36

Broda Pye

J enna entró en la Habitación de la Reina con una sensación de alivio. Sabía que estaba a salvo, nadie podía seguirla. La habitación estaba igual que siempre; el mismo fueguecito ardiendo en la chimenea, el mismo sillón y la misma alfombra a su lado, salvo que el fantasma que se sentaba en el sillón no era el mismo. En lugar del fantasma de su madre, a quien Jenna aún no había visto, el sillón estaba ocupado por el fantasma de la reina Etheldredda madre. La madre de la actual reina Etheldredda era muy distinta de su hija. El anciano fantasma dormitaba en su sillón con la corona algo caída hacia delante sobre el ralo cabello blanco, y una sonrisa de satisfacción en el rostro mientras soñaba en los tiempos felices que ella y su marido habían pasado en el Palacio y en todos los amigos a los que había conocido. Si de vez en cuando fruncía el ceño, era porque las rabietas adolescentes de la joven Etheldredda irrumpían en sus sueños, pero pronto se desvanecían, sustituidas por los abundantes buenos recuerdos que la muy querida y anciana reina había conservado. Cuando Jenna entró en la habitación, la reina abrió los ojos y, creyendo que estaba viendo a su nieta, sonrió y volvió a sus ensoñaciones.

Jenna estuvo a punto de sentarse en el viejo sillón junto al fuego y esperar, hasta que al otro lado todo el mundo hubiera abandonado su búsqueda y se hubiera ido, pero algo en el sillón le decía que no le correspondía sentarse en él, aún no. Caminó por la pequeña habitación mientras la anciana reina dormía, ajena a la presencia de su tataratataratataratataratataratataratataratataratataratataratataranieta.

Interesada en ver si el Armario de Pociones Inestables y Venenos Particulares había cambiado de algún modo, Jenna se asomó a su interior. Para su sorpresa, en lugar de los estantes vacíos a los que estaba acostumbrada, el armario estaba lleno de exquisitas botellas pequeñas de cristal de distintos tonos azules, verdes y rojos, que destellaban a la luz del fuego. En cada botella había un tapón de corcho rematado en oro, y las largas filas de corchos de oro titilaban como una preciosa cadena de oro.

Intrigada por las botellas, Jenna se metió dentro del armario, y la puerta se cerró detrás de ella. Para sorpresa de Jenna, cuando la puerta se cerró, al fondo del estante una hilera de minúsculas velas se prendieron solas y llenaron el armario de luz. Jenna tenía curiosidad por ver lo que ahora se guardaba en los cajoncitos de caoba, así que abrió el primer cajón. Estaba lleno de lo que parecían gruesas monedas de oro, pero olían a chocolatinas de menta. Jenna cogió una, quitó la fina hoja de oro que la recubría y chupó un poco para probar el chocolate oscuro y amargo. Incapaz de resistirse, se metió el resto de chocolate en la boca. Se fundió en la más maravillosa mezcla de menta y chocolate que hubiera probado nunca. Jenna cerró el cajón antes de sentir la tentación de coger otra y, uno a uno, abrió el resto de los cajones, que estaban ordenadamente llenos de otras tantas botellas que descansaban sobre suaves trozos de lana sin hilar.

Preocupada por decidir si tomar otra chocolatina de menta, Jenna abrió el último cajón y, demasiado tarde, oyó el delatador «clic» mientras la puerta del armario se cerraba y la Vía de la Reina se ponía en movimiento. Todo se oscureció, y a continuación alguien entró de puntillas y gritó muy fuerte.

—¡Aaaarg! ¡Broda, Broda! Mamá está en el armario. Lo ha atravesado. ¡Brodaaaaaaa!

La puerta del armario se abrió de un golpetazo y entró corriendo una chica, que seguía gritando. Le pitaban los oídos y Jenna se asomó nerviosamente por el armario y se enfrentó a la rara imagen de la que parecía ser su hermana gemela lanzándose a los brazos de una hermosa joven con cabello largo, oscuro y rizado, y brillantes ojos azules de bruja.

—Ven, ven, Esmeralda —la acalló la joven, acariciando con cariño el cabello de Esmeralda—. Deja de armar bulla. Ahora estás a salvo y tu mamá no se atreverá a venir por la vía, pues sabes que tu abuela se lo prohibió. ¡Chissst!… Ven aquí. ¡Oh! —Broda Pye lanzó una exclamación al ver a otra Esmeralda saliendo del Armario de Pociones Inestables y Venenos Particulares.

—Ejem… hola —saludó Jenna tímidamente.

Esmeralda se quedó mirando a Jenna, y Jenna le devolvió la mirada… incapaz de creer que no estaba mirándose al espejo y viendo su propio reflejo. Eran de la misma estatura, su cabello castaño tenía la misma longitud y ambas llevaban diademas de oro idénticas. De repente, Esmeralda empezó a sollozar.

—Ha llegado mi hora. Veo a mi doble. Todo está perdido… ¡Buaaaaaa!

—¡Basta, Esmeralda! —dijo Broda Pye, con más severidad—. No es tu doble… mira sus botas, Esmeralda.

Esmeralda miró las botas marrones de Jenna y arrugó la nariz con una expresión de desaprobación que demostraba que realmente era hija de su madre.

—No son sino unas vulgares botas marrones —dijo Esmeralda, como si Jenna no estuviera allí.

Jenna se miró las botas. Le gustaban sus botas y no pensaba que Esmeralda fuera la más indicada par hablar de ellas, teniendo en cuenta los estúpidos zapatos que llevaba: unas cosas rojas brillantes de lo más extraño con unas punteras tan largas que en los extremos tenían dos trozos de cinta que se ataban a los tobillos para evitar que se tropezara con ellas.

—¿Quién eres tú? —Broda interrumpió los pensamientos de Jenna sobre el calzado de Esmeralda.

—Me llamo Jenna —dijo Jenna.

—Por tu diadema dorada y tus ropas rojas, pareces una princesa, a pesar de la botas —dijo Broda—. Pero ¿cómo es posible?

—Soy una princesa —dijo Jenna, enojada—. Y en mi época llevamos botas.

Broda Pye estaba acostumbrada a que sucedieran cosas extrañas en su casa, pues los marjales Marram eran incluso más indómitos que en la época de Jenna; todo tipo de espíritus y criaturas vivían allí, y a veces entraban en la casa de la conservadora. Broda decidió que Jenna era uno de ellos; el espíritu de una princesa muerta hace tiempo que vagaba por los marjales, tal vez buscando la nave Dragón. Broda podía observar que Jenna era un espíritu muy corpóreo y con mucho temperamento, y pensó que sería prudente apaciguarlo ofreciéndole comida y bebida.

Broda desapareció en la cocina, dejando juntas a Jenna y a Esmeralda. Hubo un incómodo silencio entre ellas, y luego Esmeralda, que era una persona muy práctica y había decidido que Jenna tenía un aspecto demasiado sólido para ser un espíritu, lo rompió.

—¿Eres realmente una princesa?

Jenna asintió.

Esmeralda sabía algo de los experimentos de Marcellus.

—¿Vienes de una época venidera? —le preguntó.

Jenna volvió a asentir.

Esmeralda caviló seriamente.

—Dime… ¿es mamá reina en tu época venidera? —le preguntó.

Jenna sacudió la cabeza.

—Cuando yo me fui, no —dijo—. Pero el mes pasado su fantasma se apareció de repente. Ahora temo que, si no regreso, se convierta en reina.

—Entonces, debes regresar —sentenció Esmeralda como si sentara cátedra—. Mira, Broda te ha traído sus dulces… te está haciendo los honores.

Broda regresó con una bandeja de vasos altos llenos de una bebida caliente y neblinosa y un plato de oro con dulces blandos de delicado color de rosa y verde cubiertos de azúcar en polvo. Se los ofreció a Jenna, que cogió uno de color de rosa. No se parecía a nada de lo que Jenna hubiera comido antes, eran suaves y masticables al mismo tiempo y sabían a una aromática mezcla de pétalos de rosa, miel y limón.

La bebida neblinosa no era tan rica. Sabía amarga, pero estaba caliente, y Jenna estaba disfrutando allí sentada junto al fuego de Broda. Se sentía a salvo y había entrado en calor, tal y como hacía en la casa de la conservadora, pero sabía que tenía que irse. Allí no encontraría a Septimus.

—Ahora debo irme —dijo Jenna, que se iba acostumbrando a una manera más formal de hablar—. Pero gracias por vuestra hospitalidad.

Broda Pye inclinó la cabeza, aliviada de que el espíritu de la princesa estuviera satisfecho. Luego, como exigía la prudencia en las visitas de los espíritus, preguntó:

—Os lo ruego, bella princesa, no partáis de esta casa con las manos vacías. Pedidme lo que queráis y será un honor cumplir vuestro más mínimo deseo.

Broda esperaba que Jenna no le pidiera el precioso collar de perlas nuevo que Marcellus le acababa de enviar, y deseó habérselo escondido debajo de la túnica cuando estaba en la cocina. Entonces era demasiado tarde, y Broda contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta de la princesa espíritu.

Había algo que Jenna quería más que nada en el mundo —aparte de encontrar a Septimus— y sabía que era el único lugar donde podría hallarlo.

—Quiero… —dijo lentamente, intentando dar con las palabras adecuadas.

—¿Sí? —preguntó Broda Pye en ascuas, toqueteando nerviosa el collar.

—Quiero saber cómo resucitar la nave Dragón.

Broda Pye soltó un audible suspiro de alivio.

—¿De la muerte? —preguntó.

—De un estado intermedio entre la muerte y la vida. Respira, pero no se mueve.

—¿Habla?

—Pero débilmente, como un suspiro en la brisa —dijo Jenna, entrando realmente en la vieja forma de hablar y disfrutando bastante de ella.

—Espera unos minutos más y te daré el remedio —dijo Broda, y, antes de que Jenna pudiera cambiar de opinión, entró en el Armario de Pociones Inestables y Venenos Particulares. Jenna oyó cómo abría la trampilla y subía la vieja escalera, de camino a la nave Dragón en el oscuro y solitario templo subterráneo.

Hubo un silencio.

—A mamá no le gusta la nave Dragón, pero a mí sí me gusta —dijo Esmeralda al cabo de un rato—. Sé que ella me hablará cuando llegue el momento, aunque a mamá no le hable, pero mamá le grita y la increpa todos los días de solsticio de verano.

Jenna sonrió; sabía que la nave Dragón tenía buen criterio.

Broda regresó sin aliento y oliendo a los mohosos pasajes subterráneos. Puso una vieja y abollada caja sobre su mesa e indicó a Jenna que se acercara. En la caja estaban escritas las palabras ÚLTIMO RECURSO. Broda murmuró un hechizo para abrir la caja y luego levantó la tapadera. Dentro había una bolsita de cuero que Jenna reconoció.

—Es la transubstanciacíón triple —dijo desilusionada—. Ya lo intentamos antes.

Broda parecía impresionada.

—Eres un espíritu muy listo para tu edad —observó, sacando los tres cuencos de oro esmaltados de azul alrededor del borde que Jenna recordaba bien.

Broda dejó los cuencos sobre la mesa y luego, para sorpresa de Jenna, sacó una botellita verde.

Jenna cogió la botella. En la etiqueta estaba escrito TX3 RESUCITAR.

—Nunca había visto esto antes —dijo.

—Entonces no has visto la transubstanciacíón triple —dijo simplemente Broda—. No funcionará sin esto, aunque con magia fuerte, puede hacer algún bien.

—¿Puedo llevarme la botella? —preguntó Jenna.

Broda bajó la cabeza.

—Claro que sí. Hay muchas más en el armario de la reina. Por favor, princesa.

—Gracias —dijo.

Broda se quedó de pie esperando a que la princesa espíritu se marchara. Temía que le pidiera algo más; algunos espíritus se vuelven avaros. A Broda le visitó una vez el espíritu de un mercader que se le llevó toda su colección de dedales, y luego volvió a por sus mejores agujas.

Jenna sabía que Broda estaba deseando que se marchara. Pero aun así dijo:

—Hay una cosa más…

A Broda le cambió la cara. De modo que aquél era un espíritu avariento. No lo parecía, pero con los espíritus nunca se sabe.

—¿Qué? —dijo Broda bastante bruscamente.

—¿Tienes un Boggart? —preguntó a Broda.

Broda parecía sorprendida.

—¿Quieres un Boggart? —preguntó con incredulidad, pero a una princesa espíritu no se le puede negar nada.

Broda abrió la puerta principal de la casa. Entró el olor a humedad de los marjales y Jenna respiró aquel olor que tanto le gustaba; luego dio un brinco, sobresaltada. Al menos una docena de pequeños Boggarts estaban mirándola desde el umbral de la puerta, con los ojos marrones y las narices enlodadas brillando a la luz de la linterna.

—¿Qué Boggart quieres? —preguntó Broda.

—No quiero ninguno, sólo quería verlos otra vez —explicó Jenna—. ¿No son adorables? Mira sus grandes ojos y sus enormes aletas.

La paciencia tenía un límite; Broda sacudió la cabeza ante la locura de los espíritus.

—¡Fuera! —dijo moviendo los brazos furiosamente ante los bebés Boggarts—. ¡Fuera!

Los Boggarts miraban fijamente a Broda sin parpadear y sin dar la menor muestra de asustarse.

—Ponen a prueba mi paciencia sin ninguna piedad —dijo Broda, dando un portazo—. Es época de cría y digo que debe de haber una docena de camadas por toda la isla.

—En mi época sólo hay un Boggart —dijo Jenna.

—Entonces en tu época sois realmente afortunados. Bueno, adiós princesa —dijo Broda sujetando la puerta abierta del Armario de Pociones Inestables y Venenos Particulares.

Jenna captó la indirecta.

—Adiós, Broda. Adiós, Esmeralda —dijo educadamente, y entró en el armario.

Broda Pye cerró la puerta con firmeza.

Jenna salió de la Habitación de la Reina, y fue un alivio encontrar el descansillo vacío. Bajó de puntillas los escalones de la torreta y…

—¡Princesa! —saltó el caballero del día.

El caballero del día no se resignaba a perder la cabeza. Sujetó a Jenna fuertemente del brazo y se la llevó.

—Vuestra mamá se preocupará, linda Esmeralda. No debéis escaparos de vuestra cámara. Son más de las seis de la tarde y todas las princesas deben de estar en la cama. Vamos.

Jenna no podía escapar del caballero que la sujetaba fuerte. A toda velocidad, la arrastraba por el pasillo y, antes de que se diera cuenta, había llegado a las puertas de su dormitorio… y ante un sorprendido sir Hereward.

Sir Hereward no estaba solo. Un hombre bajito y gordo de cara roja y nariz bulbosa aporreaba furiosamente la puerta del dormitorio. El hombre se veía agobiado en su librea de seda gris de Palacio con cinco largas cintas de oro colgando de cada manga, además de dos grandes hombreras de oro, que habían sido añadidas a petición propia.

—¡Abrid! —gritó—. ¡Abrid en nombre de su graciosa majestad, la reina Etheldredda! ¡Abrid, os digo!

El caballero del día vio su oportunidad para traspasar a otro su problemática carga.

—Percy —dijo en voz alta por encima del alboroto de los golpes—, deja de gritar. Aquí tengo a la princesa Esmeralda.

El hombre de cara roja se dio media vuelta, sorprendido.

—¿Por qué no está en la cama? —exigió saber.

El caballero del día pensó rápido.

—La princesa Esmeralda es una flor muy delicada, Percy. Se le antojaron los vapores, y yo, pensando en lo que su querida mamá se preocupa por su más preciosa y ahora única hija…

—¡Oh, basta ya de parloteo! —soltó el hombre barbudo. Se volvió hacia Jenna y le hizo una breve reverencia—. Princesa Esmeralda, su graciosa majestad, vuestra querida mamá, solicita vuestra presencia real en un banquete que se celebra esta noche para festejar que habéis regresado sana y salva de las frías aguas del río. Seguidme.

Jenna miró con pánico a sir Hereward, que susurró:

—Es el camarero mayor. No se le puede decir que no. Será mejor que obedezcáis.

—Pero, ella, quiero decir mamá, dice que debo quedarme aquí —protestó Jenna.

El camarero real dirigió a Jenna una mirada inquisidora. Ciertamente Esmeralda había cambiado a peor desde la última vez que la vio. Era mucho más atrevida, y no le gustaba ni una pizca el modo que tenía de hablar.

—No creo que realmente queráis desobedecer a vuestra querida mamá —dijo el impávido camarero—. Ni yo mismo lo querría de estar en vuestro lugar.

—Será mejor que vayáis —susurró sir Hereward—. Yo estaré a vuestro lado. Él no me verá, pues no quiero aparecerme a este Petulante Tonel de Manteca.

Jenna sonrió agradecida.

Con una horrible sensación en el estómago, pero con el fiel sir Hereward a su lado, siguió al Petulante Tonel de Manteca por los pasillos iluminados por velas, abriéndose camino a través del bullicio de criados y bajando la gran escalera hacia los inquietantes sonidos de los preparativos del banquete.