Caballeros
M ás avanzada la tarde, Jenna se sentaba envuelta en una húmeda colcha en la cama llena de bultos de la princesa Esmeralda. Junto a ella estaban los restos de un gran pastel, pan crujiente, queso, manzanas, tarta y leche que el caballero del día, fiel a su palabra, hizo que el cocinero le trajese. Había encendido la pequeña vela que tenía junto a la cama y, mientras se sentaba para calentarse las manos en la débil llama de la vela, oyó un débil golpecito en los paneles de madera de la habitación. El sonido iba y venía a ráfagas, a veces frenético, a veces débil y luego desaparecía. A Jenna se le pusieron los pelos de punta: eran las princesitas y aún estaban vivas.
Jenna sabía que no debía hacerlo, pero no pudo evitar pegar la oreja al panel de donde procedían los golpes. Para su consternación estaba segura de que podía oír los débiles sollozos e hipidos de un llanto agotador, un llanto infantil. Aquello era demasiado. Jenna corrió a la puerta y llamó fuerte con los puños, gritando:
—¡Sir Hereward, sir Hereward! Están aquí. Las oigo… ¡tenemos que sacarlas! ¡Oh, sir Hereward, por favor, vaya a buscar ayuda!
Para sorpresa de Jenna, el fantasma atravesó las puertas del dormitorio. Sir Hereward no atravesaba las puertas a petición de cualquiera, pero a veces tenía que hacerlo. Se quedó al lado de Jenna, y sacudió la cabeza para librarse de la desagradable sensación de estar lleno de madera.
—Princesa —dijo el caballero, apoyándose en la espada y mirando a Jenna con aire perplejo—, perdonad mi confusión, pero a mi pobre cerebro le parece que vos sois sin duda una princesa real, pero no sois la pobre princesa Esmeralda, aunque os parecéis muchísimo a ella.
Jenna asintió. Sabía que podía confiar en sir Hereward, pero no estaba segura de si comprendería lo que estaba a punto de contarle.
—Soy la princesa Jenna —dijo muy bajito, por si alguien les estaba escuchando—. He venido de una época del futuro…
Se calló, pues no estaba segura de que sir Hereward comprendiera lo que quería decir.
El viejo caballero era mucho más rápido de lo que Jenna esperaba.
—¡Ah, por eso tu lenguaje es de tiempos venideros! —caviló sir Hereward—. Es un extraño sonido, eso seguro, tan rápido y brusco para el oído como los golpes del pico de un pájaro contra los barrotes de su jaula. ¡Qué cacofonía debe reinar en vuestro Palacio, princesa Jenna!
Jenna estaba a punto de decir que su Palacio era silencioso y vacío en comparación con ése, cuando volvieron a empezar los golpes dentro de la pared.
—Ahí está —susurró.
—Son las pobres princesitas, princesa Jenna —suspiró sir Hereward con voz lastimera.
—Pero tenemos que sacarlas antes de que se asfixien —protestó Jenna, frustrada por la falta de iniciativa de sir Hereward.
—Ya están asfixiadas —murmuró sir Hereward mirándose los herrumbrosos pies.
—Pero…
—Son sus espíritus inquietos los que oyes, princesa. Como de hecho oía la pobre Esmeralda. Tal vez, de haber sabido la verdadera naturaleza de la reina… podía haber salvado a los bebés.
—Pero eran sus hijas —dijo Jenna—. ¿Cómo pudo…?
—Creo que precisamente lo hizo por ese motivo, porque eran sus hijas —explicó sir Hereward muy serio—. Oí algo de lo más extraño… pero no me atreví a creerlo.
El fantasma sacudió la cabeza como para alejar el pensamiento de su mente.
—¿Qué? ¿Qué es lo que no creísteis? —preguntó Jenna. Ya continuación, dándose cuenta de que el modo en que ella hablaba le parecía casi rudo al caballero, añadió un poco de afectación—. Os lo ruego, contádmelo, por favor, sir Hereward, ¿qué es lo que no os atreviste a creer?
Sir Hereward sonrió.
—¡Anda! Ahora os parecéis más a la princesa Esmeralda.
Jenna no estaba segura de si parecerse a ella era particularmente bueno o seguro, pero lo tomó como un cumplido.
—Se dice que la reina busca disfrutar de la vida eterna en esta tierra. Y que en realidad está tan cerca de conseguirlo que no quiere herederos, pues ella conservaría el reinado para siempre jamás. —Sir Hereward suspiró—. Así que me parece que durante toda la eternidad nuestra reina será siempre la reina Etheldredda.
—¡No, no lo será! —gritó Jenna.
Sir Hereward miró a Jenna con un débil rayo de esperanza en los ojos.
—¿No lo será, bella Jenna? Creo que para estar seguros de tal cosa, deberíais escapar de vuestra tataratataratataraabuela —dijo—, pues ya no estáis más segura aquí de lo que estaban las princesitas y la pobre Esmeralda. Sólo soy un fantasma, pero incluso un fantasma puede provocar que una cerradura se abra.
Sir Hereward puso su única mano con el abollado y herrumbroso guantelete en la puerta. Al cabo de unos minutos, y tras grandes resoplidos del viejo fantasma, Jenna oyó cómo la cerradura se abría.
—Sois libre, bella Jenna. Adiós. Confío en que volvamos a vernos.
—Volveremos a vernos, sir Hereward —dijo Jenna.
Jenna era libre, pero sabía que nunca sería auténticamente libre hasta que encontrase a Septimus. Decidió dirigirse hacia la Vía del Mago; había un refrán en el Castillo que decía que si te quedas lo bastante bajo la Gran Arcada, verás pasar a todos los que viven en el Castillo. Era un buen lugar para empezar a buscar, y cuando antes llegara mejor. Después de saludar con la mano a sir Hereward —que levantó el brazo en un respetuoso saludo— se marchó.
Los pasillos de Palacio estaban iluminados y bulliciosos, para sorpresa de Jenna. Estaba acostumbrada a que de noche permanecieran oscuros. En su Palacio, de noche sólo se encendían unas pocas velas, pues a Sarah Heap le costaba olvidar sus hábitos frugales. Las velas estaban colocadas a intervalos lo bastante grandes la una de la otra para proporcionar algunas sombras donde una princesa fugitiva podría esconderse. Pero ese Palacio era otro cantar; Bertie Smalls, el apagavelas real, tenía que ver aquello. Bertie, un hombre alto y delgado, pálido como la cera con una mata de cabello rojo como una llama, patrullaba de noche por los pasillos con gran dedicación. Era una cuestión de honor para Bertie que no se apagase ninguna vela durante su guardia.
Aunque Jenna estuvo tentada de coger uno de los muchos atajos y pasillos de los criados para cruzar el Palacio, decidió que sería demasiado arriesgado, pues a una princesa nunca se le ocurriría usarlos y enseguida se haría notar. Jenna decidió que tendría que descartar la idea; al fin y al cabo, ¿quién iba a saber que la reina Etheldredda la había hecho prisionera? Y así, con la cabeza bien alta, esperando que la gente asumiera que la princesa Esmeralda tenía perfecto derecho a caminar por los pasillos de Palacio, Jenna emprendió la marcha.
Había avanzado mucho, y estaba incluso empezando a disfrutar de que la gente le hiciera reverencias y cortesías y se levantaran animados comentarios a su paso, cuando tuvo la desgracia de ver al caballero del día que se dirigía hacia ella. El afable caballero sonrió e inclinó la cabeza, y luego para su horror recordó que le habían dicho que mantuviera a la princesa Esmeralda encerrada en su habitación. Viendo ya su cabeza colgada de la verja de la puerta norte, el caballero del día se adelantó a Jenna para cerrarle el paso.
—Os lo ruego, princesa Esmeralda, permitidme escoltaros hasta vuestra cámara antes de que vuestra querida mamá…
—Lo siento —murmuró Jenna—, tengo que irme.
Se escabulló por debajo del brazo extendido del caballero del día y salió corriendo.
Enfrentado a tener que decidir entre dejar escapar a Jenna y conservar la cabeza, el caballero del día eligió su cabeza. La persiguió, pidiendo ayuda a gritos a todos los criados y oficiales. Pronto una fila cada vez más grande de criados perseguía a Jenna. Ahora era el momento de usar los atajos. Jenna se lanzó tras un grueso cortinaje de brocado, que aún colgaba, aunque hecho jirones, en su Palacio. Bajó corriendo un corto tramo de escalones, atravesó un pasillo de tres esquinas, se metió por una pequeña puerta y se detuvo junto a una escalera de caracol para recuperar el aliento y escuchar si venían sus perseguidores. El gran traqueteo de pies por el pasillo de las tres esquinas le indicó que no había escapado de ellos.
Jenna sabía lo que tenía que hacer. Subió los escalones con las piernas ardiendo del esfuerzo, y cruzó a toda velocidad el pequeño descansillo de lo alto de la escalera, mientras intentaba sacar la gran llave de oro y esmeralda de su cinturón. Detrás de ella, el golpe de pesadas botas en los escalones hizo que le temblara la mano mientras introducía la llave en la cerradura central de la puerta esmeralda y dorada de la habitación de la reina. Sus perseguidores llegaron justo a tiempo para ver a la princesa atravesar una pared sólida. Un gran grito de sorpresa salió del repleto descansillo.
El caballero del día se hundió en el suelo con un lamento y se puso la cabeza entre las manos, lo cual no hizo más que recordarle lo muy unido que estaba a su cabeza, aunque se temía que no por mucho tiempo.