29

El almacén número nueve

S norri estaba profundamente dormida cuando Alice Nettles regresó aquella noche, mucho más tarde. La jefa de Aduanas estaba muerta de frío, cansada y empapada después de una dura travesía de regreso de un barco que se mostró particularmente poco dispuesto a cooperar, pero al empujar la pequeña puerta azul, Alice estaba sonriendo, pues con ella cruzaba la puerta el fantasma de Alther Mella.

Alther había tenido un día difícil en el Palacio. Por la tarde, Marcia había ido a visitar a Jillie Djinn a la Cámara Hermética.

—No, Alther, no quiero ver a nadie… ni siquiera a ti —le había dicho Marcia—. No, no sé cuándo saldré. Seguramente dentro de unos meses. Así que lárgate.

Alther había continuado buscando a Jenna y a Septimus en el Palacio, pero no había ni rastro de ellos por ningún lado. Sin embargo, circulaban un sinfín de historias sobre lo que les había pasado. Sin duda, Escupefuego estaba implicado, sobre todo dado que el dragón también había desaparecido, pero aparte de eso no conseguía sacar nada en claro. Alther no podía creer que la nota que Marcia había encontrado fuera realmente de Septimus. Aún tenía la esperanza de que Jenna y Septimus hubieran ido a ver a tía Zelda, aunque a medida que el día llegaba a su fin y empezaba a caer la noche, se dio cuenta de que se estaba aferrando desesperadamente a una idea absurda, pues sabía que tía Zelda no les habría permitido quedarse tanto tiempo.

Mientras tanto, Silas se iba hundiendo cada vez más en el desánimo. Al caer la noche, Alther admitió por fin que la carta de Septimus era auténtica. Le contó a Silas que «aún tenía unas pocas pistas que seguir» y regresaría a la mañana siguiente. Alther dejó a Silas y a Maxie sentados juntos y muy tristes junto a la puerta de Palacio esperando la llegada de Gringe.

Lo que Alther quería decir era que necesitaba hablar con Alice Nettles.

Y así, mientras Alice estaba siendo remolcada desde el agitado y negro mar hacia las acogedoras luces del Puerto, vio el fantasma de Alther Mella aguardándola pacientemente junto a la muralla del Puerto, tal como había hecho muchos años atrás, cuando aún era un mago extraordinario vivo. Aquel día memorable, Alice regresaba del tribunal del Castillo después de celebrar el Picnic del Misterio de Invierno anual. Alther había averiguado dónde era el picnic —en la isla Sandy, un lugar azotado por el viento, unas millas más al sur del Puerto— y había ido especialmente para verla. Alice nunca se había sentido tan feliz como en el momento en que reconoció la figura de Alther enfundada en la túnica púrpura que la esperaba mirando el mar. Dos semanas más tarde, Alther estaba muerto, alcanzado por la bala de un asesino.

Alice cogió una vela de la tina, frotó una cerilla y la encendió. Alther siguió a Alice por el almacén mientras ella pasaba entre las grandes y tambaleantes pilas de antiguos cargamentos como si se tratara de un desfiladero. La luz de la vela de Alice proyectaba sombras danzarinas en las montañas de viejos arcones de madera, muebles, basura diversa e incluso un ornamentado carruaje con grandes ruedas rojas y dos tigres disecados en el arnés. Alther se sobresaltó al ver los brillantes ojos de cristal de los tigres, que parecían mirarle con reproche, como si de algún modo fuera responsable de su destino.

El almacén de Alice era uno más de los que había en la parte vieja del Puerto; estaba abarrotado de cargamentos de barcos que ya llevaban tiempo pudriéndose y que habían conducido hasta el Puerto a marinos que ya llevaban tiempo muertos, y que los olvidaron o los negaron, para pagar la deuda con sus bienes. Ahora nunca sería pagada, pues la mayoría de aquellas cosas tenían siglos de antigüedad, y el interés de la deuda superaba varias veces el valor de los artículos.

Después de dar vueltas y más vueltas, Alice y Alther llegaron a la escalera que estaba en el fondo del almacén. Las traqueteantes pisadas de Alice resonaban en los empinados escalones de hierro mientras subía piso tras piso, lleno hasta el techo de una mezcla de polvo y telarañas, de tesoros y desperdicios.

—No puedo creer que vivas en este vertedero, Alice —dijo Alther para molestarla—, cuando podrías vivir en la majestuosa residencia del jefe de Aduanas en el muelle uno.

—Yo tampoco puedo creerlo —dijo Alice, algo fatigada, pues ya estaban en el quinto piso y seguían subiendo—. Debe de tener algo que ver con un viejo fantasma que insiste en seguirme a todas partes.

Alice se detuvo en el descansillo del sexto piso para recuperar el aliento, apoyándose un momento en una pila terriblemente alta de platos chinos con dibujos de sauces antes de pensarlo mejor.

—Es una pena que nunca vinieras a las fiestas de la Aduana —resopló—. Nos habríamos ahorrado un montón de problemas.

—Pero tú no estarías en tan buena forma —respondió Alther sonriente—. Tienes buen aspecto con todo ese ejercicio, Alice.

—¡Vaya!, gracias, Alther. Creo que me haces más cumplidos ahora que cuando estabas… bueno, ya sabes.

—Vivo, Alice. Está bien, puedes decir la palabra. Bueno, entonces fui un idiota. No me di cuenta de lo que tenía hasta que fue demasiado tarde.

Alice Nettles no se atrevió a responder. Se volvió y subió el último tramo de escalones hasta el séptimo piso, abrió la puerta de su atalaya y se entretuvo encendiendo la gran estufa que estaba en medio de la habitación.

Al cabo de un momento, Alther entró flotando, siguiendo los pasos que había dado hacía muchos años, después de que tía Zelda descubriese ciertas cartas ocultas detrás de la chimenea de la casa de la conservadora. Había hecho a Alther una visita sorpresa y había insistido en que el almacén número nueve contenía algo importante y que quería que le ayudara a encontrarlo. Cuando Alther le preguntó a tía Zelda qué era exactamente aquello tan importante, sólo le dijo que lo sabría en cuanto lo viera. Después de mucho discutir con tía Zelda, Alther había consentido a regañadientes hacer una búsqueda. La búsqueda le había ocupado tres semanas, durante las cuales se había vuelto alérgico al polvo, se había peleado con tía Zelda y no había encontrado nada importante, aparte de un nido de arañas muy malhumoradas de una especie tropical que vivían detrás de la cañería del agua caliente. Para entonces, tía Zelda ya no le hablaba. Más tarde, cuando olvidaron sus rencillas, tía Zelda le dijo lo que andaba buscando. Alther siempre había querido volver a buscarlo, pero como le ocurrió con tantas otras cosas en su vida, ya no tuvo ocasión.

Y así, Alther consideró aquel episodio una completa pérdida de tiempo hasta muchos años después, cuando Alice tuvo que buscar un lugar en el Puerto donde vivir y donde el fantasma de Alther pudiera visitarla. Alther no había frecuentado demasiados lugares en el Puerto mientras había estado vivo, así que cuando el almacén número nueve salió a la venta, él y Alice estuvieron encantados. Alice compró el almacén número nueve, con todo su contenido incluido y se mudó al piso de arriba. Ahora Alther podía visitar a Alice y vagar libremente por el almacén sin temor a ser devuelto, cosa que odiaba.

Arriba, en su atalaya, Alice puso la vela en la gran mesa que estaba junto a uno de los ventanucos que daban al Puerto, Alther la siguió y juntos se sentaron en un silencio compartido. Alice miró la pequeña figura que estaba acostada sobre un montón de alfombras persas, cómodamente arropada con una gran piel de lobo, y sonrió. Le gustaba ver a Snorri sana y salva, pero… ¿qué era aquello?

Olvidándose por un momento de que Alther era un fantasma, Alice le cogió del brazo.

—Alther, hay algo allí, un animal, grande. ¡Oh, cielos, mira!

Dos ojos verdes emitían reflejos a la luz de las velas. Miraban a Alice y a Alther.

—¡Dios santo, Alice! —exclamó Alther—. Tienes una pantera aquí arriba.

—Alther, yo no tengo panteras aquí arriba, ni en ningún otro sitio. Ni siquiera me gustan las panteras. ¡Oh, no, escucha…!

Un gruñido grave llenó el piso superior del almacén número nueve mientras el Ullr Nocturno ponía sus cuatro patas almohadilladas en el suelo, y se le erizaba el pelo de la nuca. Snorri se despertó.

—Cálmate, Ullr —murmuró al ver a Alice y a Alther perfilados contra la luz de la luna y sabiendo que estaba a salvo.

El Ullr Nocturno soltó un último gruñido, sólo para dejar las cosas claras. Luego se echó al lado de su ama, y descansó la gran cabeza negra entre las patas mirando a Alice Nettles y a su compañero fantasma con los ojos entrecerrados. Snorri le abrazó el cálido y suave lomo y se sumió en un profundo sueño.

—No sabía que tenía una pantera además de un gato —murmuró Alice—. Debería habérmelo dicho. Estos Mercaderes son muy raros.

Alther miró a la jefa de Aduanas con una sonrisa cariñosa. Le encantaba el estilo de Alice, que parecía tan dura por fuera y en realidad era un pedazo de pan. Si tenías problemas, Alice Nettles no era de las que se quedan al margen mirando.

—¿Otro de tus niños abandonados, Alice? —preguntó Alther.

—Es sólo una chica a la que he tenido que confiscar el barco debido a la cuarentena. Me sentía mal por ello, ¿qué otra cosa podía hacer? La Plaga se está propagando por el Castillo como un incendio descontrolado. No podemos arriesgarnos a que llegue hasta aquí.

—¡Ah, sí… esto me recuerda una cosa!

Cuando Alice mencionó el Castillo, Alther volvió a la realidad, pues se habría quedado felizmente sentado con Alice junto al ventanuco, mirando las luces del Puerto, toda la noche.

—¿Qué cosa, Alther? ¿Por qué tengo la sensación de que esto no va a ser una velada romántica de charla a la luz de la luna?

Alther suspiró.

—Me encantaría que lo fuera, pero ha ocurrido algo.

Ahora fue Alice la que suspiró.

—¿En serio? ¿Acaso no es así siempre?

—Por favor, Alice, ha ocurrido algo muy malo y necesito tu ayuda.

—Ya sabes que no tienes ni que pedírmela. ¿Qué puedo hacer?

—Necesito buscar en el almacén de arriba abajo. Aquí hay algo que debo encontrar. Hace años Zelda y yo no conseguimos encontrarlo, pero ahora soy un fantasma y creo que podré hacerlo. —Alther suspiró—. Tendré que atravesar todo.

Alice parecía impresionada.

—Pero si tú odias atravesar, Alther. Y… bueno, ya sabes cuánta cosa hay aquí. Montañas de basura y quién sabe qué. Será horrible. Cielos, esto debe de ser grave.

—Lo es, Alice… muy grave. Mira, esta mañana, Septimus y Jenna… oye, ¿qué pasa ahí fuera?

Unos fuertes golpetazos bajaban por la calle y hacían vibrar las ventanas de Alice. Mientras escuchaban, el ruido se hizo más fuerte e insistente, hasta que se convirtió en un regular pom, pom, pom que sacudía el suelo y reverberaba en la mesa.

—A veces me preocupa que vivas en un barrio tan duro —dijo Alther.

—Sólo son juerguistas nocturnos, Alther. Les diré que no hagan ruido. —Alice se asomó a la ventana y dijo—: ¡Oh, Dios mío! Bueno, al menos no es otra pantera.

—¿Qué es lo que no es otra pantera? —preguntó Alther.

—Un dragón.

—¿Un dragón no es una pantera? —repitió Alther, despacio. Era como si Alice estuviera hablando en clave.

—Por regla general, no. Un dragón es un dragón y una pantera es una pantera. Así suelen ser las cosas. No me preguntes por qué. Supongo que será mejor que vaya y le deje entrar antes de que haga añicos la puerta.

—¿A quién? ¿A qué?

—Al dragón, Alther. Ya te lo he dicho, hay un dragón en la puerta.