26

La Torre del Mago

L os escribas se habían ido a almorzar y dejaron a Septimus atrás. Marcellus se acercó al aprendiz con una mirada nerviosa.

—Un momento de tu tiempo, aprendiz —dijo sentándose en un taburete que estaba al lado de Septimus y que normalmente ocupaba el escriba personal del muchacho—. Seguramente la tintura está casi acabada y requerirá tu atención.

Marcellus miró hacia un armario acristalado que estaba sobre un pedestal dorado encima de una de las mesas de ébano en un extremo de la Cámara. Dentro del armario, sobre un delicado atril de tres patas de oro, había una pequeña ampolla llena de un espeso líquido azul. Aunque Septimus estaba cansado de su trabajo de aquella mañana, no le importaba trabajar con Marcellus en Físika. Asintió y se levantó.

Junto al armario acristalado había un arcón de roble nuevo con los cantos recubiertos de oro, atado con gruesas cintas también de oro. Era el arcón personal de Físika de Septimus y estaba muy orgulloso de él. Marcellus se lo había dado cuando empezaron a trabajar en la modificación de la tintura de la vida eterna. Era la única posesión de Septimus en aquella época, y contenía sus notas minuciosamente escritas sobre mezclas, jarabes, remedios y curas. Y lo más precioso de todo, contenía su copia del antídoto de Marcellus contra la Plaga, cuidadosamente doblado al fondo. Su arcón de Físika era lo único que lamentaría dejar atrás si alguna vez tenía la posibilidad de ensayar su plan de huida y si realmente funcionaba.

Pero, aunque el arcón le pertenecía, Septimus no tenía la llave. Como todas las cosas de la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika, sólo una llave lo abría, la llave que colgaba alrededor del cuello de Marcellus de una gruesa cadena de oro, cerrada dentro de su túnica por un gran broche de oro. Vigilando de cerca a Septimus, Marcellus abrió el broche, sacó la llave y separó la cadena; era el mismo disco dorado con las siete estrellas en relieve enmarcadas en un círculo con un punto en el centro que el viejo Marcellus llevaba. Septimus se quedó mirando anhelante el disco, pues sabía que abría las Grandes Puertas del Tiempo y era la llave de su libertad. Pero, aparte de abalanzarse sobre Marcellus y quitárselo —lo cual era imposible dada la diferencia de tamaño—, no veía ningún otro modo de cogerlo. Marcellus colocó el disco de oro en una hendidura redonda delante del arcón y la tapa se abrió como si la levantaran unos dedos fantasmales.

Septimus cogió una fina varilla de cristal del arcón, su varita de zahorí, que tras hundirla en una sustancia le diría si estaba entera, como decía Marcellus. Después abrió la puerta del armario acristalado y sacó la tintura. Quitó el tapón de corcho, hundió la varilla en el contenido, la removió siete veces y luego la levantó sobre la llama de una vela que tenía al lado.

—¿Qué te parece, aprendiz? —le preguntó con nerviosismo Marcellus a Septimus—. ¿Estamos ya preparados para el veneno?

Septimus negó con la cabeza.

—¿Cuándo crees que lo estaremos? —preguntó Marcellus con ansiedad.

Septimus no dijo nada. Aunque se había acostumbrado al modo tortuoso de hablar de Marcellus, que de hecho empleaba todo el mundo en aquella época, le costaba hablar como él. Si decía algo, la gente parecía confusa; como si lo pensaran unos instantes, comprendieran lo que había dicho, pero supieran que lo había dicho de un modo muy raro. Septimus había perdido la cuenta de las numerosas ocasiones en que la gente le había preguntado de dónde venía. Era una pregunta que no sabía cómo responder y sobre la que no quería pensar. Lo peor era que ahora, en las raras ocasiones en que hablaba, su acento y entonación le parecían extraños incluso a él, como si ya no supiera de dónde era.

Normalmente a Marcellus no le importaba tener un aprendiz tan callado —sobre todo cuando el único tema del que Septimus parecía dispuesto a hablar era de la futura decrepitud de Marcellus—, pero había veces en que le molestaba enormemente. Aquélla era una de ellas.

—¡Oh, te lo ruego, aprendiz, habla! —dijo.

Lo cierto era que la tintura había estado lista casi de inmediato, pero en aquel entonces Septimus no tenía la capacidad para saberlo. Pero entonces, como ocurre con las tinturas y las pociones complejas, se había vuelto rápidamente inestable, y Septimus había pasado pacientemente los últimos meses convenciéndose de que estaba entera, pues sabía que Marcellus creía que su futuro dependía de ella.

Por mucho que lo intentara, a Septimus no le gustaba Marcellus Pye. A pesar de que Marcellus lo había arrebatado de su época y lo retenía allí contra su voluntad, el alquimista siempre había sido amable con él y, lo que es más importante, le había enseñado todo lo que Septimus le había preguntado sobre Físika… y más.

—Ya sabes que esto es un asunto de vida o muerte para mí, aprendiz —dijo Marcellus tranquilamente.

Septimus asintió.

—También sabes que sólo me queda esta pequeña cantidad de tintura. No hay más y no se puede hacer más, pues la conjunción planetaria no volverá a producirse.

Septimus volvió a asentir.

—Entonces, te ruego que te esfuerces en esto y me respondas, pues es mi única esperanza para cambiar mi terrible destino. Si puedo beber la tintura que has hecho, espero que tal vez no me convierta en aquel viejo y asqueroso que has contemplado.

Septimus no veía cómo Marcellus podía cambiar las cosas. Ya lo había visto como un hombre viejo y decrépito y así es como sería, pero Marcellus estaba decidido a aferrarse a su última esperanza.

—Así que te ruego que me digas cuándo puedo añadir el veneno, aprendiz —dijo Marcellus con urgencia—. Pues temo que la tintura se estropee pronto.

Septimus habló. Poco, es cierto, pero habló.

—Pronto.

—¿Pronto? ¿Cómo de pronto? ¿Mañana por la mañana? ¿Pasado?

Septimus sacudió la cabeza.

—¿Cuándo? —preguntó Marcellus, desesperado—. ¿Cuándo?

—En cuarenta y nueve horas exactamente. Ni un momento antes.

Marcellus pareció aliviado. Dos días. Había esperado tanto que podía esperar dos días más.

Miró a Septimus colocar con cuidado la ampolla otra vez en el armario acristalado y cerrar con delicadeza la puerta. Marcellus suspiró y sonrió.

Aliviado por las noticias sobre la inminente caducidad de su tintura, Marcellus se tomó un tiempo para fijarse en su aprendiz. El chico estaba pálido, delgado y ojeroso. Claro que su negativa a cortarse o peinarse el pelo de nido de pájaro no mejoraba su aspecto, pero aun así Marcellus notó el aguijonazo de la culpabilidad.

Aprendiz, no es bueno que sentado aquí te quedes como un topo bajo su montículo. Aunque haga frío y una capa de nieve cubra la tierra, afuera brilla el sol. —Marcellus sacó dos pequeñas monedas de plata y las apretó en la reticente palma de Septimus manchada de tinta—. La última feria del invierno se ha instalado en la vía. Toma las dos monedas de cuatro peniques para ti y ve.

Septimus los miró sin demasiado interés.

—Es cierto lo que dicen, Septimus: una mancha de tinta hace que el espíritu se deprima. ¡Fuera de aquí! —Marcellus regresó a la gran mesa y cogió el papel secante que descansaba en el sitio de Septimus, revelando una rosa roja tallada en la madera, que Septimus se quedó mirando taciturnamente—. ¡Vamos! —insistió el maestro, animando a Septimus a que se fuera.

Septimus salió por la puerta de la Cámara. Subió un tramo de escaleras empinadas y fue a dar a una red de túneles que lo llevarían hasta la Torre del Mago. Aquél era el único gusto que se daba Septimus: de vez en cuando caminaba por el gran vestíbulo de la Torre del Mago, pues como aprendiz de Alquimia estaba autorizado a hacerlo. Era una experiencia agridulce, porque le recordaba su hogar más que ninguna otra cosa podía recordárselo en aquella época. Ahora sabía el camino perfectamente y caminaba con lentitud a través de los túneles iluminados por velas de junco. En poco tiempo llegó a una pequeña arcada subterránea a través de la cual podía ver un tramo de escaleras.

—Buenos días, Septimus Heap —dijo el fantasma que estaba sentado al pie de las escaleras, un fantasma bastante reciente de un mago extraordinario, a juzgar por el brillo de sus ropas.

Septimus asintió, pero no dijo anda.

—Gira a la izquierda arriba y di la contraseña —le instruyó el fantasma hablando despacio y pronunciando cada sílaba muy claramente.

Como Septimus no había dicho ni una palabra, el fantasma había decidido que no era el más brillante de los aprendices, y cada vez que lo veía le daba las mismas instrucciones en voz alta.

Septimus volvió a asentir educadamente y se encaminó a la escalera con la extraña sensación de costumbre en la boca del estómago. En lo alto de la escalera, giró a la izquierda, tal como siempre había hecho, y atravesó un pequeño guardarropa, que aún pensaba que era el armario de las escobas. Aquello mantenía vivas sus esperanzas, por mucho que se dijera a sí mismo que no fuera ridículo. Abrió la puerta y salió al gran vestíbulo de la Torre del Mago.

La primera vez que Septimus había visitado la Torre del Mago, había entrado en el Gran Vestíbulo convencido de que, de alguna manera, había regresado a su época. Todo estaba igual. Las paredes tenían sus brillantes pinturas Mágicas flotando sobre ellas, el mismo aire de Magia impregnaba la atmósfera y se había sentido mareado de alivio. Incluso el suelo del Gran Vestíbulo le producía la misma extraña sensación de caminar sobre arena que había sentido, demasiado emocionado para bajar la vista y leer el mensaje de bienvenida que estaba escribiendo para él. Saltó a los escalones de plata y subió hasta lo alto de la torre, tal como había hecho todos los días durante los últimos dos años. No había notado las extrañadas miradas de los magos ordinarios en los diversos descansillos; lo único que quería era ver a Marcia, contarle lo que había ocurrido, y prometerle que nunca más volvería a ir por el Camino Exterior. Nunca jamás en su vida. En el vigésimo piso saltó de la escalera y corrió hacia la gran puerta púrpura de entrada a las dependencias de los magos extraordinarios.

La puerta no se abrió.

Septimus la empujó con impaciencia, sintiendo que no podía aguardar un segundo más para ver a Marcia, pero la puerta seguía firmemente cerrada. Tal vez Marcia tuviera problemas. Tal vez había bloqueado la puerta…

Mientras Septimus se preguntaba qué estaría ocurriendo, la puerta se abrió de repente y salió una figura ataviada de púrpura.

—Marcia, yo…

El mago extraordinario bajó la mirada hacia Septimus, lo contempló con aire perplejo y le preguntó:

—¿Cómo has llegado hasta aquí, chico?

—Yo… yo… —Septimus tartamudeó mirando sin comprender al mago extraordinario, un hombre delgado de cabello rubio y liso, que ondeaba sobre sus ojos verdes de mago.

Alrededor del cuello colgaba el amuleto Akhu de Marcia, y ceñía su cintura con el cinturón de oro y platino de los magos extraordinarios. De repente, Septimus comprendió lo que estaba viendo.

—No temas, muchacho —dijo amablemente el mago extraordinario, al notar la súbita palidez de Septimus—. Eres nuevo, ¿verdad? —El mago extraordinario miró a Septimus de arriba abajo, fijándose en su túnica negra y roja con los símbolos planetarios bordados en hilo de oro en las mangas—. Sin duda eres el nuevo chico de la Alquimia.

Septimus asintió, sintiéndose desgraciado por haberse creado falsas esperanzas que acababan de desvanecerse.

—Vamos, hijo. Te acompañaré hasta el Gran Vestíbulo y te enseñaré la salida. Sígueme.

Septimus siguió al mago extraordinario hasta los escalones plateados de la escalera de caracol, y los dos se quedaron de pie en silencio mientras la escalera bajaba lentamente por la Torre del Mago.

Ahora Septimus sabía que ya no pertenecía a la Torre del Mago, o mejor dicho, como se había dado cuenta en los primeros desesperados días, aún no pertenecía a ella. Pero aun así, le resultaba difícil mantenerse alejado.

Cuando Septimus atravesó el Gran Vestíbulo, un mensaje en brillantes letras rojas y doradas dijo: BIENVENIDO, APRENDIZ DE ALQUIMIA, destelló brevemente alrededor de sus pies antes de convertirse en un mensaje más importante que decía: BIENVENIDO APRENDIZ EXTRAORDINARIO. Una delgada figura con una túnica verde ceñida por el cinturón de plata —la plata de Septimus— acababa de entrar por las grandes puertas de la Torre del Mago, las mismas que él ya no estaba autorizado a usar. A Septimus, el aprendiz le cayó mal inmediatamente, era una chica no muchos años mayor que él. Sabía que no era justo que le cayera mal. Era bastante simpática y le saludó con la cabeza de un modo distante cuando lo vio, pero ella le había quitado el puesto. ¿O era que él le quitaría su puesto?, pensó. En ese momento el cerebro de Septimus se negó a seguir pensando.

No deseaba tener que explicar su presencia, así que Septimus se perdió en las sombras y se dirigió hacia los desmoronados escalones de piedra de la parte trasera de la Torre del Mago. Luego bordeó la gran base de la torre y cruzó por los adoquines cubiertos de nieve del patio hacia la Gran Arcada. Era, tal como Marcellus había dicho, un día hermoso; el aire era fresco, pero la brillante luz del sol centelleaba en las vetas de oro que recorrían el lapislázuli que recubría la arcada. Sin embargo, Septimus prestó poca atención mientras la cruzaba y salía a una abarrotada Vía del Mago. Se quedó allí de pie un momento y se arropó con la gruesa capa de lana roja y dorada para protegerse del aire helado, respirando los extraños olores y escuchando los sonidos poco familiares. Sacudió la cabeza con incredulidad, se sentía tan tentadoramente cerca de casa y sin embargo tan lejos…; a quinientos años de distancia, para ser exactos.

Mientras Septimus estaba allí parado en el helado sol de invierno, se percató repentinamente de algo. Por fin disfrutaba de unas pocas horas de libertad; eso le daba tiempo para probar su plan. Era un plan desesperado, pero tendría que funcionar.