El «Yo, Marcellus»
Del diario de Marcellus Pye:
Día del Dómines. Equinoccio.
Fue hoy un día prodigioso y sin embargo aterrador.
Aunque había previsto que esto ocurriría en mi «Almanaque» (que es la última parte de mi libro, el Yo, Marcellus).
En verdad no creí que esto llegara a ocurrir.
Hoy, a la hora señalada, las siete y siete minutos de la mañana, arribó mi nuevo aprendiz. Habiéndome levantado temprano esta mañana y asegurado de estar ante las Grandes Puertas aguardando su apertura, grande fue mi sorpresa cuando se abrieron y mostraron mi espejo. Detrás del espejo, vi vagamente a un muchacho con miedo en los ojos. Ataviado con una extraña túnica verde ceñida por un cinturón de plata, no llevaba zapatos, y llevaba el cabello desgreñado, pero tenía una cara agradable y me agradó bastante a primera vista. Pero lo que no me agradó, lo que de hecho odié y temí, fue la visión de la criatura que estaba detrás de él. Pues sé que esa criatura no era sino mi pobre ser dentro de quinientos años.
El chico llegó a través del espejo y está ahora en mi casa. Ruego por que su desesperación cese pronto, al ver los prodigios que está destinado a compartir y el bien que harán.
Día de Marte
Han transcurrido tres días desde que llegó mi aprendiz. El muchacho parece prometedor y, a medida que nos acercamos a la conjunción de planetas que tanto he esperado, empiezo a albergar esperanzas sobre mi nueva tintura.
Rezo por que así sea, pues ayer estultamente pregunté a mi aprendiz: «¿Cómo era el anciano fantasmal y babeante, mi pobre ser, que te arrebató de tu época? ¿Era él… era yo… muy repulsivo?». Mi aprendiz asintió, pero no abrió la boca. Le presioné para que me lo contara y, notando mi preocupación, cedió. Hubiera preferido que no lo hiciera. Tiene un extraño modo de hablar, pero me temo que lo entendí perfectamente.
Me contó con todo lujo de detalles que mi hedor era insoportable, que arrastraba los pies como un cangrejo y que gritaba de dolor a cada paso, maldiciendo mi destino. Dijo que mi nariz era una protuberancia parecida al pellejo de un elefante (aunque sé que no era a esa criatura sino que sospecho que se parecía más a un asqueroso sapo) y mis orejas eran como grandes calabazas moteadas y llenas de babosas. Babosas… ¿cómo es posible? Mis uñas eran largas y amarillas, como grandes garras, y estaban sucias de cientos de años de mugre. Detesto las uñas sucias… tiene que estar equivocado, ¿cómo es posible que yo haya llegado a eso? Pero así parece. Tengo quinientos años de decadencia y decrepitud. No soporto pensarlo.
Después de eso detecté una luz en el semblante sombrío de mi aprendiz, pero mayor sombra en el mío.
Día de Venus. La conjunción de los planetas.
Es un día de esperanza. Septimus y yo mezclamos la tintura a la hora señalada. Ahora está puesta a fermentar y a cocer en el armario de la cámara, y es cosa de Septimus saber cuándo debo añadir la parte final. Sólo un séptimo hijo de un séptimo hijo podría decir cuándo es el momento, ahora lo sé. Me apena haber bebido mi primera tintura antes de que llegara Septimus. Mamá tenía razón, pues ella siempre me decía: «Tu precipitación y tu orgullo serán tu perdición, Marcellus». De hecho, yo era demasiado precipitado y demasiado orgulloso para pensar que podía hacer la tintura a la perfección sin el séptimo del séptimo. ¡Ay!, es cierto (como mamá también dice), pero soy un pobre loco.
Rezo porque esta nueva tintura funcione y me dé no sólo la vida eterna sino también la eterna juventud. Tengo fe en mi aprendiz; es un muchacho muy prudente y con mucho talento y le gusta mucho la Físika, como a mí cuando tenía su edad, pero estoy seguro de que yo no era tan dado al abatimiento y al silencio.
Día de Marte.
Han transcurrido algunos meses desde que mezclamos la nueva tintura y Septimus dice que aún no está lista. Cada vez estoy más impaciente y temo que algo le suceda mientras aguardamos. Esta es mi última oportunidad. No puedo hacer más, pues una conjunción de estos siete planetas no tendrá lugar hasta dentro de cientos de años, y sé que en mi futuro estado no seré capaz de hacer otra. Mamá está también cada vez más impaciente para que trabaje en su propia tintura. Está todo el día sonsacándome y no puedo ocultarle nada.
Día de Mercurio
Escribo estas palabras embargado por la emoción, pues este día sellamos mi más preciado libro, mi Yo, Marcellus. Mi joven aprendiz, que ahora lleva ya ciento sesenta y nueve días y ha trabajado muy bien, está completando las últimas comprobaciones de las páginas finales. Pronto partiré hacia la Gran Cámara, pues allí todo me está esperando.
Después de haber sellado mi gran obra, debo pedir otra vez al muchacho Septimus que vigile mi nueva tintura. Rezo porque esté lista pronto para poder bebería. Mamá está cada vez más impaciente porque cree que es para ella. ¡Ja! Cómo puede creer que desearía que mamá viviera eternamente. Preferiría morir. Salvo que no puedo… ¡Oh, qué desgracia!
¡Ah!, la campana anuncia las diez en punto. No debo demorarme más, sino ir presto hasta mi libro.
Al ver llegar a Marcellus Pye, Septimus terminó rápidamente su carta para Marcia y la guardó en el bolsillo. Planeaba ocultarla en el Yo, Marcellus en cuanto pudiera, antes de que se sellara el libro ese mediodía, a la hora propicia, las 13.33.
Septimus conocía bien el libro de Marcellus Pye; lo había leído varias veces durante los días que parecían no tener fin y que habían transcurrido en la época de Marcellus. El libro estaba dividido en tres secciones: la primera era «Alquimia» que era, por lo que Septimus podía deducir, absolutamente incomprensible, aunque Marcellus insistía en que daba claras y sencillas instrucciones para transmutar oro y encontrar la llave de la vida eterna.
La segunda parte, «Físika», era diferente, y Septimus la comprendía bastante bien. «Físika» contenía complicadas fórmulas de medicinas, jarabes, pastillas y pociones. Daba explicaciones bien argumentadas sobre el origen de muchas enfermedades y presentaba unos dibujos tan maravillosamente detallados de la anatomía del cuerpo humano que Septimus no había visto nunca nada igual. En resumen, contenía todo lo que alguien pudiera necesitar para convertirse en un médico experto, y Septimus la había leído, releído y vuelto a leer hasta aprendérsela casi de memoria. Ahora sabía todo sobre el yodo y la quinina, la creosota y el camomel (cloruro de mercurio), la ipecacuana y la ispágula, y muchas otras sustancias de extraños olores. Podía hacer antitoxinas y analgésicos, narcóticos, tisanas, emolientes y elixires. Marcellus había notado su interés y le había dado su propio cuaderno de Físika; algo raro y precioso, pues en aquella época el papel era muy caro.
La tercera sección del Yo, Marcellus era el «Almanaque», una guía diaria para los próximos mil y un años. Allí era donde Septimus planeaba esconder la nota, en la entrada del día que desapareció.
Septimus vestía su túnica negra y roja de aprendiz de Alquimia, que tenía un ribete de oro y los símbolos alquímicos dorados bordados en las mangas. Ceñía su cintura un grueso cinturón de cuero, abrochado con una pesada hebilla de oro, y en los pies, en lugar de sus perdidas —y muy queridas— botas marrones, calzaba unos zapatos extrañamente puntiagudos que estaban de moda y le hacían sentirse muy ridículo. En realidad, Septimus había cortado las dos puntas porque no hacía más que tropezarse con ellas, pero aquello no mejoró precisamente el aspecto de los zapatos y se le helaban los dedos de los pies. Se sentó arropado en su capa de lana de invierno. La Gran Cámara de la Alquimia y la Físika estaba fría aquella mañana, pues el horno se estaba enfriando después de muchos días de uso.
La Gran Cámara era una gran bóveda circular bajo el mismo centro del Castillo. Por encima del suelo no se veía nada, salvo la chimenea que se levantaba desde el gran horno y escupía vapores tóxicos —y a menudo humo de un color muy interesante— día y noche. En el extremo de la Cámara había gruesas mesas de ébano, cuya forma se adaptaba a la curva de las paredes, sobre las cuales descansaban grandes botellas y frascos de cristal llenos de todo tipo de sustancias y criaturas, vivas, muertas —y todos los estadios intermedios— en fila y pulcramente etiquetadas. Aunque la Cámara era subterránea y no le llegaba la luz natural, estaba bañada por un resplandor brillante y dorado. Por todas partes ardían grandes velas y la luz de éstas reflejaba un mar de oro.
Empotrado en la pared cercana a la entrada de la Cámara estaba el horno donde Marcellus Pye había transmutado por primera vez metal de baja ley en oro. Marcellus disfrutaba tanto de la emoción de ver el negro mate del plomo y el gris del mercurio convertirse lentamente en un brillante rojo líquido y luego enfriarse hasta el hermoso amarillo intenso del oro puro, que apenas pasaba un día sin que hiciera un poco de oro sólo para divertirse. En consecuencia, Marcellus había amasado una gran cantidad de oro, tanto que todo en la Cámara estaba hecho de oro —las bisagras de las puertas de los armarios, los tiradores y las llaves de los cajones, los cuchillos, los trípodes, los candelabros de las velas de junco, los picaportes, los grifos—, todo. Pero todas aquellas fruslerías de oro palidecían de insignificancia ante los pedazos de oro más grandes que Septimus había visto en su vida —y que habría preferido no ver nunca—, las Magníficas Puertas del Tiempo.
Aquéllas eran las puertas por las que Septimus había sido empujado hacía ciento sesenta y nueve días. Estaban emplazadas en la pared opuesta al horno, dos grandes pedazos de oro macizo de tres metros de altura, llenos de símbolos incisos que, según le había contado Marcellus, eran los Cálculos del Tiempo. Las puertas estaban flanqueadas por dos estatuas que esgrimían afiladas espadas, y eran Cerrar y Bloquear —Septimus descubrió eso enseguida—, y sólo Marcellus tenía la llave.
Aquella mañana, Septimus estaba sentado en su lugar habitual, el Asiento de la Rosa, junto a la cabecera de una gran mesa situada en mitad de la Cámara, de espaldas a sus odiadas puertas. La mesa estaba iluminada por una fila de velas que ardían brillantemente, colocadas en el centro. Delante de él había una pila de papel pulcramente almacenado, los resultados de su trabajo de primera hora de la mañana que había supuesto la última y laboriosa comprobación de los cálculos astrológicos de Marcellus, y que eran los toques finales de lo que él llamaba su gran obra.
Al otro extremo de la mesa se sentaban siete escribas, pues Marcellus Pye tenía predilección por el siete. Normalmente los escribas tenían poco que hacer y se pasaban el día mirando las musarañas, hurgándose la nariz y tarareando con poca gracia extrañas canciones. Las canciones siempre hacían sentir a Septimus terriblemente solo, pues sus notas se combinaban de un modo muy extraño, y no se parecían a nada de lo que hubiera oído antes. Sin embargo, aquel día todos los escribas estaban muy ocupados. Escribían furiosamente, copiando con su mejor caligrafía las siete últimas páginas de la gran obra, intentando desesperadamente cumplir el plazo. De vez en cuando, alguno reprimía un bostezo; al igual que Septimus, los escribas habían estado trabajando duro desde las seis de la mañana. Había llegado el momento, tal como Marcellus recordó a todos mientras entraba en la Cámara, las diez en punto.
Marcellus Pye era un joven apuesto y algo presumido con rizos espesos y negros que se derramaban sobre su frente según la moda de la época. Vestía la túnica negra y roja de un alquimista, con muchas más incrustaciones de oro que las de su aprendiz. Aquella mañana tenía incluso polvillo de oro en las yemas de los dedos. Miró sonriente a su alrededor. Su gran obra, el Yo, Marcellus, que seguro sería consultada durante los siglos venideros y le valdría la fama eterna, estaba casi concluida.
—¡Encuadernador! —Marcellus chasqueó impacientemente los dedos mientras supervisaba la Cámara en busca del artesano perdido—. Decidme, zopencos imbéciles, ¿dónde habéis escondido al encuadernador?
—No me escondo, excelencia —dijo una voz vacilante a la espalda de Marcellus—. Por supuesto que estoy aquí. He estado aquí de pie sobre estas frías piedras durante las últimas cuatro horas o más. De hecho, estaba aquí antes y sigo estando aquí ahora.
Algunos escribas reprimieron unas risitas, y Marcellus se dio media vuelta y miró fijamente al anciano jorobado que estaba de pie junto a una pequeña prensa de encuadernación.
—Ahórrame tu parloteo —dijo Marcellus— y trae la prensa a la mesa.
Al ver que al hombre le costaba levantar la prensa, Septimus abandonó su puesto y corrió a ayudarlo. Juntos levantaron la prensa y la colocaron encima de la mesa con un golpe sordo, haciendo que la tinta salpicara fuera de los tinteros y las plumas cayeran al suelo.
—¡Tened cuidado! —gritó Marcellus mientras manchas de oscura tinta azul aterrizaban en las últimas páginas de su obra. Marcellus cogió la página, que el escriba acababa de terminar—. Vaya, ahora se ha estropeado —suspiró Marcellus—. Pero el tiempo obra contra nosotros. Debe ser encuadernado tal como está. Esto demostrará que el hombre lucha por la perfección, pero el destino tiene la última palabra. Así es como funciona el mundo. Pero unas pocas manchas de tinta no me desviarán de mi propósito. Septimus, ha llegado el momento de que hagas tu tarea.
Septimus cogió el montón de pergamino y, tal como le había enseñado Marcellus Pye esa misma mañana, cogió las primeras ocho hojas, las plegó y se las dio al escriba que estaba más cerca de él. El escriba sacó una larga aguja ya hilvanada con un grueso hilo de lino y, apretando la lengua con los dientes por la concentración, cosió las hojas por el pliegue. Luego Septimus se las pasó al encuadernador. Y este proceso continuó durante el resto de la mañana, los siete escribas cosían y maldecían entre dientes cuando se pinchaban con la aguja o se les escapaba el hilo. Septimus estaba ocupado corriendo de un escriba a otro, pues Marcellus Pye insistía mucho en que fuera Septimus el que cogiera las páginas. Creía que el contacto del séptimo hijo del séptimo hijo podría impartir poderes de inmortalidad, incluso al libro.
Ahora estaban trabajando en el «Almanaque», y, mientras se acercaban a la página de la fecha de su captura, Septimus se puso nervioso, aunque se esforzó por ocultarlo. Quería desesperadamente dejar un mensaje a Marcia e intentar ponerse en contacto con su propia época. Septimus se había resignado al hecho de que posiblemente a Marcia le sería imposible ayudarlo —y ahí era donde el cerebro se le hacía papilla—; si fuera posible rescatarlo de esa época, seguramente ella ya lo habría rescatado y él no estaría aún allí, y al cabo de cinco meses… ¿estaría allí? Pero, pudiera o no pudiese Marcia rescatarlo, Septimus quería explicarle lo que había pasado.
De repente, Septimus se dio cuenta de que la siguiente página era el día. Con manos temblorosas, la metió en mitad de un grupo de otras ocho hojas —ligeramente fuera de secuencia, pero no podía evitarlo— y luego las pasó al primer escriba que quedó libre para que las cosiera. En cuanto el escriba hubo terminado de coser, Septimus cogió los pliegos y deslizó la nota dentro. Miró a su alrededor con sentimiento de culpabilidad, temeroso de que todos los ojos estuvieran fijos en él, pero el incesante trabajo de hacer el libro continuaba. El encuadernador le cogió las hojas con expresión de aburrimiento y las añadió a su pila de pergaminos. Nadie lo había notado.
Temblando, Septimus se sentó, y de repente volcó un tintero.
Marcellus frunció el ceño y chasqueó los dedos a uno de sus escribas.
—Tú, ve a buscar un trapo. No voy a permitir que esta obra se retrase.
A las 13.21 horas el encuadernador acabó de encuadernar el Yo, Marcellus. Se lo dio a Marcellus Pye y los escribas silbaron de admiración, pues era un libro hermoso. Las tapas eran de piel suave, el título estaba repujado en hoja de oro y rodeado de diversos símbolos alquímicos, que Septimus ahora comprendía, aunque hubiera preferido no entenderlos. El encuadernador doró el borde de las páginas con el pan de oro que el propio Marcellus Pye había hecho y dejó el libro sobre una gruesa cinta de seda roja.
A las 13.25 horas Marcellus calentó en un pequeño cacharro de cobre la cera de sellar negra sobre la llama de una vela.
A las 13.31 horas Septimus cogió el libro mientras Marcellus Pye derramaba cera negra de sellar en los dos extremos de la cinta para unirlos.
A las 13.33 horas Marcellus Pye apretó su sello en la cera. El Yo, Marcellus estaba sellado y toda la Cámara suspiró de alivio.
—La gran obra está hecha —dijo Marcellus, sosteniendo de modo reverencial el libro en sus manos, casi sin palabras.
—Me rugen las tripas. —La voz malhumorada del encuadernador interrumpió los sueños de grandeza de Marcellus Pye—. Pues ya hace tiempo que se ha pasado la hora del desayuno. Debo partir presto. Le deseo un buen día, excelencia.
El encuadernador hizo una reverencia y salió de la Cámara. Los escribas intercambiaron miradas. Sus tripas tampoco estaban precisamente en silencio, pero no se atrevieron a decir nada. Esperaron mientras el último alquimista, perdido en sueños de grandeza, sujetaba su gran obra en los brazos, mirando el libro como si fuera un recién nacido.
Sin embargo, a pesar de las grandes esperanzas de Marcellus Pye, nadie volvió a mirar nunca ese libro. Fue sellado después del desastre de la Gran Alquimia y nunca volvió a ser abierto, hasta que Marcia Overstrand arrancó el sello el día en que su aprendiz fue arrebatado de su época.