Un visitante poco grato
A quella noche, mientras Snorri Snorrelssen barraba la puerta del camarote, Jenna, Sarah y Silas Heap acababan de cenar en el Palacio. Aunque Sarah Heap hubiera preferido cenar en una de las cocinas más pequeñas del Palacio, había cedido, hacía ya tiempo, a la insistencia de la cocinera de que la realeza no comía en la cocina. No, ni siquiera en un miércoles tranquilo y lluvioso, de ningún modo, no mientras ella fuera cocinera… «y eso, señora Heap, es inapelable».
De modo que en el vasto comedor de Palacio, perdidas en el extremo de una larga mesa, tres figuras se sentaban a la luz de las velas. Tras ellas crepitaba el fuego y, de vez en cuando, lanzaba una chispa sobre el hirsuto y algo gastado pelo de un perro grande, que roncaba y gruñía delante de la chimenea, pero Maxie, el perro lobo, no se daba cuenta. Junto al perro se encontraba la criada de la cena, contenta del calorcillo, pero con ganas de recoger la comida y alejarse de aquellos tufillos a perro chamuscado, y otros peores, que emanaba Maxie.
Pero la cena se demoraba una eternidad. Sarah Heap, la madre adoptiva de Jenna, la princesa y heredera del Castillo, tenía mucho que decir.
—Bueno, no quiero que salgas de Palacio bajo ningún concepto, Jenna, y punto. Hay algo horrible allí fuera que muerde a la gente y está desatando una Plaga. Te vas a quedar aquí, que se está muy seguro, hasta que atrapen lo que quiera que sea eso.
—Pero, Septimus…
—No hay «peros» que valgan. No me importa si Septimus necesita que saques a pasear o no a su asqueroso dragón, pero, si me preguntas, sería mucho mejor si no lo sacase tan a menudo; ¿has visto la porquería que hay junto al río? No sé en qué está pensando Billy Pot, las montañas de caca de dragón deben de tener tres metros de alto como mínimo. Antes me gustaba pasear junto al río, pero ahora…
—Mamá, no me importa ni pizca no sacar a pasear a Escupefuego, pero tengo que ir a ver a la nave Dragón todos los días —dijo Jenna.
—Estoy segura de que la nave Dragón se las arreglará sin ti. —Le respondió Sarah—. Tampoco se entera de si estás o no.
—Sí, se entera, mamá. Estoy segura de que se entera. Sería horrible para ella despertar y descubrir que allí no hay nadie, nadie durante días y días…
—Mucho mejor que descubrir que nunca más volverá a haber nadie —dijo Sarah en tono cortante—. No vas a salir hasta que se haya hecho algo con esa Plaga.
—¿No crees que estás armando mucho revuelo por una tontería? —preguntó Silas con delicadeza.
Sarah no pensaba así.
—Yo no llamaría una tontería tener que abrir el hospital, Silas.
—¿Qué?, ¿ese viejo cuchitril? Me sorprende que aún siga en pie.
—No queda otro remedio, Silas. Hay demasiada gente enferma para que vayan a ningún otro sitio. Te habrías dado cuenta si no pasaras tanto tiempo encerrado en el desván jugando a estúpidos jueguecitos…
—El Patifichas no es un jueguecito estúpido, Sarah. Y ahora he descubierto la que debe de ser la mejor colonia del Castillo, tendrías que haber visto la cara de Gringe cuando se lo dije; no voy a dejar que las Patifichas se larguen. No saldrán corriendo de una habitación sellada.
Sarah Heap suspiró. Desde que se habían trasladado a Palacio, Silas había descuidado sus quehaceres cotidianos de mago ordinario y se había enfrascado en una sucesión de aficiones, el juego de mesa del Patifichas era la última, para desesperación de Sarah.
—Sabes que no me parece buena idea que vayas abriendo habitaciones selladas, Silas —le riñó Sarah—. Suelen haberlas sellado por algún motivo, sobre todo si están escondidas en el desván. Hablamos de ello en la Sociedad Herbaria hace sólo un mes.
—¿Y qué saben esos herbarios de cosas de magos, Sarah? Nada, ¿eh? —respondió Silas con sarcasmo.
—Muy bien, Silas. Supongo que por ahora estarás más seguro en el desván con tu tonta colonia de Patifichas.
—Mucho más —dijo Silas—. ¿Queda más pastel?
—No, tú tienes el último pedazo.
Siguió un tenso silencio, y en él Jenna estaba segura de oír un clamor lejano.
—¿Habéis oído eso? —preguntó.
Se levantó y miró por una de las altas ventanas que daban a la parte delantera del Palacio. Jenna vio el camino, que, como siempre, estaba iluminado por antorchas llameantes, y las grandes verjas de Palacio, que estaban cerradas por la noche. Pero en el otro lado de las verjas se concentraba una multitud, gritando y golpeando tapas de cubos de basura y gritando:
—Ratas, ratas, coged las ratas. ¡Ratas, ratas, matad todas las ratas!
Sarah se acercó a Jenna y a la ventana.
—Son los estrangularratas —dijo—. No sé qué están haciendo aquí.
—Buscando ratas, supongo —respondió Silas con la boca llena de pastel de manzana—. Hay muchas por los alrededores. Creo que había una en la sopa esta noche.
El canturreo de los estrangularratas subía de tono.
—¡Mata ratas, mata ratas, aplasta ratas, aplasta, aplasta! ¡Mata ratas, mata ratas, aplasta ratas, aplasta, aplasta!
—¡Pobres ratas! —exclamó Jenna.
—Además, no son las ratas las que están propagando la Plaga —dijo Sarah—. Ayer estuve ayudando en el hospital y está claro que los mordiscos no son de rata. Las ratas tienen más de un diente. ¡Oh, mira! Están subiendo por la carretera hacia las dependencias de los criados. ¡Vaya!
En ese momento, la criada de la cena se puso en movimiento, como accionada por un resorte. Recogió los platos, le quitó a Silas el último trozo de pastel de manzana de su alcance y salió pitando de la habitación. Dejó caer con estruendo los platos por el conducto de la basura que llevaba hasta las cocinas del piso de abajo. Salió corriendo hacia sus dependencias para comprobar cómo estaba Percy, su rata mascota.
La cena no se prolongó mucho más después de eso. Sarah y Silas fueron al saloncito de Sarah, que se encontraba al fondo de Palacio, donde ésta tenía un libro que acabar y Silas se ocupaba de escribir un panfleto titulado Los diez mejores consejos sobre el Patifichas, para el que albergaba grandes esperanzas.
Jenna decidió ir a leer a su habitación. A Jenna le gustaba estar sola y le encantaba pasear por el Palacio, sobre todo de noche, cuando las velas proyectaban grandes sombras sobre los pasillos y se despertaban muchos de los Antiguos fantasmas. De noche, el Palacio perdía un poco esa sensación de vacío que tenía durante el día y se convertía otra vez en un lugar bullicioso y lleno de sentido. La mayoría de Antiguos prefería aparecerse a Jenna y les encantaba tener la oportunidad de poder hablar con una princesa, aunque muchos no consiguieran recordar qué princesa era. Jenna disfrutaba con sus charlas, a pesar de que pronto descubrió que cada fantasma tendía a decir lo mismo todas las noches, y pronto se supo la mayoría de las conversaciones de memoria.
Jenna subía la anchurosa escalera de caracol hasta la galería que se extendía por encima del vestíbulo, y se detuvo a charlar con el fantasma de la antigua gobernanta de un par de jóvenes princesas que llevaba días vagando por los pasillos en busca de sus pupilas.
—Buenas noches tenga, princesa Esmeralda —dijo la gobernanta con un gesto de preocupación permanente.
—Buenas noches, Mary —respondió Jenna, que había desistido, ya hacía tiempo, de explicarle que en realidad se llamaba Jenna, pues no tenía ningún efecto.
—Me alegro de ver que aún está sana y salva —dijo la gobernanta.
—Gracias, Mary.
—Tenga cuidado, querida —le recomendó la gobernanta, tal como hacía siempre.
—Lo tendré —respondió Jenna, como siempre, y prosiguió su camino.
Enseguida salió de la galería y se internó en un pasillo ancho, iluminado por velas, al fondo del cual había unas altas puertas que conducían a su habitación.
—Buenas noches, sir Hereward —saludó Jenna al antiguo guarda de la Cámara Real, un fantasma despeinado y muy desvaído que llevaba en su puesto unos ochocientos años o más y no tenía intención de retirarse.
Sir Hereward había perdido un brazo y buena parte de su armadura, pues su ingreso en la fantasmez había sido el resultado de una de las últimas batallas terrestres entre el Castillo y el Puerto. Era uno de los favoritos de Jenna y se sentía protegida con él como guarda; el viejo caballero tenía un carácter jovial y bromista y, lo que era raro en un Antiguo, en general se las arreglaba para no repetirse demasiado.
—Buenos días, linda princesa. Este es bueno: ¿cuál es la diferencia entre un elefante y un plátano?
—No lo sé —sonrió Jenna—. ¿Cuál es la diferencia entre un elefante y un plátano?
—Bueno, entonces no le encargaré que me haga la compra. ¡Ja, ja!
—¡Ah… muy gracioso! ¡Ja, ja!
—Me alegro de que le haya gustado. Me pareció que le gustaría. Buenas noches, princesa. —Sir Hereward hizo una breve inclinación de cabeza y se puso firmes, encantado de volver a estar de guardia.
—Buenas noches, sir Hereward. —Jenna abrió las puertas y entró en su cuarto.
Jenna tardó algún tiempo en acostumbrarse a su enorme dormitorio de Palacio, después de haber dormido en un armario durante diez años, pero ahora le encantaba, sobre todo por la noche. Era una habitación grande y alargada, con cuatro altos ventanales que daban a los jardines de Palacio y dejaban entrar el sol de la tarde. Pero ahora, en la fría noche de otoño, Jenna corrió las pesadas cortinas de terciopelo rojo, y la habitación se llenó de repente de profundas sombras. Se acercó a la magnífica chimenea de piedra que estaba junto a su cama con dosel y encendió el fuego, utilizando un hechizo enciendefuego que Septimus le había regalado en su último cumpleaños.
Mientras la cálida luz de las llamas danzarinas llenaba la habitación, Jenna se sentó en la cama, se envolvió en la colcha de piel y cogió su libro de historia favorito, La historia de nuestro castillo.
Absorta en su libro, Jenna no notó cómo una fantasmal figura, alta y delgada, salía de detrás de los gruesos cortinajes que colgaban alrededor de su cama. La figura se quedó muy quieta, mirando a Jenna con una expresión de desaprobación en los brillantes ojos redondos. Jenna se estremeció ante el repentino frío que producía el fantasma y se arropó más con la colcha, pero no levantó la mirada.
—Yo ni me molestaría en leer toda esa basura sobre la Liga Hanseática. —Una voz aguda rasgó el aire por encima del hombro izquierdo de Jenna.
Jenna se puso en pie de un salto cual gato escaldado, dejó caer el libro y estaba a punto de gritar llamando a sir Hereward cuando una mano helada le tapó la boca. El contacto con el fantasma le transmitió una corriente de aire frío hasta los pulmones y le produjo un ataque de tos. El fantasma parecía imperturbable. Recogió del suelo el libro de Jenna y lo dejó en la cama, al lado de donde Jenna se sentaba, intentando recuperar el aliento.
—Ve al capítulo trece, nieta —le ordenó el fantasma—. No hay necesidad de que pierdas el tiempo leyendo sobre mercaderes vulgares. La única historia que merece la pena es la de reyes y reinas, preferiblemente la de las reinas. Me encontrarás en la página doscientos veinte. Es un relato bastante bueno de mi reinado, aunque hay uno o dos… ejem… malentendidos, pero lo escribió un plebeyo, así que, ¿qué se puede esperar?
Por fin, Jenna dejó de toser lo bastante para echar un buen vistazo a la visitante que nadie había invitado. Era realmente el fantasma de una reina, una reina Antigua, dedujo Jenna por el aspecto anticuado de su túnica y la gorguera almidonada que llevaba alrededor del cuello. El fantasma, que parecía sorprendentemente sustancial para alguien tan antiguo, se hallaba de pie, muy tieso y erguido. Llevaba el cabello gris como el hierro recogido en dos coletas enrolladas detrás de las orejas, bastante puntiagudas por cierto, y llevaba una sencilla y severa corona de oro. Sus ojos de color violeta oscuro se fijaron en Jenna con una mirada de desaprobación que inmediatamente provocaba la sensación de haber hecho algo mal.
—¿Qui… quién es usted? —tartamudeó Jenna.
La reina dio impacientes golpecitos con la punta del pie.
—Capítulo trece, nieta. Mira en el capítulo trece. Ya te lo he dicho antes. Debes aprender a escuchar. Todas las reinas deben aprender a escuchar.
Jenna no conseguía imaginar a aquella reina escuchando a nadie, pero no dijo nada. Lo que le molestaba era que el fantasma la llamara «nieta». Era la segunda vez que había empleado esa palabra. No podía ser que ese horrible fantasma fuera su abuela.
—Pero… ¿por qué insiste en llamarme nieta? —preguntó Jenna con la esperanza de haber oído mal.
—Porque soy tu tataratataratataratataratataratataratataratataratataratataratatarabuela. Puedes llamarme abuela.
—¡Abuela! —exclamó Jenna horrorizada.
—Sí. Eso sería muy apropiado. No espero que utilices mi título completo.
—¿Cuál es vuestro título completo? —preguntó Jenna.
El fantasma de la reina suspiró con impaciencia y Jenna notó que su helado aliento le agitaba el cabello.
—Capítulo trece. No te lo volveré a repetir —dijo con severidad—. Veo que no he llegado demasiado pronto. Estás muy necesitada de una guía. Tu madre tiene mucha culpa por haber descuidado tus enseñanzas reales y tus buenos modales.
—Mamá es una profesora realmente excelente —objetó Jenna, indignada—. No ha descuidado nada.
—¿Mamá… mamá? ¿Quién es esta tal… mamá?
La reina se las arregló para expresar desaprobación y asombro a la vez. De hecho, en el transcurso de los siglos había perfeccionado el noble arte de mezclar cualquier posible expresión con la desaprobación, hasta el punto de que, aunque hubiese querido, ya no habría podido separarlas. Pero, no, gracias, la reina tampoco deseaba hacerlo; estaba muy orgullosa de la desaprobación.
—Mamá es mi mamá. Quiero decir, mi madre —dijo Jenna, nerviosa.
—¿Y cuál es su nombre, dilo? —preguntó el fantasma mirando a Jenna de arriba abajo.
—A usted qué le importa —respondió Jenna, enojada.
—¿Podría ser Sarah Heap?
Jenna se negó a responder. Contemplaba con enfado al fantasma, deseosa de que se marchara.
—No, no me iré, nieta. Tengo que cumplir con mi deber. Ambas sabemos que esa tal Sarah Heap no es tu verdadera madre.
—Para mí sí lo es —murmuró Jenna.
—Lo que sea para ti, nieta, no tiene ninguna importancia. La verdad es que tu verdadera madre, o su fantasma, se sienta en la torre y descuida tu educación real, de modo que más pareces una vulgar criada que una verdadera princesa. Es una desgracia, una absoluta desgracia, que intento rectificar para bien de este pobre lugar sumido en la ignorancia en la que se ha convertido mi Castillo y mi Palacio.
—No es su Castillo ni su Palacio —objetó Jenna.
—En eso, nieta, te equivocas. Era mío antes y pronto volverá a serlo.
—Pero…
—No me interrumpas. Ahora te dejaré. Ya es más que hora de que te vayas a dormir.
—No, no lo es —dijo Jenna indignada.
—En mis tiempos, todas las princesas se retiraban a dormir a las seis de la tarde hasta que se convertían en reinas. Yo misma me iba a la cama a las seis en punto de la tarde, todas las noches hasta que cumplí los treinta y cinco años, y nunca me hizo ningún daño.
Jenna miró al fantasma con asombro. Entonces, de repente, sonrió ante la idea de lo aliviado que estaría todo el mundo en el Palacio, durante aquellos años, cuando daban las seis.
La reina malinterpretó la sonrisa de Jenna.
—¡Ajá! Por fin estás entrando en razón, nieta. Ahora te dejaré para que te vayas a dormir, pues tengo un importante asunto que atender. Te veré mañana. Puedes darme el beso de buenas noches.
Jenna parecía tan horrorizada que la reina dio un paso atrás y dijo:
—Bueno, pues, veo que aún no te has acostumbrado a tu querida abuela. Buenas noches, nieta.
Jenna no respondió.
—He dicho, buenas noches, nieta. No me iré hasta que me des las buenas noches.
Hubo un tenso silencio hasta que Jenna decidió que no podía seguir mirando la nariz puntiaguda del fantasma por más tiempo.
—Buenas noches —dijo fríamente.
—Buenas noches, abuela —le corrigió el fantasma.
—Nunca la llamaré abuela —dijo Jenna mientras, para su gran alivio, el fantasma empezaba a desvanecerse.
—Lo harás —dijo la penetrante voz aguda del fantasma, que ya había desaparecido—. Lo harás…
Jenna cogió la almohada y la lanzó furiosa contra la voz. No hubo respuesta; el fantasma se había ido. Siguiendo el consejo de tía Zelda, Jenna contó hasta diez muy despacio hasta que sintió que se había tranquilizado, luego cogió La historia de nuestro castillo y pasó rápidamente las páginas hasta el capítulo trece. El título del capítulo era: «La reina Etheldredda, la Horrible».