Incautados
L a barcaza mercante de Snorri Snorrelssen acababa de amarrar en el desembarcadero de los mercaderes del Puerto. Alice Nettles, jefa de Aduanas del Puerto, estaba de pie en el muelle, mirándola con recelo. Alice era una mujer alta, de cabellos grises, con una presencia que imponía respeto y que se había forjado cuando fue la jueza Alice Nettles, muchos años atrás. Pero ahora vestía las ropas azules oficiales de un jefe de Aduanas con dos distintivos dorados en las mangas. La gente del Puerto no se metía con Alice, y si se metía no se le ocurría volver a hacerlo.
—Me gustaría tener unas palabras con tu capitán —le dijo Alice a Snorri.
Aquél no era un buen comienzo para conversar con Snorri. Miró fijamente a los ojos a Alice y no se dignó responder.
—¿Entiendes lo que te digo? —exigió saber Alice, que estaba segura de que Snorri lo había entendido perfectamente—. Quiero hablar con tu capitán.
—Yo soy el capitán —le dijo Snorri a Alice—. Hable conmigo.
—¿Tú? —preguntó Alice, impresionada. Seguramente la chica no tendría más de catorce años, como mucho. Era demasiado joven para ser la capitana de una barcaza mercante propia.
—Sí —dijo Snorri desafiante—. ¿Qué quiere?
Alice estaba algo molesta.
—Quiero ver los papeles de la Inspección del Castillo.
Fulminándola con la mirada, Snorri se los dio.
Alice los escrutó de arriba abajo y sacudió la cabeza.
—Están incompletos.
—Eso es todo lo que me dieron.
—No ha cumplido las normas de la cuarentena de emergencia. Por tanto, tengo que incautar tu barco.
Snorri se sonrojó de ira.
—Usted… usted no puede hacer esto —protestó.
—Claro que puedo.
Alice hizo un gesto a dos agentes de aduanas que habían estado por allí cerca, en la sombra, por si había problemas. Sacaron un gran rollo de cinta amarilla y procedieron a acordonar el Alfrún.
—Debes salir del barco inmediatamente —le dijo Alice a Snorri—. Será remolcado hasta un muelle de la zona de cuarentena hasta que pase la emergencia. Podrás reclamarlo tras liquidar las tasas de atraque y de aduanas.
—¡No! —dijo Snorri—. ¡No se lo voy a permitir!
—Si causas problemas, te pasarás una temporadita en el calabozo de la Aduana —le dijo Alice con mucha severidad—. Te doy cinco minutos para recoger una bolsa con tus cosas. Llévate el gato si quieres.
Al cabo de cinco minutos, Snorri Snorrelssen no tenía hogar. Desde el pescante del mástil, Stanley y Dawnie miraban a Snorri caminar penosamente con la pesada bolsa colgada del hombro y seguida de Ullr.
—Esto es demasiado —murmuró Stanley a Dawnie—. Es una buena chica. ¿Qué va a hacer ahora?
—Bueno, al menos llegamos a tiempo para un almuerzo tardío —dijo Dawnie—. Me apetecería probar algo de esa rica pastelería que hay allí abajo.
A Stanley no le apetecía nada, pero siguió a Dawnie mástil abajo y se escabulló rápidamente tras ella hasta la pastelería.
Snorri se alejaba, perdida en sus pensamientos. Todo había sido una larga sucesión de desastres desde que llegara al Castillo. Debía de haber visto a casi todos los fantasmas del Castillo, excepto al único que realmente quería ver. La habían echado del Castillo justo antes de que comenzara la lonja y casi la hunde un dragón. Se acababa de librar de esa horrible criatura y ahora le ocurría esto. Snorri estaba tan enfadada que al principio no oyó que Alice Nettles la llamaba. Y cuando por fin la oyó, Snorri decidió ignorar a la jefa de Aduanas.
Pero Alice no era de las que abandonan.
—¡Espera… te digo, que esperes un momento! —corrió para alcanzar a Snorri—. Eres muy joven para ir sola por el Puerto.
—No estoy sola. Tengo a Ullr —murmuró Snorri, echando una mirada al gato anaranjado.
—Esto es peligroso de noche. Un gato puede hacerte compañía, pero no protegerte…
—Ullr sí —respondió Snorri con obstinación.
—Toma —dijo Alice, metiéndole un trozo de papel en la reticente mano de Snorri—. Aquí es donde vivo. En el almacén número nueve, piso de arriba. Hay espacio para que tú y Ullr durmáis cómodamente. Seréis bienvenidos.
Snorri pareció dudar.
—A veces —explicó Alice—, tengo que hacer cosas en mi trabajo que no me gusta hacer. Siento lo de tu barcaza, pero es por el bien del Puerto. No podemos arriesgarnos a que la Plaga se propague por aquí. Los barcos traen ratas, y las ratas traen enfermedades.
—Algunos dicen —respondió Snorri— que no son las ratas las que propagan la Plaga. Dicen que es otro tipo de criatura.
—La gente dice muchas cosas —se rió Alice—. Dicen que grandes arcones de oro han aparecido misteriosamente en sus barcos sin que ellos lo supieran. Dicen que unos barriles de agua deben de haberse convertido milagrosamente en brandy durante el viaje. Dicen que volverán a pagar las tasas de aduana por su carga. Eso no significa que lo que dicen sea cierto. —Alice reparó en los ojos azul claro de Snorri bajo las cejas interrogativas y ralas. La miró a los ojos y añadió—: Pero lo que te digo es cierto. Espero que te quedes.
Snorri asintió lentamente.
—Bien. Es el almacén número nueve. Lo encontrarás en la quinta calle a la derecha, pasado el muelle viejo. Es mejor llegar antes de que caiga la noche, pues el viejo muelle no es seguro a esas horas. Entra por la puerta azul sobre fondo verde, coge una vela de la tina y cruza el piso de abajo del almacén. Sigue la escalera de hierro hasta el fondo del piso de arriba. La puerta siempre está abierta. Hay pan y queso en la despensa y vino en la jarra. ¡Ah… y me llamo Alice!
—Yo Snorri.
—Te veré luego, Snorri.
Y tras decir aquello, Alice se dirigió hacia un pequeño barco que la esperaba al pie de los escalones del puerto. Snorri vio a los remeros llevar a Alice hasta un gran barco anclado a media milla del Puerto, Ullr se frotó contra su túnica y maulló. Estaba hambriento… y Snorri se percató de que ella también.
Enclavada entre el muelle de la Aduana de los Mercaderes y un almacén abandonado estaba la Pastelería del Puerto y el Muelle. Una acogedora luz amarilla salía de sus ventanas enteladas, y el maravilloso olor de los pasteles calientes escapaba por la puerta abierta. Ni Snorri ni Ullr pudieron resistirse. Pronto se unieron a los hambrientos trabajadores que hacían cola esperando su cena. La cola se movía lentamente, pero por fin le tocó el turno a Snorri.
Salió un chico de la cocina llevando una bandeja de pasteles recién horneados y Snorri los señaló.
—Me llevaré dos de ésos —dijo.
La joven que estaba detrás del mostrador sonrió a Snorri.
—Serán dieciséis centavos, por favor.
Snorri le dio cuatro moneditas.
Maureen —ex pinche de cocina, ex fregona de la Casa de Muñecas y recién dueña de la Pastelería del Puerto y el Muelle— envolvió los pasteles y añadió unos restos de un pastel roto.
—Para tu gato —dijo.
—Gracias —dijo Snorri, cogiendo los pasteles calientes y pensando que, al fin y al cabo, el Puerto no era un lugar tan malo. Mientras salía de la pastelería oyó gritar a Maureen.
—¡Ratas! ¡Rápido, Kevin! ¡Cógelas!
Snorri y Ullr se sentaron junto a la pared del Muelle de los Mercaderes a comerse los pasteles. Ullr, que siempre estaba muy hambriento poco antes de la caída de la noche, se comió rápidamente los restos que Maureen le había dado y luego se acabó la porción que Snorri había comprado para él. Mientras el cielo se oscurecía y empezaban a llegar grises nubes del oeste, Snorri y Ullr observaron cómo un remolcador sacaba el Alfrún del Muelle de los Mercaderes y lo llevaba al Muelle de Cuarentena, que estaba en una zona inhóspita y pantanosa al otro lado de la desembocadura del río. A pesar del pastel caliente, la compañía de Ullr y la oferta de Alice Nettles, Snorri se sintió desolada al ver el Alfrún abandonar las resguardadas aguas del puerto y cabecear al entrar en las aguas negras de la marea del Puerto. Las palabras de su madre le vinieron a la memoria: «Eres una loca, Snorri Snorrelssen, si crees que puedes comerciar tú sola; ¿por qué te crees tan especial? No es vida para una mujer y mucho menos una muchacha de catorce años. Tu padre, Olaf, que en paz descanse, se habría horrorizado… Horrorizado, Snorri. El pobre hombre no sabía lo que hacía cuando te dejó sus Escrituras. Prométeme, por el amor de Odín, que no irás. ¡Snorri… Snorri, vuelve aquí ahora mismo!».
Pero Snorri no lo había prometido, y tampoco volvió «ahora mismo». Y allí estaba ahora, varada en un puerto extranjero, observando cómo todas sus esperanzas de comerciar eran remolcadas y se dejaban pudrir en un muelle pestilente en medio de la nada. Snorri se puso en pie y dio un suspiro.
—Ven, Ullr —dijo.
Snorri se puso en marcha con las primeras gotas de una fría lluvia de otoño. Las instrucciones de Alice hubieran debido ser fáciles de seguir, pero Snorri aún estaba sumida en su preocupación y en sus pensamientos, y pronto se encontró perdida en un desconcertante laberinto de almacenes viejos y viejos fantasmas decrépitos. Snorri nunca había conocido unos fantasmas de tan pésima reputación. Las calles estaban abarrotadas de contrabandistas y atracadores, borrachos y ladrones, que no paraban de dar empujones, maldecir y escupir, tal como habían hecho cuando estaban vivos. La mayoría de ellos no prestó atención a Snorri, pues estaban demasiado ocupados peleándose entre sí para fijarse en los vivos o molestarse en aparecérseles, pero uno o dos, conscientes de que Snorri podía verlos, empezaron a seguirla por las calles, disfrutando de la expresión nerviosa de su cara cuando se volvía para comprobar si aún estaban detrás de ella.
La lluvia empezó a caer fuerte y el ánimo de Snorri también cayó por los suelos. Se sentía atrapada. No tenía brújula, ni carta de navegación, y todo le parecía igual: una calle tras otra con grandes formas negras amenazadoras sobre su cabeza tapándole el cielo. Snorri habría preferido ser engullida por las altísimas olas grises del mar del norte en el Alfrún que perderse entre aquellos amenazadores almacenes viejos. Miró a su alrededor, buscando desesperada una puerta azul sobre un fondo verde —¿o era una puerta verde sobre fondo azul?—, y a Snorri le empezó a entrar pánico. Se detuvo para intentar hacer acopio de valor, pero el cerco de fantasmas se cerraba y Snorri ya no pudo ver dónde estaba. La rodeaban caras burlonas con dientes podridos, narices rotas, orejas de coliflor y ojos ciegos.
—¡Largaos! —gritó Snorri, y su grito resonó a lo largo de la sima de la calle y volvió a ella.
—¿Te has perdido, cariño? —dijo una dulce voz cerca de ella.
Nerviosa por ver quién había hablado, Snorri atravesó el círculo de fantasmas en medio de un coro de maldiciones y protestas. Una mujer joven, vestida con varias tonalidades negras, permanecía en las sombras del umbral de una puerta unos cuantos metros más allá; una puerta azul dentro de un gran almacén negro. Tallado en el arco de ladrillo de encima de la puerta se leía el número 9.
—No, no estoy perdida, gracias —dijo Snorri, dirigiéndose agradecida hasta la puerta de Alice.
Al ver adónde se dirigía Snorri, la joven dio un paso al frente y sacó el brazo por la pequeña puerta, cortándole el paso a Snorri. Sacudida por el miedo, Snorri vio los brillantes ojos negros de la joven con destellos azules brillantes. Sabía que estaba tratando con una bruja negra.
—No querrás entrar ahí, ¿verdad? —le dijo la bruja.
—Sí quiero entrar ahí —replicó Snorri.
La bruja negra sonrió y sacudió la cabeza como si Snorri no hubiera comprendido lo que le decía.
—No, querida, no quieres. Quieres venir conmigo, ¿verdad?
Un destello azul recorrió los ojos de la bruja y Snorri sintió debilitarse. Además, ¿por qué iba a querer entrar en tan horrible almacén?
—Así es, vuelve con Linda ahora. Ven.
Linda, la bruja madre en funciones, del Aquelarre de las Brujas del Puerto cogió la mano de Snorri y ésta sintió que la aferrasen como unas tenazas hasta los huesos de la mano, estrujándoselos.
—¡Ay! —protestó Snorri, intentando retirar la mano mientras Linda la atenazaba aún más, haciéndole rodar los huesos unos sobre otros—. ¡Ay, me haces daño!
—Claro que no. Una chica fuerte como tú no es rival para alguien vieja y pequeña como yo.
Linda soltó una risita, pues sabía que tenía a Snorri en su poder. Linda había salido a lo que las brujas llaman una «excursión de pesca crepuscular»; necesitaba reemplazar a su criada para todo después del molesto accidente que la chica había sufrido unas horas antes, aquel mismo día, con el caldero del aquelarre. Habían conseguido sacarla, pero demasiado tarde. Ahora Linda estaba decidida a llevar lo que parecía una criada prometedoramente fuerte que probablemente duraría más que el habitual par de meses.
Sin embargo, Snorri no estaba cooperando todo lo que Linda esperaba. La bruja la empujaba violentamente para apartarla de la entrada y Snorri se resistía. Linda le apretó más fuerte la mano. Snorri lanzó una exclamación de dolor, pero de repente Linda aflojó un poco y Snorri vio un asomo de miedo en los ojos negros de la bruja. Siguió la mirada de Linda y casi se puso a reír de alivio.
Ullr se estaba transformando.
El canijo gato anaranjado, al que disimuladamente Linda había dado una patada, ya no era canijo ni anaranjado. Mientras Linda lo miraba fijamente, sin la menor intención de soltar a Snorri, vio cómo empezaba a aparecer el Ullr Nocturno. La mota negra de la punta de la cola anaranjada de Ullr se extendía a lo largo del gato como la negrura de un eclipse viajando sobre la Tierra. El pelo de Ullr se volvía liso, corto y brillante; cubría sus nuevos músculos, que se marcaban bajo la piel, formándose y volviéndose a formar mientras crecía lenta y constantemente, convirtiéndose en una pantera de tamaño natural.
Pero Linda mantenía fuertemente agarrada la mano de Snorri. Mientras contemplaba embelesada a Ullr, se le ocurrió un plan brillante. Con aquella gran bestia negra a su lado no habría discusión posible sobre cuál era su legítimo lugar como bruja madre del Aquelarre, no con un familiar como aquél. Se libraría con facilidad de la vieja Pamela, por no hablar de las otras brujas que le estaban causando problemas y, puestos a pensar, también de la vieja enfermera de la puerta de al lado. El aquelarre podría ocupar la casa de la enfermera, y devolverle así el favor de haberle prendido fuego al puente. Linda sonrió. ¡Qué divertido sería!
Y entonces Ullr experimentó la transformación nocturna final: sus ojos se convirtieron en los ojos del Ullr nocturno. Linda miró los ojos nocturnos de Ullr y algo se heló en su interior. Sabía que no existía nada comparable a aquella criatura. Algo oscuro, de una oscuridad superior a la que Linda había conocido jamás, emanaba de Ullr. Soltó la mano de Snorri como si la hubiera mordido y retrocedió murmurando:
—Gatito bonito, gatito bonito.
Un aullido largo, grave y amenazador nació de la garganta de Ullr; el felino echó hacia atrás los grandes labios negros en una mueca, mostrando sus afilados dientes blancos. Linda se dio media vuelta y echó a correr, a través de los expectantes fantasmas. No paró hasta que llegó al Aquelarre de las Brujas del Puerto, donde tuvo que llamar a la puerta durante al menos media hora antes de que alguien se molestara en abrirle.