El tesoro escondido de Drago
L a pálida luz de la helada mañana otoñal intentaba brillar por los altos ventanales del fondo de la planta baja del almacén número nueve. No ayudaba demasiado el grueso cristal verde de los pequeños ventanucos ni las capas de mugre que los cubrían, pero lo intentó con empeño y por fin salió en forma de largos haces de una débil luminosidad en los que nadaban los grandes montones de polvo.
—¿Dónde has dicho que estaba ese horrible espejo, Alther? —preguntó Alice malhumorada, mientras salía de debajo de un elefante disecado.
Alther se sentaba en un arcón de ébano fuertemente cerrado con cinchas de hierro y asegurado con un gran candado. Estampado encima del arcón en letras de un color rojo brillante se leía: DEUDA IMPAGADA: CONFISCADO, como si algún funcionario de aduanas hubiera perdido la paciencia y la hubiera pagado con el arcón.
Alther parecía enfermo; se sentía como si se hubiera comido un cubo lleno de polvo, acompañado del agua de una bolsa de zanahorias podridas. Había pasado toda una hora atravesando el montón de basura más polvoriento, mohoso y decrépito que había tenido la mala suerte de atravesar nunca. Había tantos objetos grandes metidos en sacos, sellados en baúles o pegados al fondo de inaccesibles estanterías, que el único modo de comprobar todas y cada una de las piezas del almacén era que Alther las atravesara. Hasta el momento no había encontrado nada y sólo había comprobado alrededor de una milésima parte de los trastos y cachivaches que estaban apilados en el almacén de Alice. Alther no podía ni pensar como es debido, pues los fuertes ronquidos, eructos malolientes —y peores gases— que emanaban de Escupefuego impedían que sus polvorientos y mohosos pensamientos tuvieran ningún sentido.
—Es un Espejo, Alice, un Espejo con mayúsculas… no cualquier espejo —corrigió Alther malhumorado—. Y si supiera su paradero, no estaría aquí sentado, sintiéndome como si hubiera sido pisoteado por un rebaño de Foryx, ¿no crees?
—No seas tonto, Alther —espetó Alice—. Los Foryx no existen.
—¿Estás segura, Alice? Probablemente tienes todo un alijo de Foryx almacenados aquí, en cualquier parte —dijo Alther con testarudez.
—Cuando yo era pequeña, creía que los Foryx existían —dijo Jenna, con la intención de arreglar las cosas—. A Nicko le gustaba asustarme contándome historias sobre ellos a la hora de dormir: todos medio descompuestos y viscosos, con horribles caras llenas de verrugas, enormes pies con grandes garras y corriendo eternamente alrededor del mundo aplastándolo todo a su paso. Luego tenía que pasar horas mirando los barcos desde mi ventana antes de poder olvidarme de ellos.
—¡Vaya cosas de contarle a tu hermana pequeña, Nicko! —le regañó Alther.
—A Jen no le importaba, ¿verdad, Jen? Siempre decías que querías ser un Foryx.
Jenna le dio un empujón a Nicko.
—Sólo para poder cazarte, ¡criatura perversa! —se rió.
Snorri observaba a los dos hermanos juntos y deseaba haber tenido un hermano como Nicko. Nunca se habría ido de casa ni viajado a ese desquiciado lugar de haberlo tenido.
Alice trepó por una montaña de sacos que contenían setenta y ocho pares de zapatos de broma con las punteras hacia atrás. Su pie se hundió en uno de los sacos y una nube de cacas de escarabajo pelotero ascendió en el aire. Le dio un ataque de tos y se desplomó en el arcón al lado de Alther.
—Alther, ¿estás completamente seguro —tos— de que este Espejo —tos— está realmente —tos, tos— aquí?
Alther se sentía demasiado lleno de polvo para responder. El fantasma se sentaba en el haz de luz, y Jenna podía ver que estaba repleto de millones de diminutas partículas que daban vueltas. La nube de polvo de su interior era tan espesa que hacía que Alther pareciera casi sólido y extrañamente regordete.
—Pero crees que podría estar aquí, ¿verdad, tío Alther? —preguntó Jenna, que se acercó y se sentó al lado del desconsolado fantasma.
Alther sonrió a Jenna. Le gustaba cuando le llamaba «tío Alther». Le recordaba los tiempos felices en que Jenna crecía en el hogar de los Heap en la caótica habitación de los Dédalos.
—Sí, princesa, creo que podría estar aquí.
—Tal vez podríamos pedirle a tía Zelda que viniera a ayudarnos —sugirió Nicko.
—Tía Zelda no tenía ni idea de dónde estaba —dijo Alther de mal humor al recordar los malos ratos que pasó con la bruja blanca en el almacén número nueve—. Se plantó ahí en medio moviendo los brazos así —Alther dio la impresión de ser un molino de viento en medio de un huracán—, y diciendo, allí, por allí, Alther. ¡Oh, qué hombre más tonto, he dicho por allí!
Jenna y Nicko se echaron a reír; Alther había hecho una imitación sorprendentemente buena de tía Zelda.
—Pero estoy seguro de que el Espejo está aquí. El propio Marcellus lo dice. Ciento sesenta y nueve días después de conseguir el primer éxito con lo que él llama el Auténtico Espejo del Tiempo, sobre el que tanto había hablado, y tenía puertas doradas y toda la historia, acabó dos Espejos del Tiempo más. Un par idéntico, esta vez, que serían portátiles. Parece ser que funcionaban muy bien. Esos son los que estoy buscando. Calculo que uno de ellos está aquí.
—¡Uau…! —Nicko silbó entre dientes y miró a su alrededor como si esperase ver de repente un Espejo del Tiempo salir de entre los cachivaches.
—¿Estás seguro, Alther? —preguntó como siempre escéptica Alice.
Las partículas de polvo empezaban a asentarse dentro de Alther y el fantasma se sentía mejor.
—Sí —dijo con más firmeza—. Todo está en las cartas de Broda Pye, a pesar de que Marcia dice que son un puñado de paparruchas.
—Sep me habló de Broda una vez —dijo Jenna—. Era una conservadora, ¿verdad? ¡Oh, echo de menos a Sep!, solía contarme tantas historias sobre todo tipo de cosas inútiles… y yo solía decirle que dejara de hablar como un loro… me gustaría no haberle dicho eso. De verdad. —Jenna se sorbió la nariz y se enjuagó los ojos—. Es el polvo —murmuró, sabiendo que si alguien le decía la más mínima palabra de consuelo rompería a llorar.
—¡Ah, bueno! Espero que Septimus estuviera interesado en la Físika de Marcellus —dijo Alther—. A Marcia le ponía enferma. Se ponía nerviosa cada vez que él se acercaba a la sección sellada de la biblioteca. Me pregunto dónde descubriría lo de Broda.
—Tía Zelda se lo contó —dijo Jenna.
—¿Ella lo sabía? ¡Vaya, vaya…! ¿Y le contó lo del fajo de cartas que encontró detrás de la chimenea cuando estaba haciendo el túnel del gato para Bert?
Jenna sacudió la cabeza. Estaba segura de que Septimus se lo habría contado.
—Bueno, aquéllas eran las cartas de Marcellus Pye a su esposa, Broda.
—Pero a las conservadoras no se les permite casarse —observó Jenna.
—Es cierto —estuvo de acuerdo Alther—. Y eso demuestra por qué.
—¿Por qué, tío Alther?
—Porque Broda le contó a Marcellus todos los secretos de la conservadora. Y cuando las cosas se pusieron feas para Marcellus, ella le permitió usar la Vía de la Reina como atajo para llegar al Puerto. Dejó todo tipo de cosas de alquimia negra. Aún hay bolsas de oscuridad rondando por allí. Siempre debes tener cuidado al pasar por allí, princesa.
Jenna asintió. No le sorprendía. Siempre le daba un poco de miedo la Vía de la Reina.
—¿Así que Marcellus le dijo a Broda que había puesto el Espejo en este almacén? —preguntó Nicko.
—No. Le escribió y le dijo que se lo habían robado. Parece ser que lo llevó a través de la Vía de la Reina, lo transportó hasta el Puerto en una sucesión de testarudos asnos y por fin lo metió en un barco. Planeaba llevarlo a un pequeño pero poderoso grupo de alquimistas que habitan arriba, en las Tierras de las Largas Noches, pero el capitán del barco le traicionó. En cuanto Marcellus se dio media vuelta, el capitán vendió el Espejo a un tal Drago Mills, un mercader del Puerto que tenía la costumbre de comprar cargamentos de viejas porquerías sin prestar demasiada atención a su procedencia. De cualquier modo, unos meses más tarde, Drago se peleó con el jefe de Aduanas por un asunto de una deuda impagada de otro cargamento y éste le requisó todo el contenido de su almacén. Nadie, ni siquiera Marcellus, podía entrar en el almacén sin el consentimiento del jefe de Aduanas, a quien Marcellus se refirió como una Oficiosa Cuba de Malicia, y la Oficiosa Cuba nunca dio su consentimiento.
—¿Así que éste es el almacén de Drago Mills? —dijo Nicko.
—Sí, Nicko. El almacén número nueve. Con el paso de los años se han ido sumando más trastos, claro, pero el núcleo es el tesoro de Drago. Y, en alguna parte, oculto bajo toda esta porquería, hay un Espejo que debería llevarnos a través del tiempo… ciento sesenta y nueve días después de que llegara Septimus.
Se produjo un silencio mientras Nicko, Jenna y Snorri pensaban en las palabras de Alther.
—Debemos encontrarlo —dijo Jenna—. Debe de estar por algún sitio. Vamos, tío Alther.
Alther gruñó.
—Dale un respiro a este pobre fantasma, princesa; aún me siento como si estuviera dentro de un cepillo para alfombras. Sólo unos minutos más y luego me vuelvo a poner. ¡Ajá…!, este dragón vuestro se está moviendo. Yo de vosotros iría a ocuparme de él rápido. Y coged una pala de esa montaña de viejas herramientas de jardín que hay por allí.
Un olor acre llenó el aire.
—¡Oh, Escupefuego! —protestó Jenna.
Al cabo de diez minutos, una gran montaña de caca de dragón humeaba fuera del almacén número nueve, y Escupefuego se tragaba un barril de salchichas que Jenna había comprado a un carro que pasaba de camino al mercado. El dragón engulló la última salchicha, bebió el contenido de un cubo de agua que Nicko le había puesto y estornudó, soltando un gran moco de dragón que fue a aterrizar sobre una montaña de falsos candelabros de bronce de los que derritió la pintura.
Escupefuego estaba satisfecho; tenía el estómago de fuego lleno de huesos y el estómago de comida lleno de salchichas. Ahora tenía que completar la búsqueda. Con aire decidido, el dragón bajó la cola, levantando una gran nube de polvo, y cerró los ojos, buscando el camino hacia su improntador.
Desde que Escupefuego empezara la búsqueda, se había sentido atraído hacia el Puerto, y aparte de la irresistible llamada del desayuno preparado en el barco de Snorri, no se había desviado de su propósito. Había dado vueltas en círculo durante horas por encima del Puerto, buscando, hasta que por fin había encontrado algo. Había aterrizado en el viejo almacén y seguido la débil llamada de la búsqueda hasta la gran puerta verde del almacén número nueve. Pero ahora, con el estómago lleno, Escupefuego podía pensar con claridad, y la búsqueda era más fuerte, mucho más fuerte.
De repente, con un fuerte estornudo, el dragón retrocedió y se internó en las profundidades del almacén aplastando todo lo que tenía delante de sí, haciendo volar por los aires en todas direcciones lo que había sido el orgullo y la alegría de Drago Mills. Jenna, Nicko, Snorri y Alice lo vieron venir, pero Alther, pálido y lleno de polvo, no lo vio. En un instante, el fantasma fue lanzado por los aires, atravesado por un dragón con una misión y arrojado al suelo, donde se quedó tumbado sintiéndose tan mal como nunca se había sentido en toda su fantasmez.
Mientras Alther estaba tumbado en el suelo, desmadejado y lleno de polvo, Escupefuego hizo pedazos el arcón de ébano en el que estaba sentado el fantasma. En unos segundos, una gran y afilada garra de dragón arrancó las cinchas de hierro, rompió el candado gigante y abrió la tapa del arcón.
En su interior, descansando sobre suaves pliegues de terciopelo, había un Espejo.