El cenador
—E ste pestillo no resistirá mucho, Jen —dijo Septimus, mirando el delicado pestillo de filigrana diseñado para adornar la salita de descanso de las damas reales—. Será mejor que salgamos de aquí rápido.
—Lo sé —dijo Jenna—, pero el Palacio está lleno de gente. Sep, no lo vas a creer, es tan diferente. No puedes ir a ninguna parte sin que alguien te vea, te haga una reverencia y…
—Apuesto a que no me harán reverencias a mí, Jen —dijo Septimus sonriendo por primera vez en los ciento sesenta y nueve días, y pareciéndose de repente al Septimus que Jenna conocía.
—Desde luego que no con un pelo así, que parece un nido de ratas. ¿Qué te has hecho?
—No peinármelo. No veo qué sentido tiene, realmente. Y por supuesto no iba a dejar que me lo cortaran en esa forma de cuenco de pudín. Además, eso es algo que irrita a Marcellus. Es un poco tiquismiquis con estas cosas… ¿qué, Hugo?
Hugo tiraba de la manga de Septimus.
—Escucha… —susurró el chico, con los ojos inyectados en sangre y el rostro aún mortalmente pálido después de ser casi estrangulado. Alguien movía el picaporte de la puerta.
Sir Hereward bloqueó la puerta con su magullada espada y se apareció a Septimus y a Hugo, asustando tanto a este último, que dio un brinco de miedo.
—Gracias, sir Hereward —dijo Jenna—. Pero tenemos que salir de aquí rápido. Sep, abre la ventana mientras yo hago creer que nos escapamos por el otro lado.
Jenna corrió hasta una pequeña puerta que conducía hasta el Largo Paseo, la abrió y la dejó así.
—Vamos —dijo Jenna, empujando al aturdido Hugo hacia la ventana—. Fuera, Hugo.
Los tres salieron por la ventana y se dejaron caer en el camino que recorría la parte trasera de Palacio. Con mucho sigilo, Jenna cerró la ventana.
Sir Hereward atravesó el cristal y pronto les alcanzó.
—¿Me permitís sugeriros una vía de escape segura? —preguntó el fantasma.
—Cualquier cosa que nos lleve lejos de aquí —susurró Jenna—, y rápido.
—Muchos usan el río para tales propósitos —dijo sir Hereward, señalando la orilla del río, que estaba flanqueada por una desconocida hilera de cedros.
—El río está aquí —dijo Jenna.
Si alguien en el Salón de Baile se hubiera molestado en mirar —lo que nadie hizo, pues los invitados estaban demasiado ocupados y emocionados hablando de lo que acababa de suceder— habrían visto a dos criados de Palacio y a la princesa corriendo por los largos prados que conducían hasta el río. Aquella noche no había videntes de espíritus entre los invitados para ver al viejo y maltrecho fantasma, con la armadura destartalada, pero con la espada rota en alto, guiando a los tres como si se tratara de una carga en una batalla. Protegida por una gran nube negra que había cubierto la luna negra y envuelto el prado en la oscuridad, la carga corría tan rápido como podía.
Una cruda helada crujía bajo sus pies y dejaba tres pares de huellas oscuras en la hierba blanca, para cualquiera que deseara verlas, pero tenían suerte porque, de momento, nadie había pensado en buscar huellas en la hierba. Al llegar al río, una partida de búsqueda enviada por el hombre que rápidamente había sustituido al Petulante Tonel de Manteca —un hombre con poco sentido del humor y menos cerebro, que llevaba varios años detrás del cargo de camarero real y no podía creer en su buena suerte—, observaba desde la puerta y llegaba exactamente a la conclusión a la que Jenna había querido que llegara. La partida de búsqueda se lanzó corriendo por la puerta estrecha, cada uno ansioso por ser el primero en capturar a la princesa Esmeralda y ganarse el favor de la reina, pero el nuevo camarero era el más ansioso y malo. Se abrió paso a arañazos y patadas al frente de la partida de búsqueda y salió primero por la puerta. Pronto corrían detrás de él por el Largo Paseo, preguntando a gritos a todo el que pasaba si había «visto a una pobre princesa evadida». Deseosos de complacer al nuevo camarero amedrentador y a sus secuaces, muchos les daban direcciones completamente ficticias y enviaban a la partida de búsqueda hacia una auténtica pérdida de tiempo.
Para aquel entonces, Jenna, Septimus, Hugo y sir Hereward ya habían llegado al embarcadero donde estaba amarrada la barcaza real.
—El barco os conducirá sanos y salvos hacia donde queráis —dijo sir Hereward—. Es una noche despejada y tranquila y el agua corre lenta.
Septimus miró la barcaza real y silbó entre dientes, una desagradable costumbre que se le había pegado de Marcellus Pye.
—¿No creéis que destacaremos demasiado a bordo de esto?
—En éste no. Sir Hereward se refiere al pequeño bote de remos. —Jenna señaló hacia sir Hereward, que flotaba sobre un pequeño bote de remos igual de ricamente pintado, amarrado detrás de la barcaza real y que se usaba para embarcar y desembarcar pasajeros cuando la barcaza no podía acercarse a la costa.
Justo entonces la luna llena asomó por detrás de una nube y una brillante luz blanca bañó los helados prados; era como si alguien hubiera encendido un foco y les apuntara directamente con él. Sir Hereward conocía demasiado bien los peligros de la luna llena, pues él mismo había entrado en la fantasmez debido a la aparición de una luna llena particularmente inoportuna y a una flecha certera.
—¡Nos descubrirán… escondámonos en el cenador! —dijo el fantasma saltando del bote.
Escondiéndose en las sombras de los grandes cedros, sir Hereward guió a todos hasta el cenador de Palacio; el mismo edificio octogonal con el techo dorado que Jenna había conocido en su época.
Escondida detrás del cenador, Jenna observaba las ventanas de Palacio iluminarse una tras otra, después de que cada habitación fuera invadida por la confusa partida de búsqueda y dejaran una vela encendida para indicar que la habían registrado.
De repente, con un estruendo lejano, los grandes ventanales del Salón de Baile se abrieron de par en par y el nuevo camarero salió a la terraza. Frustrado por su infructuoso recorrido de Palacio, había abandonado la partida de búsqueda a sus discusiones y había regresado a la salita de descanso de las damas para inspeccionarla con más detalle. Allí descubrió la ventana con el pestillo descorrido y que su presa había huido en una dirección muy diferente. Fuera del Salón de Baile, su intimidatoria voz cruzaba el aire helado de la noche mientras daba instrucciones a su recién elegida panda de matones.
—Formad grupos de tres. En verdad, hombre, ¿eres imbécil? Ay, sí que lo eres. ¡Mentecato, he dicho tres! No son más que niños, seguramente uno solo podría con ellos. Haced lo que os plazca con los criados, no tienen ninguna importancia, pero hay que devolver a Esmeralda a su apenada mamá. Ahora tú escóndete en las grandes puertas, tú a los establos y tú, idiota, lleva tus grandes pies planos al río. No perdáis el tiempo… ¡No os demoréis… largo, fuera de aquí!
Mientras Jenna, Septimus y Hugo se agazapaban tras el cenador, un grito salió de la partida de búsqueda.
—¡Contemplad esto! ¡Son sus huellas sobre el hielo! Declaro que los tenemos. ¡Ya son nuestros!
La partida de búsqueda, seguida de cerca por el camarero, se aproximaba a ellos rugiendo por los prados. Septimus intentó abrir desesperadamente la puerta del cenador, pero estaba cerrada.
—Romperé una ventana, Jen —dijo envolviéndose el puño en el trapo blanco de servir que había cubierto la salsera de la salsa de naranja.
—No, Sep —susurró Jenna—. Nos oirán. Además, si rompes la ventana, sabrán que estamos aquí.
—Permitidme, joven —dijo sir Hereward, aún sofocado después de que anteriormente lograra descorrer con éxito el cerrojo del dormitorio de Jenna.
El caballero colocó la mano sobre la cerradura. Los demás aguardaban nerviosos, oyendo cómo la partida de búsqueda llegaba a la barcaza real.
—Por favor, daos prisa —suspiró Jenna con urgencia.
—Mis poderes ya no son los que eran —dijo un aturullado sir Hereward—. Esta cerradura no se abre fácilmente.
—Sir Hereward, dejadme probar una cosa —dijo Jenna.
Deseando haber oído más la cantinela adormecedora de Jillie Djinn, Jenna sacó la llave de la Habitación de la Reina de su cinturón. Con unos dedos helados y temblorosos que tenían la misma utilidad que un paquete de salchichas congeladas, la buscó a tientas y se le cayó. La llave fue a parar a la helada hierba y lanzó destellos dorados y esmeralda a la luz de la luna. Septimus la cogió, la metió en la cerradura y la giró, y en un instante estuvieron todos dentro. Septimus cerró la puerta y se quedaron escuchando los ruidos huecos de las pisadas que corrían entre los cedros sacudiendo el suelo debajo de ellos.
De repente, Hugo se aferró al brazo de Septimus.
Dos ojos verdes destellaban en la oscuridad y un largo y grave gruñido empezaba a llenar el cenador.
—¿Ullr? —susurró Jenna en la oscuridad. Pero entonces recordó dónde estaba. ¿Cómo iba a ser Ullr?
De la oscuridad salió una voz que Jenna conocía.
—Cálmate, Ullr, cálmate —dijo Snorri, entrecortadamente.
Pero Ullr no se calmaba, el gran gato, asustado por los extraños olores y sonidos de aquella época diferente, se había espantado al oír el grito de la doncella nocturna y había salido huyendo por una maraña de pasillos. Snorri acababa de encontrarlo, para su alivio. Ahora Snorri refrenaba la pantera y le acariciaba la cerviz con el pelo erizado, donde nacía su gruñido.
—Está bien, Sep —susurró Jenna—. Es sólo Snorri y el Ullr Nocturno.
Septimus no entendió una palabra de lo que Jenna le decía, pero si una pantera que gruñía no alarmaba a Jenna, tampoco él se iba a alarmar. Había otras cosas de las que preocuparse en aquel momento, como la dura voz del nuevo camarero real.
—La pista está clara. Nuestra presa nos aguarda en el cenador de la reina, señores —dijo emocionado el nuevo camarero.
Tras el brusco traqueteo del picaporte, alguien lanzó una exclamación:
—Está cerrado y bloqueado, mi señor camarero.
—¡Entonces echadla abajo, Desgraciada Piltrafilla Molesta… echadla abajo!
Un gran estruendo sonó contra la débil puerta de madera y el cenador se estremeció. Sir Hereward esgrimió su espada y declaró:
—No temáis, no pasarán.
Jenna miró aterrada a Septimus… la partida del camarero real ni siquiera vería a sir Hereward; lo atravesaría como si nada.
—Podemos escapar a las cocinas desde aquí —dijo Snorri rápidamente—, pero nos seguirán. Tengo una idea. Jenna, dame tu capa, por favor.
En cualquier otra ocasión, a Jenna le habría costado dar su hermosa capa, pero como sonó otro golpe contra la puerta y un fino panel se hizo astillas detrás de ella, se quitó la capa y se la dio a Snorri. Jenna no podía ver cómo Snorri desgarraba el manto de punta a punta, lo pateaba contra el polvo del suelo del cenador y luego se lo daba al Ullr.
—Toma, Ullr —le dijo Snorri.
La pantera cogió la capa destrozada de Jenna en la boca y la sujetó entre sus dos grandes incisivos blancos.
—Quieto, Ullr. Vigila.
Ullr obedeció. La gran pantera se quedó de pie junto a la puerta, con los grandes ojos verdes centelleantes mientras otro golpe provocaba una lluvia de astillas de madera seca sobre su amplia y musculosa espalda.
—Venid —susurró Snorri, guiando a Jenna, Septimus, Hugo y sir Hereward—. Seguidme.
Snorri desapareció en la penumbra, pero el brillo de la luna sobre su cabello rubio casi blanco hacía fácil seguirla, y pronto bajaban apretujados por una pronunciada escalera de caracol de piedra. Mientras huían, oyeron la puerta del cenador ceder finalmente bajo el peso de los golpes. Luego el amenazador rugido de Ullr, seguido de un agudo grito de terror de la Desgraciada Piltrafilla Molesta que tuvo la desgracia de cruzar la puerta el primero.
—Entra ahí —dijo la ronca voz del camarero real.
—No, no, os lo ruego, señor. Os lo suplico. Por mi vida, no me atrevo.
—Entonces, idiota, estás perdido, pues no te quedará vida que arriesgar, a menos que entres y saques a la princesa.
—¡No… no, señor, os lo ruego!
—Hazte a un lado, estúpido. Ahora te enseñaré cómo se comporta un hombre…
En eso, un gruñido que nadie, ni siquiera Snorri, había oído nunca a Ullr llenó la estrecha escalera provocándoles escalofríos. Un grito de terror rasgó el aire, y luego se oyó el ruido de fuertes pisadas mientras la partida del camarero real emprendía la huida a toda prisa, dejando sólo al camarero para que enseñara al Ullr Nocturno cómo se comportaba un hombre.
La partida de búsqueda llegó otra vez al Salón de Baile en desbandada, y los pocos rezagados que se habían quedado para acabarse sus patitos, y los de sus vecinos, oyeron la terrible historia de cómo a la princesa Esmeralda se la había comido viva el demonio negro. Nadie sabía qué había sido del nuevo camarero, aunque todos temían (y esperaban, pues aquello mejoraba notablemente la historia) lo peor.
Con el Ullr Nocturno guardando el cenador y posiblemente comiéndose al camarero (aunque nadie quería pensar en eso), Septimus, Jenna, Hugo y Snorri salieron al tramo final de la escalera de caracol y se dieron de bruces con alguien.
—¡Nik! —exclamó Septimus, sorprendido.
Al oír la voz de Septimus, a Nicko casi se le cayó la vela. Un destello de confusión enturbió brevemente sus facciones mientras se fijaba en los sutiles cambios que ciento sesenta y nueve días atrapado en una época extraña habían producido en Septimus, pero pronto pasó, pues Nicko veía que bajo la mata de pelo y el cuerpo más delgado y algo más alto, era el mismo Septimus, y no sólo eso… detrás de él estaba Jenna.
—Venid, rápido —dijo Snorri—, pueden enviar a otros a derrotar a Ullr. No podrá contenerlos a todos eternamente. Debemos irnos.
Snorri le cogió la vela a Nicko y se puso en marcha decididamente. Todos siguieron a Snorri y la parpadeante luz de su vela por el paso de las cocinas inferiores, que estaban desiertas, salvo por tres cansadas criadas que desaparecieron a lo lejos. Las cocinas estaban llenas de los familiares y, para Jenna y Septimus, repulsivos olores del banquete. Echando un vistazo a su alrededor para comprobar que no había criados curiosos, entraron con sigilo. Tuvieron suerte, aquéllas eran las pocas horas tranquilas de la noche, cuando nadie salvo el panadero de Palacio trabajaba en las cocinas, y se encontraba bastante más lejos, en el piso superior.
Jenna sabía adónde se dirigían. No muy lejos, podía ver el hueco que ocultaba el armario de los abrigos de los subcocineros.
—Pronto estaremos en casa, Sep… ¿no es genial? —le dijo Jenna apretándole la mano a Septimus.
—Pero ¿cómo? —preguntó Septimus, perplejo.
Detrás de ellos, Nicko sostenía la vela, y sus sombras se dibujaban sobre el viejo armario de los abrigos.
—Así es como volveremos —dijo—. ¿No lo reconoces?
—¿No reconozco qué?
—Por donde has venido, bobo.
Septimus negó con la cabeza.
—Pero yo no he venido por aquí. Yo vine por la Cámara de los Alquimistas.
Nicko no entendía porqué Septimus estaba siendo tan quisquilloso.
—¡Oh, no importa, Sep! Volvamos todos por aquí, ¿vale? Lo que importa es llegar a casa.
Septimus no dijo nada. No veía cómo iba a volver a casa a través de un viejo armario. Al mencionar la palabra «casa», Hugo empezó a sollozar. Septimus se agachó junto al chico.
—¿Qué pasa, Hugo? —preguntó.
Hugo se frotó los ojos cansados y doloridos.
—Quiero… quiero ir a casa —murmuró—. Y ver a Sally.
—¿Sally?
—Mi perra. Quiero ver a Sally.
—Muy bien, Hugo. No te preocupes, yo te llevaré a casa.
—¡Sep! —exclamó Jenna horrorizada—. No puedes. Tienes que volver con nosotros. Ahora mismo. Tenemos que irnos antes de que alguien nos pille.
—Pero, Jen… no podemos dejar a Hugo aquí solo.
Sir Hereward tosió educadamente.
—Princesa Jenna. Confío en que me permitiréis escoltar al chico hasta su casa.
—¡Oh, sir Hereward! —dijo Jenna—, ¿seríais tan amable?
El caballero inclinó la cabeza.
—Será un honor, princesa Jenna. —El caballero tendió a Hugo la mano enfundada en un herrumbroso guante, que lo sujetó con fuerza en el enrarecido aire—. Ahora partiré, bella princesa —añadió sir Hereward, con una profunda reverencia—. Adiós, pues no volveré a veros nunca.
—¡Oh, sí me veréis, sir Hereward! Os veré esta noche y os lo contaré todo —sonrió Jenna.
—Confío en que no, princesa, pues no creo que estéis a salvo aquí esta noche. Os deseo a vos y a vuestros valientes compañeros que regreséis pronto sanos y salvos a casa. Vamos, Hugo.
Dicho lo cual, el fantasma salió por la puerta, con Hugo trotando a su lado.
—Adiós, Hugo —dijo Septimus.
—Adiós, aprendiz. —Hugo se dio la vuelta y sonrió—. Tal vez os vea mañana.
Tal vez sí, pensó sombríamente Septimus.
—Vamos, Sep —dijo Jenna con impaciencia mientras tiraba de él hacia el armario.
Snorri sacó un silbato de plata del bolsillo y se lo llevó a los labios. Sopló, pero no emitió ningún sonido.
—Es para Ullr —dijo Snorri—. Ahora vendrá.
Jenna abrió la puerta del armario de los abrigos.
—Mira —le explicó a Septimus—, hay un Espejo al fondo, detrás de los abrigos. —Apartó los estratos de tosca lana gris para dejar al descubierto el polvoriento marco dorado del Espejo—. ¡Ahí está! —dijo a Septimus, emocionada.
—¿Dónde? —preguntó Septimus, mientras las patas almohadilladas de Ullr se acercaban despacio a las cuatro figuras que se congregaban alrededor del armario.
—Allí —dijo Jenna, preocupada. ¿Por qué estaba siendo Septimus tan pesado?
—Es sólo un marco vacío, Jen —dijo Septimus—. Sólo un estúpido marco vacío. —Le dio una patada, furioso—. Eso es todo.
—¡No! ¡No puede ser! —Jenna puso la mano contra el Espejo, y comprobó que Septimus tenía razón.
El marco estaba vacío, y no quedaba ni rastro del Espejo que había contenido.
—Ahora todos estamos atrapados en este horrible lugar —dijo Septimus apesadumbrado.