La princesa Esmeralda
D os guardias de Palacio acababan su turno y se dirigían hacia las cocinas, donde una de sus esposas trabajaba como asadora de carnes y la otra como guardiana de la salsera de la carne. El guardia más pequeño, un hombre regordete con una cara brillante y alargada y ojos pequeños de cerdito, había estado hablando de cuántos riñones exactamente cabían en un pastel de carne y riñón. Su compañero, más delgado y más cascarrabias, que empezaba a sentirse intranquilo, casi se tropieza con una asombrada Jenna que salía del armario de los abrigos de los subcocineros. Enseguida notó que la cogían por los hombros.
—Bueno, bueno, bueno, ¿qué hemos hallado aquí? —preguntó el guardia de los ojos de cerdito, cuya vista no era demasiado buena en la tenue luz de las dependencias inferiores de Palacio—. ¿Dónde deberíais de tener la librea de Palacio, mi niña?
Jenna se quedó mirando fijamente al guardia. Tuvo la extraña sensación de que casi comprendía lo que había dicho.
—Sois una extraña aquí —gruñó el hombre que parecía un cerdito—. Una intrusa en suelo real. Grave ofensa es. Habréis de responder por ello.
Jenna tuvo la brillante ocurrencia de que era mejor no decir nada en aquel momento. Era consciente de que el guardia cascarrabias la estaba mirando. Levantó la mirada hacia él y vio el pánico en sus ojos.
—Soltémosla, Will. ¿No ves que viste el ropaje de una princesa real?
El guardia con aspecto de cerdito miró a Jenna con tanta intensidad que los ojos se convirtieron en dos rayitas en los rollos de grasa de su rostro. Gotas de sudor perlaron su frente, y soltó la túnica de Jenna como si acabara de sufrir una descarga eléctrica.
—¿Por qué no lo has dixo? —dijo entre dientes el cascarrabias.
—En verdad, te lo he dixo. Si no estuvieras siempre parloteando de riñones y estofados y salsas de carne hasta que se me revuelve el estómago y se me llena la boca de bilis, la habrías visto con tus propios ojillos.
A Jenna le daba vueltas la cabeza. ¿Qué estaban diciendo? Había oído «princesa real» y tenía la incómoda sensación de que la habían reconocido. Se vio de nuevo fuertemente sujeta, pero esta vez con respeto, de cada codo mientras la empujaban por el pasillo.
Jenna escuchaba la charla nerviosa de los guardias, captaba algunas palabras e intentaba entenderlas.
—Seguramente nos darán una recompensa, Will. Es increíble que hayamos encontrado a la princesa perdida.
—Es cierto, John. Será una gran alegría para la reina, reunirse con la hija que creía ahogada. Tal vez veamos otra vez la sonrisa de la reina.
—Tal vez. Pero, a decir verdad, Will, no sé si alguna vez hemos visto una sonrisa en la faz de la reina.
Will gruñó para indicarle que estaba de acuerdo y le pidieron respetuosamente a Jenna que subiera las escaleras, si le placía, hasta la parte de arriba de Palacio, más adecuada para su persona real.
Pronto salió al Largo Paseo y fue entonces cuando Jenna estuvo segura de que el Espejo no sólo la había llevado a Palacio, sino atrás en el tiempo. El Largo Paseo era tal y como sir Hereward, una tarde que estaba particularmente hablador, se lo había descrito. Estaba lleno de antiguos tesoros, no los exóticos y extraños hallazgos que Milo Banda había diseminado a lo largo del Largo Paseo, sino un rico despliegue de tradición que pertenecía al Palacio y relataba su historia. Había hermosos tapices, pinturas ricamente detalladas de princesas con sus ayas, perros cortesanos, magos y adivinos de visita, e incluso un gran bronce de un raro dragón azul que tenía una expresión que a Jenna le recordaba a Escupefuego.
El Palacio no era el lugar tranquilo y sosegado al que Jenna estaba acostumbrada; bullía de actividad. El Largo Paseo le recordaba a Jenna la hora punta en los Dédalos. Cientos de criados de Palacio —todos inmaculados con su librea palaciega, túnica gris o traje con una raya roja oscura en el dobladillo— pasaban sin parar, atareados en importantes quehaceres. Algunos llevaban bandejas de pequeños platos de plata cubiertos; otros, filas de documentos. Muchos se aferraban a unas carteras de mensajes, que eran pequeñas carpetas rojas con el emblema de Palacio estampado en oro. Pero lo más extraño era que el aire estaba lleno del tintineo de campanillas, pues fuera de cada habitación había una campanilla, lista para que la tocara un criado de rango superior para avisar a su antojo a un criado de rango inferior que pasaba por allí. Las campanas no dejaban de sonar, y generalmente su efecto era que los criados más cercanos acelerasen el paso e hicieran como si no la hubieran oído.
Jenna avanzaba lentamente. Y es que todos los criados que pasaban entre los guardias se paraban sorprendidos, haciendo que los demás chocaran contra ellos. Algunos lanzaban una exclamación de sorpresa, otros hacían una reverencia o inclinaban la cabeza y muchos sonreían y aceleraban el paso, nerviosos por ser los primeros en contar la noticia de que la princesa ahogada había regresado.
Al cabo de unos momentos, los guardias por fin llegaron a su destino: el Salón del Trono. El Salón del Trono era una habitación de Palacio en la que Jenna nunca había entrado, ni tampoco tenía ganas de entrar, pues era la habitación en la que su madre y Alther habían sido asesinados, y la sala en la que ella casi pierde la vida… y la habría perdido si Marcia no la hubiera salvado. Cuando Jenna volvió a vivir en el Palacio, decidió cerrar el Salón del Trono, y Alther, que tampoco sentía ningún amor por ese lugar, estuvo de acuerdo.
Al ver a la princesa ahogada, los ojos de los dos pajes de la puerta se abrieron conmocionados, y el chico más pequeño gritó de sorpresa. Los dos hicieron una profunda reverencia, y en una maniobra muy ensayada abrieron las grandes puertas del Salón del Trono e hicieron pasar a Jenna. El caballero del día, un hombre corpulento y de rostro afable, que era el caballero personal de la reina ese día, pareció sorprenderse al ver a Jenna, luego hizo una profunda y extraordinaria elaborada reverencia, que incluía mucho gesto con la mano y mucho quitarse el sombrero.
Mientras esto sucedía, la atención de Jenna vagaba por el Salón del Trono. El Salón del Trono era inmenso. Era la segunda habitación más grande del Palacio y ocupaba las cinco ventanas principales del edificio, que daban sobre la verja de Palacio y directamente encima de la vieja Vía de la Alquimia. A la izquierda estaba la Vía del Mago y a lo lejos, detrás de la Gran Arcada, Jenna podía ver la Torre del Mago alzándose en el cielo rosado del final de la tarde. La cima de la pirámide dorada casi se perdía de vista en lo que Jenna reconoció como una neblina mágica, que salía de las ventanas de las dependencias del mago extraordinario y subía hacia el cielo.
El caballero del día, que ya había acabado por fin su reverencia, se sorprendió un poco de que la persona a la que le dirigía tanta parafernalia estuviera mirando por la ventana. Tosió con discreción. La atención de Jenna volvió hacia el Salón del Trono. De las paredes colgaban ricos tapices que describían las vidas y aventuras de las diversas reinas. En un extremo, un fuego chispeante rugía en la enorme chimenea; en el otro, en un elaborado trono de oro, bordando su tapiz con puntadas cortas y agresivas, se sentaba la muy desaprobadora reina Etheldredda, vivita y coleando.
—¡Oh, no! —exclamó Jenna.
El caballero del día dio un paso adelante y se dirigió a la reina, que aún no se había dignado levantar la mirada.
—Majestad —dijo el caballero, que tardaba horas en decir lo que la mayoría de la gente tardaba minutos, si es que se molestaba en decirlo—. Su más graciosa y real majestad, permitidme presentaros a la joya de vuestro corazón, un socorro de vuestra pena de madre, un gran regreso, la maravilla que todos esperábamos pero que temíamos que no llegara nunca.
—¡Venga, hombre, decidlo ya! —le espetó la reina Etheldredda, rompiendo el hilo con los dientes y haciendo malhumorada un complicado nudo.
—Vuestra hija ahogada, majestad —continuó el caballero, permitiéndose lo que Jenna pensó que era un ligero aire de desaprobación para colorear sus palabras—. Carne de vuestra carne y sangre de vuestra sangre, majestad. Esa delicada rosa por la que el Castillo ha sufrido durante todos estos largos meses, estos oscuros meses de pena y dolor son ahora sólo un triste recuerdo…
La reina Etheldredda tiró el tapiz al suelo, desesperada.
—¡Oh, por el amor de Dios, hombre, basta ya de estúpido parloteo o haré que vuestra cabeza penda de la verja de Palacio esta misma noche! —El caballero del día se puso lívido y tuvo un ataque de tos—. Y dejad ya vuestro asqueroso balbuceo… ¿qué es esto?
Por fin la reina Etheldredda vio a Jenna.
—Es… es vuestra hija, majestad —se aventuró a decir tímidamente el caballero, que no estaba seguro de si aquello se podía considerar un estúpido parloteo o no.
—Eso ya lo veo —dijo Etheldredda amargamente, mirando el espacio de la Sala del Trono que la separaba de Jenna, y por una vez parecía no tener palabras—. Pero… ¿cómo?
—Estos dos buenos guardias, majestad —el caballero del día movió un expansivo brazo hacia los dos guardias de Palacio que estaban respetuosamente firmes a cada lado de Jenna—, encontraron la delicia de vuestro corazón vagando perdida y gimoteando en las profundidades de Palacio.
Jenna se sentía incómoda, pero no dijo nada. Ella no gimoteaba bajo ninguna circunstancia.
—¡Lleváoslos a las mazmorras! —ordenó a gritos Etheldredda.
Dos corpulentos soldados salieron de las sombras y prendieron a los dos guardias. Antes de que les diera tiempo a respirar, abandonaron a la fuerza la presencia de la reina; los bajaron corriendo al sótano del Palacio y fueron arrojados a la mazmorra: un feo y húmedo agujero que estaba debajo de las cocinas de las vísceras, de las que goteaba grasa rancia y el agua sucia que rebosaba después de lavar los platos.
Sin la extrañamente tranquilizadora presencia de Will y John, de repente Jenna se sintió muy sola. La presencia física de la reina Etheldredda en carne y hueso era horriblemente intimidatoria, mucho más que su fantasma. Y la criatura con cola de serpiente que colgaba de las faldas de la reina y la miraba con malévolos ojos rojos haciendo ruiditos con su único diente, que metía y sacaba de su afilada mandíbula, le dio ganas de darse media vuelta y echar a correr, pero no tenía escapatoria. Jenna notaba el aliento del caballero del día en la nuca.
—Y vos —dijo la reina Etheldredda, dirigiéndose al nervioso caballero—, podéis conducir a Esmeralda a su habitación y encerrarla con llave hasta mañana a la hora de cenar. Así aprenderá a no escaparse de su mamá en el futuro.
El caballero del día hizo una reverencia a la reina; luego cogió con cuidado a Jenna del brazo.
—Permitidme, princesa —murmuró—, que os acompañe a vuestros aposentos. Daré instrucciones al cocinero para que os suban abundantes vituallas.
Jenna no tenía más remedio que permitir que el caballero del día la escoltase por el pasillo y la llevara por la ruta familiar hasta su habitación.
El fantasma de sir Hereward estaba reclinado contra la pared mirando las musarañas, con aspecto aburrido e indiferente. Al ver a Jenna pareció sorprendido. Se puso firmes de inmediato, hizo una reverencia respetuosa y a continuación, esbozó una amplia sonrisa.
—Bienvenida a casa, Esmeralda. Este es un momento feliz, pues temíamos que os hubierais ahogado. Bueno, ahora tengo una diversión para vos, pues a mis ojos parecéis algo pálida y afligida. ¿Cuál creéis que es la diferencia entre un grifo y una granada?
—No lo sé, sir Hereward. ¿Cuál es la diferencia entre un grifo y una granada? —sonrió Jenna.
—¡Ah, entonces no os enviaré a hacer la compra! ¡Ja, ja!
—Ya lo entiendo. Muy gracioso, sir Hereward.
Mientras el caballero del día acompañaba a Jenna hasta su habitación, sir Hereward se quedó mirándola.
—Habéis cambiado, Esmeralda. Habéis cambiado de lenguaje. Debe de haber sido el choque, sin duda. Que descanséis, princesa. Yo os guardaré de todo mal. Vuestra mamá no entrará.
El fantasma hizo una reverencia, el caballero del día cerró las grandes puertas de la habitación de Jenna, y ésta se encontró sola en su habitación, o mejor dicho, sola en la habitación de la ahogada Esmeralda.
La habitación de la princesa Esmeralda producía una sensación algo terrorífica. No sólo era fría, húmeda y en ella crecían interesantes cosechas de puntos verdes y peludos, sino que en el lugar reinaba una atmósfera deprimente e incluso maligna. Jenna se paseó por la habitación, que era sorprendentemente decrépita para ser el dormitorio de una princesa. Los suelos eran toscos y estaban desnudos, y sobresalían tablas de madera astilladas. Los parcos cortinajes estaban deshilachados y ni siquiera llegaban al final de las largas ventanas. En el techo había grandes desconchones. Sólo había una pequeña vela junto a la cama y, por supuesto, no ardía ningún fuego en la chimenea.
Jenna se estremeció, no sólo del frío que hacía en aquel aire enmohecido. Se sentó en lo que pensaba que era su cama, y descubrió que no se parecía nada a su propia cama. Pero Jenna apenas notó los bultos; estaba demasiado ocupada pensando en Septimus. ¿Cómo lo encontraría? De algún modo creía que la estaría esperando en cuanto atravesara el espejo, pero ahora veía lo estúpida que había sido. Estaba en un mundo completamente nuevo y Septimus podía estar en cualquier parte, ¡en cualquiera! Incluso podía ser mucho mayor, tan mayor que ella ni siquiera pudiera reconocerlo. De hecho, incluso podía estar… muerto. Jenna sacudió la cabeza para intentar librarse de semejantes pensamientos insensatos. Alther había sido muy claro en esto: el Espejo por el que había pasado se terminó ciento sesenta y nueve días después del Espejo por el que Septimus había pasado. Ciento sesenta y nueve era un importante número alquímico, era trece veces trece. Jenna era buena en mates y pronto había deducido que Septimus ya llevaba en aquella época unos cinco meses y medio… si Alther estaba en lo cierto. Pero ¿dónde estaba ahora?
Se tumbó en la cama e intentó imaginarse cómo encontrar a Septimus mientras observaba una gran araña bajar por uno de los pilares de la cama. Como toda auténtica princesa que se precie, Jenna empezó a sentir que algo puntiagudo se le clavaba en la espalda, y se preguntó cómo podía conciliar el sueño la princesa Esmeralda en una cama con tantos bultos. ¿A qué se debía aquello? Irritada, Jenna levantó el colchón para ver si podía arreglar el problema.
Por debajo del húmedo y viejo colchón de plumas, que olía mucho a gallina, había un gran libro con cubiertas de piel y afiladas cantoneras metálicas. En la cubierta estaba escrito: EL AUTÉNTICO DIARIO PRIVADO Y PERSONAL DE LA PRINCESA ESMERALDA. QUE NO LO ABRA NI LO LEA NADIE. SOBRE TODO MAMÁ.
Jenna cogió el diario y soltó el colchón de golpe, levantando una nube de polvo y esporas de moho.
—¡Achís! —estornudó—. ¡Achís, achís, achís!
Con los ojos llorosos, Jenna se sentó en la cama, ahora mucho más cómoda, e ignorando las instrucciones de la cubierta empezó a leer el diario de la princesa Esmeralda.