El banquete
—¡S iéntate aquí! —le gritó bruscamente la reina, indicándole una pequeña e incómoda silla de oro.
Habían colocado la silla junto al trono lujosamente tapizado de la reina Etheldredda, que dominaba la mesa principal situada sobre el estrado del salón de banquetes. La reina Etheldredda no era una anfitriona generosa y daba tan pocos banquetes como le era posible. Los consideraba una pérdida de comida y de tiempo, pero a veces no tenía más remedio que darlos.
A la reina le había pillado por sorpresa la velocidad con que la noticia del regreso de la princesa ahogada se había difundido no sólo por Palacio, sino también por todo el Castillo. Sin embargo, junto con la noticia, cierta opinión, comunicada por el caballero del día, estaba ganando cada vez más credibilidad. Muchos creían que la reina estaba contrariada por ver regresar a su pobre hija ahogada y la había encerrado, y lo que era peor, por la expresión de su rostro cuando por primera vez contempló a su querida hija ahogada, cualquiera habría pensado que la prefería muerta. O bien, y esto se decía en voz muy baja, después de mirar a conciencia por encima del hombro para cerciorarse de que nadie estaba espiando, la gente susurraba que la reina había ahogado a su propia hija. La transmisión de esta noticia venía invariablemente acompañada de expresiones de consternación y sorpresa, seguidas de un irresistible deseo de encontrar a alguien a quien contárselo y disfrutar de la consternación y la sorpresa otra vez.
El rumor se había difundido más rápido que un incendio en un bosque, y al caer la noche la reina Etheldredda sabía que tenía que hacer algo, y rápido. De modo que los escribas de Palacio se pusieron a trabajar en la escritura de las invitaciones para:
Un espléndido banquete, a modo
de acción de gracias por el regreso sana y salva
de nuestra querida hija,
la princesa Esmeralda.
Tráiganse sus propios platos.
La multitud precipitadamente reunida se agolpaba fuera de las grandes puertas del Salón de Baile, que era la estancia más grande del Palacio, donde se celebraban todos los banquetes. Jenna se sujetaba nerviosa a la tambaleante silla de oro e inspeccionaba todo lo que tenía ante sí. Sacudió la cabeza intentando librarse de la extraña sensación que la acompañaba desde que había saltado a través del Espejo, de que estaba realmente en casa en su propia época y que Silas le estaba gastando una broma. Jenna aún recordaba con cariño su sexto cumpleaños, cuando al despertarse descubrió que estaba a bordo de un barco que había zarpado rumbo hacia lo que Silas llamaba la isla del Cumpleaños. Toda la habitación había sido decorada como el interior de un barco extraordinariamente desordenado. Sus hermanos estaban vestidos de piratas y Sarah de cocinera de barco. Cuando Simon gritó: «¡Tierra a la vista!», todo el mundo bajó por una escalera de cuerda colgada precariamente de la ventana, hasta un barco de verdad que los esperaba abajo en el río, que los llevaría río arriba hasta una pequeña playa de arena, donde Jenna descubrió un cofre del tesoro con el regalo de cumpleaños dentro.
Sin embargo, pensó Jenna con pesar mientras echaba una mirada furtiva a la reina, no podía imaginar a la madre de la pobre Esmeralda y de las princesitas fingiendo que por un día era la cocinera de un barco. Parecía demasiado para ella fingir incluso que le gustaba su supuesta hija. Jenna se dio media vuelta y echó un rápido vistazo a sir Hereward. Se sentía mejor al ver al viejo fantasma de pie detrás de ella, aún de guardia. Le guiñó un ojo a Jenna.
Jenna observó a la reina Etheldredda ocupar su lugar en el trono. La reina se sentó como si esperase que hubieran dejado una horrible sorpresa en el sillón. Sentada muy tiesa y estirada, como si se hubiera tragado una tabla, Etheldredda se sentó en el trono: un lujoso sillón dorado tapizado de terciopelo rojo oscuro del que colgaban piedras preciosas. El Aie-Aie se escabulló debajo del trono y enroscó la cola alrededor de una de las patas talladas, sacando y metiendo el diente y mirando pasar sabrosos tobillos. Los ojos color violeta de párpados caídos de la reina contemplaron fríamente las grandes puertas al final del Salón de Baile, que estaban cerradas y les aislaban del creciente bullicio del otro lado. Jenna miró de soslayo a la Etheldredda viva. Pensó que la reina se parecía extraordinariamente a su fantasma: las mismas trenzas de color gris acero enroscadas alrededor de las orejas, y la misma nariz afilada que rebufaba en el aire de la misma manera desaprobadora. La única diferencia era que la Etheldredda viva olía a calcetines viejos y alcanfor. De repente, sonó la inolvidable voz, como un taladro.
—¡Qué entre la plebe!
Los pajes de la puerta de esa noche, dos muchachitos que hacía tiempo que debían estar en la cama, corrieron a levantar los picaportes dorados y abrieron las puertas a la vez, tal y como habían practicado bajo la severa mirada del portero real durante las últimas cuatro horas.
Un grupo de gente de lo más exótico y elegante empezó a llenar el Salón de Baile, de dos en dos, cada uno sujetando un plato. Mientras las parejas entraban por las puertas, miraban inmediatamente a la princesa regresada, y aunque Jenna se había acostumbrado a ser el blanco de todas las miradas durante los paseos que daba por el Castillo en su propia época, empezó a sentirse muy cohibida. Se sonrojó como un tomate y no pudo evitar preguntarse si alguno de ellos notaría que no era Esmeralda.
Pero nadie lo notó. Unos pocos pensaban que Esmeralda parecía gozar de mejor salud que antes, y parecía, sorprendentemente, mucho más feliz por el tiempo que había pasado lejos de su mamá. Había mudado el rostro demacrado y el gesto tenso que siempre tenía. Había engordado y ya no parecía necesitar una buena comida, o dos.
Al haber enviado la invitación con tan poco tiempo, la reina Etheldredda había improvisado un impresionante grupo de invitados. Todos vestían sus mejores galas; la mayoría llevaba sus trajes de boda, aunque los eruditos, en particular los magos ordinarios y los alquimistas, llevaban sus togas de graduación adornadas con piel y sedas de ricos colores. Los cortesanos y funcionarios reales, con la nariz muy erguida, se pavoneaban dándose importancia al pasar por las puertas del Salón de Baile en sus túnicas ceremoniales. Estaban hechas de terciopelo gris oscuro ribeteado de rojo y adornadas con largas cintas de oro que colgaban de las mangas, en distinto número y longitud según el estatus de los funcionarios. En las túnicas de los funcionarios importantes las cintas llegaban al suelo, y en las túnicas de los funcionarios extraordinariamente importantes, las cintas se arrastraban por el suelo y a menudo —accidentalmente o a propósito—, alguien se las pisaba. No era raro ver una larga cinta de oro tristemente olvidada en los pasillos de Palacio, y algunos oficiales incluso solían llevar cintas de recambio con ellos, pues el número de cintas que uno llevaba en la manga era muy significativo, y no era bueno que un funcionario de cinco cintas fuera visto sólo con cuatro, y mucho menos con tres.
Jenna observaba cómo el suntuoso torrente de invitados entraba y buscaba su lugar en las tres largas mesas que estaban dispuestas a lo largo del Salón de Baile. Tras mucho alboroto y pisadas de cintas, todos estuvieron por fin sentados. El camarero de la reina empujó a un pequeño paje nervioso hasta el estrado; el chico corrió hacia el centro del mismo, se quedó allí de pie clavado al lado de la reina y tocó una pequeña campanilla. El tintineo produjo un inmediato y completo silencio. Todo el mundo interrumpió su charla en mitad de la frase y miró con expectación a la reina Etheldredda.
—Bienvenidos a esta fiesta —la voz de Etheldredda sonaba como unas uñas arañando una pizarra. Algunas personas hicieron una mueca, otras se pasaron la uña por los dientes frontales para librarse de la molesta sensación—, celebrada en honor del feliz regreso de mi querida hija, la princesa Esmeralda, a quien todos creíamos ahogada. Que ha sido muy llorada por su querida mamá y que ha sido recibida con el mayor de los regocijos y cariños maternos, pues no nos hemos perdido de vista ni un momento desde su regreso, ¿verdad, querida? La reina Etheldredda propinó a Jenna una fuerte patada en la espinilla por debajo de la mesa.
—¡Aaaaay! —exclamó Jenna.
—¿Verdad, querida? —Los ojos de Etheldredda se clavaron en los de Jenna y susurró entre dientes—: Contesta: «No, mamá», pequeña idiota, o será peor para ti.
Con todos los ojos fijos en ella, Jenna no se atrevió a negarse.
—No, mamá —murmuró enfurruñada.
—¿Qué ha sido eso, mi más preciosa? —preguntó la reina Etheldredda delicadamente, con ojos acerados—. ¿Qué has dicho?
Jenna respiró hondo y dijo:
—No, mamá. De hecho tu mirada es… cautivadora. —Y de inmediato deseó no haberlo dicho, pues todos los ojos estaban ahora clavados en ella al escuchar el extraño acento y su peculiar manera de hablar.
Pero la reina Etheldredda, que se había habituado a no escuchar nunca ni una palabra de lo que decía la princesa Esmeralda, pareció no notarlo. Aburrida por tener que pensar en la desgraciada Esmeralda durante más tiempo de lo que había hecho en su vida, la reina se puso en pie.
Con mucho ruido de sillas, todo el mundo en el Salón de Baile se puso en pie y apartó su respetuosa mirada de la rara Esmeralda y la dirigió hacia su reina, que le resultaba más familiar.
—¡Qué empiece el banquete! —ordenó Etheldredda.
—¡Qué empiece el banquete! —respondieron los invitados.
Después de asegurarse completamente de que la reina ya estaba sentada, la multitud se sentó a su vez, y un expectante zumbido de cháchara volvió a comenzar.
A Jenna le había angustiado la perspectiva de tener que hablar con la reina Etheldredda, pero ahora no tenía que preocuparse por eso, pues la reina no la miró ni una sola vez durante el resto del banquete. En cambio, dirigió su atención hacia el joven de cabello oscuro que se sentaba a su izquierda. Jenna se fijó en que el hombre no llevaba el rojo real sino una llamativa túnica negra y roja con una deslumbrante cantidad de oro. El joven siguió mirando a Jenna con mirada perpleja, pero con la reina Etheldredda entre ellos, éste parecía no querer decir nada. Como poco más podía hacer —pues el Petulante Tonel de Manteca se sentaba a su derecha y, siguiendo el ejemplo de la reina, también la ignoraba—, Jenna se entretuvo escuchando la cáustica conversación entre Etheldredda y el joven, y se sorprendió al oírle llamar «mamá» a la reina.
Sonó un gong.
Un expectante silencio se extendió entre la hambrienta multitud. Era el anuncio de los primeros quince platos. Se relamieron, sacudieron las servilletas y, casi al unísono, se las pusieron bajo las barbillas. Los pequeños pajes abrieron las puertas y entró una larga hilera doble de criadas, cada una con dos pequeños cuencos de plata. Al entrar en el salón de baile, las chicas se dividieron: una fila servía cada mesa. Formando una marea gris, las chicas fueron pasando por las mesas y depositando un cuenco ante cada ávido comensal. Las últimas dos chicas que entraron en el Salón de Baile fueron hasta el estrado y pronto Jenna también tuvo un pequeño cuenco de plata delante de ella.
Jenna bajó la vista hacia el cuenco con curiosidad y lanzó una exclamación de horror. Un patito, apenas recién salido del huevo, estaba bañado en un charco de fino caldo marrón. Habían marinado al patito en vino, lo habían desplumado y metido su cuerpecillo desnudo con piel de gallina en el cuenco. La cabeza descansaba sobre un pequeño saliente especial del cuenco para patos y miraba con ojos aterrorizados a Jenna. ¡Aún estaba vivo! Jenna casi se puso enferma en el acto.
La reina Etheldredda, por otro lado, parecía muy complacida al ver al patito. La reina se relamió, comentando al joven de su izquierda que aquél era uno de sus platos favoritos, no había nada como un tierno y joven patito recién escaldado en salsa de naranja caliente.
Sonó el gong por segunda vez, para anunciar la llegada de una larga hilera de chicos que llevaban las jarras de salsa hirviendo. Jenna vio entrar a los chicos de dos en dos en el Salón de Baile, una fila se fue hacia la derecha y la otra hacia la izquierda, y cada chico se detuvo a servir salsa de naranja en los cuencos de los comensales que aguardaban. Se ordenó a los dos chicos del final de la hilera, que llevaban las salseras con la salsa más caliente, que fueran directamente al estrado. Rápidamente, antes de que el chico de la salsa llegara hasta ella, Jenna sacó al patito del cuenco y se lo metió en el bolsillo de la túnica. La pequeña criatura se quedó en el fondo suave y mullido del bolsillo, paralizada de terror.
Jenna observó cómo los chicos avanzaban entre la multitud. Con los ojos bajos, intentando que no se les derramaran las salseras llenas hasta el borde de salsa caliente, subieron al estrado, donde un fornido criado les decía al oído: «No tardéis en servir a la reina y a la princesa Esmeralda primero». Y de este modo, cuando Jenna levantó la vista para agradecer educadamente al chico que acababa de servirle la salsa de naranja en el cuenco que no tenía patito, se encontró con los ojos angustiados de Septimus Heap.
Jenna apartó la mirada. No podía creerlo. Aquel chico con el cabello largo y enmarañado, rostro delgado y algo más alto de lo que lo recordaba, no podía ser Septimus. ¡Ni en broma!
Septimus, por su parte, esperaba ver a la princesa Esmeralda, así que aquello fue lo que vio. Estaba enfadado consigo mismo por pensar durante unos pocos segundos esperanzadores que la princesa podía ser Jenna. Ya se había engañado una vez, cuando la princesa Esmeralda se había quedado con Marcellus justo antes de desaparecer. No iba a dejar que le volviera a ocurrir. Con cuidado, Septimus vertió la salsa de naranja en su cuenco, agradecido de que, por algún motivo, no tuviera un patito vivo dentro.
De repente se oyó un fuerte estruendo y una exclamación de horror mezclada con júbilo se elevó en el Salón de Baile. Al ver el patito en el cuenco de la reina Etheldredda, Hugo había dejado caer la salsera, y la salsa de naranja hirviendo salpicó el regazo de la reina. Etheldredda se puso en pie de un salto gritando, el Petulante Tonel de Manteca echó hacia atrás su silla, agarró a Hugo por el pescuezo y lo levantó del suelo, casi estrangulándolo.
—¡Pequeño idiota! —gritó el Tonel de Manteca—. Lo pagarás muy caro. Te arrepentirás de este momento durante el resto de tu vida… que no será muy larga, muchacho, acuérdate de mis palabras.
Los ojos de Hugo se abrieron de terror. Colgaba sin poder hacer nada de las manos regordetas del Tonel de Manteca, que se estaban estrechando en torno a su cuello. Septimus vio cómo a Hugo se le ponían los labios azules y los ojos en blanco, y se abalanzó contra el camarero real. Con más fuerza de la que creía tener, rescató al chico de aquellas manos regordetas.
—¡Suéltalo, gordo desalmado! —gritó, y la voz de Septimus se propagó por todo el Salón de Baile con más efecto del que pretendía.
Jenna saltó de su asiento. Había estado observando al camarero real estrangular a Hugo con más horror que Septimus, y ahora lo sabía: era Septimus, era su voz. Reconocería su voz en cualquier parte. ¡Era él!
Al mismo tiempo, el joven que se sentaba al otro lado de la reina Etheldredda se puso en pie de un salto. También él reconoció la voz de su aprendiz: ¿qué estaba haciendo ese chico vestido de criado en Palacio?
Jenna y Marcellus Pye chocaron entre sí en el estrado. Marcellus resbaló en el charco de salsa de naranja y se dio un golpe contra el suelo. El Petulante Tonel de Manteca perdió la batalla contra Septimus y soltó a Hugo, que cayó al suelo aturdido. Aprovechando la oportunidad, la reina Etheldredda, empapada de salsa de naranja, quiso pegar al chico; pero falló y le dio al Tonel de Manteca una fuerte colleja en el oído. El Tonel de Manteca, que era un hombre agresivo, le dio instintivamente una bofetada a la reina, para deleite de los reunidos en el Salón de Baile, que miraban embelesados, con los patitos detenidos a medio camino de sus bocas abiertas.
El Tonel de Manteca se percató de repente de lo que había hecho, y se puso pálido y luego gris ceniciento. Se cogió las vestiduras manchadas de salsa y salió huyendo del banquete, entre las mesas, con sus diez preciosas cintas de oro ondeando tras él. Los pajes de las puertas, al verlo venir, creyeron que aquello sucedía en todos los banquetes y abrieron ceremoniosamente las grandes puertas para el Tonel que huía y se inclinaron cuando pasó volando ante ellos. Al cerrar las puertas, los pajes sonrieron. Nadie les había contado que un banquete fuera tan divertido.
Sosteniendo al aturdido Hugo con una mano, Septimus cogió a Jenna con la otra.
—¿Eres tú, verdad, Jen? —preguntó con los ojos brillantes de emoción.
Una maravillosa sensación de esperanza y felicidad al volver a ver a Jenna invadió a Septimus; se sentía como si le hubieran devuelto su futuro.
—Sí, soy yo, Sep. ¡No puedo creer que seas tú!
—Marcia encontró mi nota, ¿verdad?
—¿Qué nota? Vamos, salgamos de aquí mientras aún estamos a tiempo.
Nadie se percató de que dos criados y la princesa Esmeralda abandonaban la refriega. Dejaron atrás a un grupo de criados de Palacio que asistían a la furiosa Etheldredda, que gritaba a Marcellus Pye, exigiéndole que «se levantara en aquel mismo instante». En medio del rumor tumultuoso del Salón de Baile, salieron de puntillas por una pequeña puerta del panel del fondo del estrado que conducía a una salita de descanso para las damas reales que deseaban reposar de los efectos de haber comido y bebido demasiado.
Jenna cerró la puerta y se apoyó contra ella, mirando a Septimus con incredulidad. El patito se movió y un pequeño charco húmedo empapó el bolsillo de la túnica. No cabía duda de ello, pensó Jenna, el patito era auténtico y, sorprendentemente, también Septimus.