27

Hugo Tenderfoot

M ientras Septimus paseaba por la Vía del Mago, sus pies no pisaban la pálida piedra caliza a la que estaba acostumbrado en su época, sino la tierra cubierta de nieve. Los pebeteros de plata, que Septimus había visto tantas veces encendidos desde la ventana de su dormitorio en lo alto de la Torre del Mago, aún estaban en proceso de ser levantados para documentar las bodas de plata de la reina. Los bajos edificios de piedra amarilla de cada lado de la amplia avenida, aunque ya eran viejos, tenían una apariencia menos desgastada y mostraban delicados detalles que Septimus no había visto antes.

Al pasar por el Manuscriptorium en el número trece de la Vía del Mago, Septimus echó un vistazo a la ventana —que le resultó extraña, pues estaba casi vacía y muy limpia— y saludó con una mano deseando ver a Beetle devolviéndole el saludo. ¿Qué diría Beetle ahora?, se preguntó Septimus. Beetle solía tener algo que decir de todo, pero pensó que incluso Beetle se habría quedado sin palabras.

Septimus apartó los recuerdos de los días felices que había pasado con Beetle y volvió a pensar en su destino. Una red de túneles, que Septimus conocía en su propia época como los Túneles de Hielo, unían todos los edificios antiguos del Castillo. En aquella época los túneles aún no estaban helados, y los alquimistas y los magos los usaban para moverse por el Castillo en sus quehaceres, sin ser vistos y sin ser notados. Septimus pasaba cada día por uno desde la casa de Marcellus hasta su puesto de trabajo en la Gran Cámara. Recientemente lo habían enviado al Palacio a entregar unos cuencos de oro macizos como regalo a la reina, a modo de disculpa por algo que Marcellus había hecho mal. Fue ese viaje el que inspiró a Septimus la idea de su plan, y era precisamente a los túneles de Palacio adónde se dirigía ahora, salvo que esta vez iba por encima del nivel del suelo, pues no tenía ganas de tropezarse con ningún escriba alquímico fisgón ni con el propio Marcellus.

La última Feria del Invierno estaba en pleno apogeo al final de la vía, justo enfrente de la verja de Palacio. Grandes volutas de humo se elevaban de las docenas de braseros que asaban castañas, mazorcas de maíz, salchichas y patatas o hervían espesa sopa de invierno. Septimus se abrió paso a través de la multitud de extraño olor, rechazando las ofertas de «la mejor oreja de cerdo crujiente, aprendiz» o «sabroso pastel de pie de cerdo, ¿quién me compra mi sabroso pastel de pie de cerdo?». Tratando de ignorar los compases de la música del organillo, que se suponía era una música festiva, Septimus se liberó de una adivina particularmente insistente que le ofrecía «revelar su verdadero destino por una moneda de cuatro centavos, joven maestro… pues ¿quién sabe lo que nos deparará la vida?». «¿Quién lo sabe realmente?», pensó Septimus amargamente, mientras se escabullía de la mano que lo aferraba.

Septimus esquivó a un par de gemelos idénticos que caminaban sobre zancos, se agachó bajo una cuerda floja de equilibrista y evitó que por poco le diera de lleno un gran tocho de madera de un entusiasmado participante del puesto de piñata. Un último esfuerzo para pasar entre dos gruesas damas que arrojaban cangrejos de río y arroz a una gran cuba de agua hirviendo y Septimus dejó atrás la multitud. Rápidamente dobló por El Twitten, un callejón que conducía hasta la Grada de la Serpiente. Enseguida estaba llamando a la puerta de una casa que aún recordaba como la de Weasal Van Klampff.

Mientras Septimus esperaba a que le dejaran entrar, recordó todas las veces que Marcia le había enviado a aquel mismo lugar para recoger las diversas piezas del Salvasombras. Si cerraba los ojos, no le costaba imaginarse en aquel mismo lugar, con los escandalosos insultos de los chicos del muelle resonándole en los oídos. Septimus nunca pensó que anhelaría oír el sonido de: «¡Eh! ¡Muchacho oruga!».

Un muchacho menudo que llevaba el pulcro uniforme de criado de la casa le abrió la puerta. Parecía sorprendido de ver a Septimus, que normalmente aparecía por el túnel, pero le sonrió e hizo una reverencia al aprendiz de Alquimia.

—Te lo ruego, entra, Septimus Heap —dijo el chico, que tenía unos serios ojos grises y pecas, y cuyo cabello de color arena presentaba el habitual corte de pelo en forma de casco que lucían todos los niños de la época. Septimus se había negado en redondo, e insistió en dejarse crecer los rizos más largos y más enredados cada día.

El chico miraba a Septimus con expectación, aguardando para acompañarlo a donde quisiera ir. Septimus suspiró; aquello no formaba parte de su plan. Se había olvidado del joven Hugo Tenderfoot, que tenía una irritante tendencia a seguirle a todas partes como un perrito perdido. Septimus se vio obligado a decir algo. Se aclaró la garganta y dijo:

—Muchas gracias, Hugo. Ahora puedes irte.

—¿Perdón?

El chico abrió mucho los ojos, en parte sorprendido de oír a Septimus hablar, pero sobre todo porque no entendía demasiado bien lo que Septimus había dicho, pero se sentía como si hubiera debido entenderlo.

Septimus hizo un esfuerzo en lo que creía que era el habla antigua.

—Hummm, te lo ruego, Hugo, márchate.

—¿Marcharme?

Septimus se evitó más esfuerzos porque arriba sonó una campana, que Hugo corrió a atender después de hacer a Septimus una pequeña reverencia.

Rápidamente, Septimus caminó hasta la parte trasera de la casa y tomó los escalones de madera que crujían y bajaban a la bodega, donde siguió el familiar túnel que salía al extremo más lejano, por el que había seguido por primera vez a Una Brakket hasta el laboratorio.

El túnel estaba bien barrido y muy iluminado por velas de junco, a diferencia de como estaba en tiempos de Una, pero aparte de eso, era el mismo. Septimus no hizo caso de la puerta del laboratorio, que Marcellus usaba para los experimentos más delicados, y siguió el túnel lateral que tomaba todas las mañanas para ir al trabajo.

Pronto llegó hasta una trampilla familiar, pero ¿dónde estaba la escalera? Septimus se arrodilló y abrió la trampilla. Parecía haber una larga caída. Buscó a su alrededor la escalera, pero no encontró ni rastro de ella. No tendría más remedio que saltar. Septimus vaciló, intentando valorar cuánto tendría que saltar si se colgaba a lo largo desde la trampilla. Se dijo a sí mismo que si Simon podía hacerlo con unos patines de hielo puestos, a él no le costaría hacerlo sin ellos.

En el túnel se oyó un sonido de voces que se acercaban y Septimus se alejó de la trampilla. Vio pasar a un grupo de parlanchines criados de Palacio. Llevaban el anticuado uniforme palaciego que había visto en algunos de los fantasmas de su época. La visión de los criados desapareciendo de repente por la esquina le aclaró la mente; sería mucho más fácil entrar en Palacio sin ser visto en medio de un grupo de criados. Septimus se metió por la trampilla a toda prisa. Después de colgar vacilante durante unos momentos, se dio cuenta de que el motivo por el que el suelo del túnel parecía tan lejano —pues realmente estaba lejano— era que ya no estaba cubierto de una gruesa capa de hielo. Pero Septimus ya no iba a echarse atrás. Cerró los ojos, respiró hondo y se dejó caer.

—¡Uuuuuf!

El topetazo de la caída lo dejó sin aliento, y mientras Septimus estaba tendido sin resuello en el suelo del túnel vio la cara de Hugo, asomando y mirándole con preocupación a través de la trampilla. Al cabo de un momento Hugo había desenganchado la escalera del techo, donde colgaba, y se la tendía a Septimus.

—Es una gran caída, aprendiz —dijo Hugo, bajando por ella—. Te ruego mil perdones por haber dejado la trampilla mal cerrada. Por favor, dame la mano.

Hugo ayudó a Septimus a ponerse en pie.

—¿Dónde estaba la escalera? —preguntó Septimus.

—Por favor, te lo ruego, aprendiz, asciende con cuidado.

Septimus suspiró.

—Hugo —dijo—. No quiero ascender con cuidado. Ahora pírate.

—¿Pírate?

—Sí, pírate. Lárgate. Esfúmate. Ábrete. ¡Oh… fuera de aquí!

Hugo puso cara de pena. Comprendió «¡fuera de aquí!», era algo que solía decirle su hermano mayor. Y sus dos hermanas mayores. Y sus primos que vivían en la esquina.

—Bueno, va, ven, si quieres —cedió Septimus al darse cuenta de que, si Hugo regresaba, le contaría a todo el mundo que el aprendiz de Alquimia se había metido en los túneles solo. Septimus pensó que Marcellus sospecharía.

Hugo miró a Septimus con cara de interrogante.

—¿Quieres? —dijo copiando el acento de Septimus—. ¡Quieres… que yo… quieres!

—Venga, ven ya —le dijo Septimus, impaciente por alcanzar a los criados de Palacio cuya cháchara se estaba apagando por momentos.

Hugo trotó detrás de él.

—¡Pírate! —dijo el chico, corriendo detrás de Septimus como una abejita—. ¡Pírate, pírate, pírate!

Septimus medio corría medio caminaba entre las luces de las velas que colgaban a los lados del amplio túnel de ladrillo que se bifurcaba hacia Palacio. La abejita corría detrás manteniendo el ritmo y, aparte del ocasional «pírate», no hizo ningún intento de iniciar una conversación. Cuando las voces de los criados de Palacio se hicieron más nítidas, Septimus se concentró en mantenerse a cierta distancia de ellos sin perderlos de vista, pues al acercarse a Palacio surgieron numerosas curvas, y el túnel empezaba a parecerse a una madriguera de conejos.

Al cabo de unos minutos, los criados tomaron uno de los túneles pequeños y Septimus alcanzó justo a verlos desaparecer por una estrecha puerta roja. Se volvió hacia Hugo.

—Ahora puedes volver —dijo, y luego, al ver a Hugo perplejo, añadió—: Por favor, márchate. Te ruego que no reveles nuestro viaje, pues me traen asuntos secretos del maestro.

Hugo ladeó la cabeza como un loro preguntándose si valía la pena repetir lo que acababa de decir.

—¿Pirarme? —preguntó.

—Sí, pírate. Date el piro. Esfúmate. ¡Qué te largues!

Hugo entendió el mensaje. Su rostro volvió a mostrar pena y ya se marchaba, abatido, por el túnel cuando Septimus sintió una punzada de remordimiento. Nadie más había mostrado el más remoto interés en estar con él desde que había sido proyectado a aquella época de mala muerte.

—Bueno, ven entonces —le gritó.

El rostro de Hugo se iluminó.

—¿Pirarme no?

—No —suspiró—, no te pires.

Al cabo de unos minutos Septimus y Hugo estaban de pie en el pasillo de la cocina principal, en medio de lo que parecían ser las apresuradas preparaciones de un banquete. Una oleada de criados pasó ante ellos mientras los chicos se quedaban plantados como dos rocas en medio de un torrente de personas que se movía rápidamente, mirando pasar grandes montañas de platos, bandejas de copas y tinas de cubiertos de oro. Dos criados casi tropezaron con ellos cuando pasaron tambaleándose con una gran sopera de plata entre ambos, seguidos por un enjambre de chicas, que llevaba cada una dos pequeños cuencos de plata. De cada cuenco, asomaba la cabeza de un patito.

Septimus no salía de su asombro. Estaba acostumbrado a que el Palacio fuera un lugar tranquilo y casi vacío. Tenía la esperanza de poder escabullirse y encontrar un camino hacia la torreta que albergaba la Habitación de la Reina sin ser visto. Su plan era seguir a la reina o a la princesa hasta la habitación mientras la puerta invisible aún estaba abierta. Se metería en el Vestidor de la Reina e intentaría atravesar el espejo una vez más. Septimus sabía que era un plan desesperado con pocas posibilidades de éxito, pero valía la pena intentarlo. Pero ahora veía que el Palacio estaba abarrotado de gente por todas partes, no tenía posibilidad, sobre todo allí plantado con aquella túnica que llevaba el blasón dorado de la Alquimia.

De hecho, el extraño atuendo de Septimus ya atraía las miradas. Los criados aminoraban el paso para mirarlo. Pronto se formó un atasco de gente en el pasillo, haciendo que un criado grande e impaciente, que intentaba salir de un armario de la ropa blanca que estaba justo detrás de Septimus y Hugo, se abriera paso a empujones para llegar hasta ellos. Furioso, el criado cogió a Septimus por el cuello.

—Tú eres un extraño aquí —dijo con suspicacia.

Septimus intentó zafarse, pero el criado le sujetaba fuerte. De repente intervino Hugo, diciendo:

—Señor, sólo somos mensajeros, traemos nuevas urgentes para la maestra repostera.

El criado miró la expresión seria de Hugo y soltó a Septimus.

—Tomad la tercera calle y luego la segunda entrada. Madame Choux tal vez se encuentre allí. Entrad con mucho cuidado, pues ha cocinado cuatro docenas de pasteles en sólo una hora.

El criado hizo un guiño a Septimus y a Hugo, entró otra vez en el incesante flujo de criados y se alejó con ellos.

Hugo miró a Septimus, intentando comprender qué se proponía. A Hugo le gustaba, pues Septimus era la única persona que conocía que no le gritaba ni le daba órdenes como si no fuera mejor que un perro.

—¿Pirarme? —preguntó Hugo mientras tres mujeres gordas que llevaban grandes cestas de panecillos les empujaron para poder pasar.

Septimus sacudió la cabeza y miró a las mujeres que se habían girado para mirarlo.

—No te pires —respondió—. Hay algo que tengo que hacer. —En la lengua antigua, Septimus añadió—: Tengo… una Gesta. Aquí en el Palacio.

Hugo entendía de Gestas. Todos los caballeros y pajes las tenían y él no veía ninguna razón por la que un aprendiz de Alquimia pudiera tener también una. Nunca había oído que una Gesta empezara en Palacio, pero todo era posible con los alquimistas. Cogió a Septimus de la mano y tiró de él para meterlo en el flujo de criados. Siguiendo el olor a agua caliente y jabonosa, Hugo encontró pronto lo que estaba buscando: la lavandería.

Al cabo de unos minutos —y ocho centavos más pobres— dos nuevos criados de Palacio, vestidos con un atuendo limpio, salieron de la lavandería, el pequeño de cabellos color arena trotaba detrás del más alto de cabellos rizados y claros. Apenas habían llegado a la esquina cuando una mujer grande con el delantal manchado salió de la puerta de la cocina de las salsas con dos jarras de oro labrado, y les puso las jarras, que estaban llenas de salsa de naranja caliente, en las manos.

—Daos prisa, daos prisa. —Y los empujó para que siguieran una larga fila de muchachos que llevaban unas jarras de oro idénticas.

Hugo y Septimus no tenían otra alternativa. Bajo el ojo de águila del cocinero de las salsas, y seguidos por un gran criado de Palacio que llevaba un inmaculado trapo blanco por si alguno derramaba la salsa, siguieron la fila de chicos por la larga y serpenteante escalera negra y salieron a la penumbra del largo paseo. A medida que avanzaban lentamente, la cháchara y el bullicio de un banquete que empezaba en el Salón de Baile iba en aumento. De repente, las grandes puertas del Salón de Baile se abrieron y fue como si les invadiera el rumor de los invitados. La larga hilera de chicos empezó a entrar.

Septimus y Hugo entraron en el Salón de Baile al final de la fila, y el criado cerró las puertas detrás de ellos. Hugo contemplaba con la boca abierta lo que tenía ante él. Nunca había visto una sala tan enorme llena de tanta gente con tan ricos y exóticos ropajes. La algarabía era casi ensordecedora, y los ricos olores de las viandas hacían que le diera vueltas la cabeza, pues nadie se acordaba demasiado de alimentar a Hugo.

Septimus, que estaba más acostumbrado a estas ocasiones —Marcia era una anfitriona generosa en la Torre del Mago—, también estaba boquiabierto, pero por otro motivo. Sentada a la mesa principal, una figura familiar supervisaba todo lo que tenía delante y, como siempre, la reina Etheldredda lucía su habitual expresión de desaprobación.