Ovejas sagradas
—¡M uy bien, muy bien, ya voy! —gritó Alice mientras la gran puerta del almacén se estremecía por la fuerza de los golpes.
Alice, observada por el frustrado Alther, que quería echarle una mano pero sólo podía quedarse allí plantado, retiró los dos grandes pestillos de hierro y empleando toda su fuerza empujó la gran puerta verde del almacén por sus oxidados rieles. La puerta se movió lentamente, pero con la ayuda de Jenna y Nicko, que empujaban desde fuera, crujió y chirrió hasta abrirse lo suficiente como para que por ella pasara, apretándose un poco, un dragón de casi cinco metros.
Escupefuego entró con la gracia de un elefante.
—¡Cuidado! —gritó Alice.
Demasiado tarde: una gran pila de cajas con la etiqueta «frágil» se cayó al suelo en medio de un ruido de cristales rotos. Escupefuego ni se inmutó. Se sentó y miró a su alrededor, expectante, como si esperase a que alguien le pusiera la cena, lo cual no estaba muy lejos de la realidad, porque Escupefuego se pasaba la mayor parte del tiempo esperando la cena, o el desayuno, o el tentempié de media mañana, el almuerzo, el té o la cena. A Escupefuego le daba igual cómo se llamase mientras se lo pudiera comer.
—¡Jenna! —exclamó Alther con alivio—. ¿Qué estás haciendo aquí? —El fantasma recibió con una amplia sonrisa a Jenna y a Nicko, que tenían un aspecto pálido y agotado—. ¡Ah, y el maestro constructor de barcos también! Hola, chaval.
Nicko le dirigió una breve sonrisa, pero no parecía tener su habitual alegría.
—¿Está Septimus con vosotros? —preguntó el fantasma, más desde el deseo que desde el convencimiento de que pudiera estar con ellos, asomándose a la oscura y lluviosa calle.
—No —dijo Jenna, de un modo cortante raro en ella.
—Los dos parecéis muy agotados —dijo Alice—. Subid y calentaos.
Escupefuego movió la cola con un fuerte estruendo.
—Tranquilo, Escupefuego —dijo Jenna cansinamente, dándole unos golpecitos en el cuello—. Túmbate. Vamos. Túmbate. A dormir.
Pero Escupefuego no quería dormir. Quería cenar. El dragón olisqueó el aire. El olor no era demasiado prometedor, sólo olía a polvo, ropa enmohecida, madera con carcoma, hierro oxidado, huesos de oveja… hummm, huesos de oveja.
Escupefuego metió la nariz en una alta torre de cajas de madera que estaban en equilibrio precario y que se extendía unos siete metros hacia la oscuridad de la noche. La torre se bamboleó peligrosamente.
—¡Apartaos todos! —gritó Alice, empujando a Jenna y a Nicko otra vez a la calle con ella y Alther, que no quería ser atravesado por un cargamento de ovejas muertas. Un diluvio de cajas chocó contra el suelo, las cajas rebotaron en Escupefuego y aterrizaron a su alrededor.
Cuando Alice, Alther, Jenna y Nicko se asomaron dentro, el dragón estaba casi enterrado por las cajas. Levantó la cabeza, despidió una ducha de polvo y astillas y empezó a abrir la primera caja rota. De ella cayeron un montón de huesos amarillentos y lo que parecía una vieja alfombra de piel de oveja.
—¡Puajjj! —dijo Jenna, que últimamente había desarrollado cierto asco particular por los huesos—. ¿Qué es eso?
—Ovejas —dijo Alice, levantando la voz por encima de los fuertes chasquidos y crujidos que hacía Escupefuego al morder el contenido de la primera caja.
—Son huesos de oveja. Se ha comido una del rebaño de Sarn. ¡Oh, bueno!
Con cuidado, Alice, Jenna y Nicko volvieron a entrar y pasaron entre las cajas. Jenna apenas pudo distinguir las palabras escritas, en un lado de las cajas aún intactas, en una caligrafía pasada de moda que se había amarilleado con el tiempo: REBAÑO SAGRADO DE SARN. CAJA VII DE XXI. URGENTE. PARA ENTREGA INMEDIATA. Casi se habían borrado dos palabras que estaban estampadas encima de las otras en un rojo imponente y permanente: DEUDA IMPAGADA.
—¡Escupefuego! —gritó Jenna, abriéndose paso hasta el dragón—. ¡Basta! Dámelo. ¡Ya!
Escupefuego miró a Jenna desde arriba por el rabillo del ojo y siguió mascando la oveja número VII. Era su comida y no se la iba a dar a nadie, ni siquiera a su Locum improntadora. Ella ya podía irse buscando otra cosa para comer.
—No importa —resopló Alice, y ella y Nicko cerraron la puerta y el almacén quedó envuelto en la oscuridad.
—Pero son ovejas sagradas —dijo Jenna. Escupefuego machacó otro hueso y lo engulló sonoramente.
—Eso lo dudo mucho —se rió Alice—. Calculo que lo más probable es que procedan del timo de los huesos sagrados sobre los que la Aduana imprimió su sello hace cien años. Yo no me preocuparía por ellos. En mi opinión, es el mejor uso que se les puede dar. No sirven para nada más. De hecho, oí que un granjero de los Labrantíos altos los había comprado pensando que se trataba de un rebaño vivo. Cuando bajó a recogerlos se dio cuenta de que había comprado un cargamento de cajas llenas de huesos, se negó a pagar la deuda y arrojó al oficial de Aduanas al agua. Se pasó treinta días encerrado en el calabozo de la Aduana por causar problemas.
Después de dar instrucciones serias a Escupefuego para que se comportara y se fuera directamente a dormir cuando hubiera terminado la oveja, Jenna y Nicko dejaron que el dragón se zampara el rebaño sagrado de Sarn y siguieron a Alice y a Alther hasta el piso de arriba del almacén.
El Ullr Nocturno gruñó cuando entraron Jenna y Nicko.
—¡Uy! —exclamó Nicko.
Al ver los brillantes ojos verdes de la pantera a la luz de la vela de Alice, Jenna le había agarrado fuerte el brazo. No era frecuente que Jenna estuviera tan nerviosa, pensó Nicko.
Snorri se sentó, despertada por el gruñido de Ullr. Sus ojos adormilados se fijaron con sorpresa en los dos recién llegados.
—Calma, Ullr —dijo.
—¿Snorri? —preguntó Jenna al reconocer el cabello rubio casi blanco en la oscuridad.
—¿Jenna? ¿Eres tú?
Snorri se quitó la piel de lobo de encima y, con el Ullr Nocturno al lado, corrió por el tosco suelo de madera para saludar a Jenna.
—Hola, Snorri —dijo la voz de Nicko desde la oscuridad, dando un susto a Snorri.
—Nicko… yo… yo no sabía que veníais también al Puerto —dijo con su cantarín acento que tanto le gustaba a Nicko.
—Ni nosotros —dijo Nicko en tono triste—. Ese estúpido dragón lleva horas dando vueltas por encima del Puerto. Pensé que nunca iba a aterrizar. Nos estábamos helando allí arriba.
—Yo preferiría estar en mi barco —sonrió Snorri.
—Yo también —dijo Nicko—. A mí dadme un barco… aunque sea un bote de remos. Vi al Chico Lobo remando hacia el Bosque y habría cambiado el dragón mil veces por uno de ésos… aunque fuera de color rosa.
—No creo que el Chico Lobo tenga razón en lo de que Septimus esté perdido en el Bosque —dijo Jenna.
Nicko sacudió la cabeza para indicar que estaba de acuerdo con ella.
—Pero bueno, que eche un vistazo, además no quería volver a subirse a Escupefuego ni en pintura.
—¿Llegó bien al Bosque? —preguntó Jenna a Snorri.
Snorri asintió.
—Silbó y un chico salió a su encuentro.
—Ese debía de ser Sam —dijo Nicko—. Debía de estar pescando.
—¿Sam? —preguntó Snorri.
—Sí, Sam. Es mi…
—¡Hermano! —sonrió Snorri.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Nicko, perplejo.
—Siempre lo son —dijo Snorri, y se echó a reír.
Alice volvió con algunas mantas de un montón que había sacado de un baúl que ponía: PRODUCTO DE PERÚ. IMPUESTO IMPAGADO. REQUISADO.
—Bueno, bueno, así que todos os conocéis —dijo—. Tomad, Jenna, Nicko, abrigaos con una de estas mantas para entrar en calor, estáis temblando como un par de medusas en una bandeja.
Envueltos en sus mantas de brillantes dibujos, que despedían un fuerte olor a cabra cuando la humedad de sus túnicas se traspasó a ellas, Jenna y Nicko se secaron al calor de los leños que ardían en la estufa de Alice. Mientras se iban calentando, observaron a Alice colocar una olla de agua a hervir, mezclar unos trozos de naranja cortada, canela, clavos y miel en una jarra de cerámica y luego verter el agua hirviendo sobre la mezcla. Un olor cálido y especiado invadió el aire.
—También debéis de tener hambre —dijo Alice.
Nicko asintió. Mientras lentamente se calentaba y se olvidaba de las horas que él y Jenna habían pasado a lomos de Escupefuego trazando círculos en la lluvia por encima del Puerto, se dio cuenta de que estaba hambriento. Alice desapareció en las sombras del fondo de aquel espacio que llamaba casa y regresó con una bandeja cargada de un enorme pastel de frutas, una gran hogaza de pan del Puerto, grandes pedazos de salchicha de hierbas del Puerto y medio pastel de manzana con especias.
—Ahora todo el mundo a comer… tú también Snorri —dijo Alice notando que Snorri, indecisa, se quedaba atrás.
Snorri se sentó a la mesa. Se sentó al lado de Alther y le sonrió.
—Creo… creo que le he visto en el Castillo —dijo.
Alther asintió.
—¿Eres una vidente? —le preguntó.
Snorri se sonrojó.
—No siempre me apetece serlo, pero así es —respondió—. Como mi abuela.
—¿Y como tu madre? —preguntó Alther.
Snorri sacudió la cabeza. Ella no era como su madre. De ningún modo.
Después de que el pastel de fruta, el pan, la salchicha y la mayor parte del pastel de manzana hubiera desaparecido y Alice hubiera preparado dos jarras más de naranjada con especias, miró a Jenna y dijo amablemente:
—¿Quieres contarnos lo que ha sucedido hoy? A Alther y a mí… bueno, nos gustaría saberlo.
Alther sonrió. Le gustaba cómo sonaba «a Alther y a mí» y le gustaba el modo en que Alice consideraba que sus preocupaciones eran también las suyas. Estaba pensando que se habría considerado feliz de no haber sido por el horrible asunto de Septimus.
Jenna asintió. Era un alivio contárselo. Respiró hondo y empezó a contar la historia, empezando por la aparición de la reina Etheldredda en su habitación la noche anterior. Alice y Alther escucharon sombríamente, y cuando Jenna les contó lo de Septimus y el espejo, Alther casi se volvió transparente de preocupación.
Luego le tocó el turno a Alther para contar malas noticias. Cuando Jenna oyó lo que Marcia había encontrado en el Yo, Marcellus, lanzó una exclamación y se llevó las manos a la cabeza. Septimus se había ido, para siempre, y era por su culpa.
Nicko abrazó a Jenna.
—No debes culparte, Jen.
Jenna sacudió la cabeza, claro que se culpaba.
—Bueno, yo creo… —dijo Alther de repente. Todo el mundo miró al fantasma, que estaba sentado entre Snorri y Alice, y sus ropajes púrpura se volvieron sorprendentemente corpóreos a la luz de las velas mientras un rayo de esperanza pasaba por la mente de Alther—. Creo que debe de haber un modo de encontrarlo. Es una larga historia, claro, pero…
Y de este modo, en el piso superior del almacén número nueve, una criatura nocturna, y cuatro humanos se sentaban a la luz de la lumbre, escuchando a un fantasma que empezaba a contarles cómo podrían rescatar a Septimus.
En la planta baja del almacén número nueve, el rebaño sagrado de Sarn estaba desapareciendo lentamente; mordido, masticado y engullido hasta que no quedaron más que unas cuantas cajas vacías y un largo y satisfecho eructo que olía a piel de oveja.
No muy lejos del almacén número nueve, una barcaza real surcaba majestuosamente las aguas de los marjales Marram, flotando en una riada fantasmal de hacía más de quinientos años. Se acercó a un embarcadero desaparecido hacía ya tiempo y se asentaba en las aguas rielando a la luz de la luna, meciéndose delicadamente, mientras su ocupante desembarcaba y, con un gesto de desaprobación, seguía por un camino enlodado que llevaba hasta una pequeña casita con el techo recubierto de paja.
La reina Etheldredda atravesó la puerta y la habitante de la casa —una mujer cómodamente enfundada en una gran tienda de patchwork— levantó la vista desde el asiento que ocupaba junto al fuego, sorprendida al notar que una perturbación había irrumpido en la estancia. Al pasar la reina Etheldredda, que hizo parpadear la llama de la vela, se puso a temblar. Tía Zelda se levantó y, con los ojos azules de bruja medio entornados, supervisó la acogedora habitación, que de repente no le pareció tan acogedora. Pero por mucho que mirara tía Zelda, no pudo distinguir el fantasma de Etheldredda que merodeaba en busca de Jenna.
Tía Zelda estaba asustada. Podía ver una perturbación pasar por las paredes de libros y botellas de pociones mientras Etheldredda los inspeccionaba buscando signos de una puerta escondida, pero sólo encontró un armario que ocultaba un matraz gigante. Y, mientras Etheldredda subía las empinadas escaleras hasta el desván, con la nariz puntiaguda abriéndole camino, tía Zelda la siguió, aunque no sabía por qué.
Convencida de que Jenna estaba allí, Etheldredda inspeccionó el pequeño desván de arriba abajo. Etheldredda destapó las mantas de tres camas, esperando encontrar a Jenna escondida debajo de alguna de ellas, pero no halló nada. Luego metió su puntiaguda nariz debajo de las camas —allí no había nada—, miró en el armario de tía Zelda, que estaba lleno de unos vestidos de patchwork idénticos y siguió sin encontrar nada.
Tía Zelda estaba frenética. Sabía que había un espíritu inquieto en su casa. Bajó corriendo la escalera para buscar su hechizo de expulsión, dejando a Etheldredda fisgando en el desván. Fue entonces cuando Etheldredda encontró algo que tía Zelda había prometido guardarle a Jenna: su pistola de plata. Con gran fuerza de voluntad, la reina Etheldredda cogió la pistola mientras tía Zelda empezaba a recitar el hechizo de expulsión. En una ráfaga de aire viciado —pues el hechizo de tía Zelda era viejo y lo había guardado en un armario húmedo— la reina Etheldredda fue expulsada de la casa y lanzada al barro que había dejado la marea baja del Mott. Etheldredda se levantó y, aferrada a la pistola, volvió a embarcar en la barcaza real.
Sentada en su camarote, lejos de los ojos inquisidores de tía Zelda, Etheldredda inspeccionó la pistola. Luego sacó una pequeña bala de plata que había cogido de la habitación de Jenna. Sosteniendo la bala en su cada vez más corpórea mano, Etheldredda la inspeccionó de cerca y esbozó una sonrisa pérfida. Tenía escritas las letras P. N. —abreviación de «princesa niña»—, y se le había llamado así por Jenna cuando era un bebé. Había sido un golpe de suerte, pensó Etheldredda, toparse con el fantasma de la espía que había traicionado a los Heap hacía todos aquellos años. Si el inquieto espíritu de Linda Lañe no hubiera salido arrastrándose del río y trepado a la barcaza real, Etheldredda nunca hubiera sabido el poder de una bala con nombre. Y la suerte estaba aún de su lado porque ahora que tenía la pistola de plata, sólo necesitaba una princesa a la que disparar.
La fantasmal barcaza real se alejó de la casa de la conservadora dejando atrás a una tía Zelda muy intranquila. Repantigada sobre los almohadones, mecida por el ligero oleaje de una antigua tormenta, la reina Etheldredda cerró los ojos y soñó en el día, que pronto habría de llegar, en que la princesa ya no estuviera y el Castillo fuera devuelto a su legítima reina, la reina Etheldredda, la sempiterna.