Una voz llegó hasta ellos.

—¡Más rápido, hombres! Un chelín y una buena capa para todos si los atrapamos. ¡Más rápido!

—Nicko —susurró Jenna—. Nicko: ¡date prisa!

Pero Nicko se estaba agotando. Intentaba acelerar el ritmo, pero no conseguía remar más rápido. Jenna y Septimus no podían dejar de vigilar a sus perseguidores, que se acercaron tanto que pudieron ver con toda claridad cuatro grandes formas precariamente sentadas en un largo y estrecho bote de remos que les estaba dando alcance rápidamente.

Snorri no prestaba atención a sus perseguidores, sino que mantenía los ojos fijos en la pared por debajo de donde empezaban los Dédalos.

—Creo que el signo que buscas está aquí —dijo de repente Snorri.

—¿Dónde? —preguntó Nicko.

—Allí está, Nicko —respondió Snorri que disfrutaba al pronunciar el nombre de Nicko—. Mira, está encima del oscuro arco donde el arroyo desemboca en el río. Debajo de la pared con las dos ventanas.

—Vale —dijo Nicko.

Giró rápidamente y, con renovadas energías, remó a toda velocidad para internarse en el oscuro arco, donde se detuvo a recuperar el aliento.

El sonido del barco de remos que les perseguía estaba cada vez más cerca, pero Nicko no se atrevió a coger los remos por temor a que el ruido los delatase. Todo el mundo contuvo la respiración, mientras observaban a través del pequeño agujero en la oscuridad que mostraba el río vacío iluminado por la luna. A la velocidad del rayo, sus perseguidores pasaron tan rápido que si alguien hubiera parpadeado justo entonces, no los hubiera visto.

—Se han ido —respiró Jenna, reclinándose hacia atrás en el barco, con alivio. Nicko cogió los remos a regañadientes. Se dio cuenta de que iba a tener que remar por debajo de la tierra y no le hacía ninguna gracia la idea. Intentando ignorar el pánico que empezaba a sentir, se internó más en la oscuridad.

—Esa placa era como la que hay encima de la casa del dragón, sólo que no tan gastada —dijo Jenna.

—Ni bajo el Castillo ni en las murallas hay nada de la vieja alquimia, Jen —dijo Septimus con el rostro fantasmagóricamente iluminado desde abajo por la luz del anillo dragón.

—¿Ni siquiera la casa del dragón? —preguntó Jenna.

—Especialmente la casa del dragón.

Jenna miró a Septimus. No le devolvió la mirada, sino que miró fijamente la oscuridad. Parecía distante, apesadumbrado y mucho, mucho más viejo que sus ciento sesenta y nueve días extra. Por un momento, Jenna sintió temor de en qué se había convertido Septimus mientras había estado fuera.

—Ahora sabes un montón de cosas, ¿verdad, Sep? —se trataba más de una afirmación que de una pregunta.

Septimus suspiró.

—Sí —dijo.

Nicko odiaba el río subterráneo. Para empezar, el río olía raro, a una especie de mezcla de humedad y putrefacción, como si algo hubiera muerto recientemente en él, y en el agua flotaran cosas blandas y fangosas que le parecía notar al tocarlas con los extremos de los remos. El túnel no era lo bastante amplio para que cupieran los remos extendidos, así que a cada golpe de remo el borde de las palas arañaba la pared y frenaba el bote. Nicko se vio obligado a subir más los remos hacia la barca y remar a un ritmo inusual para que las empuñaduras no chocaran entre sí.

Nicko podía resistir las ampollas de los remos en las manos, pero lo que no podía resistir era internarse más en el río subterráneo. A cada golpe de remo, Nicko notaba crecer el pánico en su garganta. El agua helada caía del tejado del túnel, que sabía que sólo estaba a un brazo de distancia de su cabeza. Todo el túnel estaba iluminado sólo por la débil luz del anillo dragón de Septimus, y a cada golpe de remo Nicko imaginaba que las paredes se acercaban más a él. Sólo la presencia de Snorri, sentada detrás de él, evitaba que soltara los remos y gritara: «Sacadme de aquí». Nicko cerró los ojos e intentó imaginar que estaba remando en mar abierto, pues no cambiaba nada el hecho de poder ver adónde iba. Sólo había un camino que seguir.

Unos veinte minutos más tarde, que a Nicko le parecieron veinte horas, ni la idea del mar abierto ni la presencia de Snorri conseguían mantener a raya el pánico. Por suerte, Septimus dijo:

—Ya estamos, Nick, hemos llegado al lago subterráneo. Ahora puedes abrir los ojos.

—Los tenía abiertos —dijo Nicko con indignación.

Abrió los ojos y vio que habían llegado a una laguna en una enorme caverna circular. En uno de los lados había un largo muelle de piedra, iluminado por una hilera de velas de junco colocadas en pebeteros que colgaban de las paredes. El agua estaba negra como la boca de un lobo, con destellos anaranjados por el reflejo de las llamas, y Nicko, que tenía instinto para percibir la profundidad del agua, sabía que era muy, muy honda. Pero no era el agua lo que Nicko miraba, sino el hermoso techo abovedado de lapislázuli que cubría la laguna.

—La casa del dragón —dijo Jenna—, es la misma que la casa del dragón.

—Chissst —susurró Septimus—. Alguien podría oírnos, aquí el sonido se propaga muy fácilmente.

Nicko remó en silencio hasta el muelle y mantuvo el bote quieto. Ullr dio un salto y aterrizó con un golpe seco en la piedra lisa. Le siguió Snorri, luego Jenna y Septimus. Nicko desembarcó y se disponía a amarrar el bote en un bolardo cercano, cuando Septimus lo detuvo.

—No, empuja el barco otra vez por el túnel, donde nadie pueda verlo, Nick, y deja que se vaya.

Muy a regañadientes, Nicko empujó el bote hacia el túnel y lo vio alejarse.

—Estamos quemando nuestras naves, Sep. Espero que sepas lo que haces.