El «Alfrún»
E scupefuego tenía un porte muy decidido y seguro. Volaba a ritmo tranquilo, siguiendo el curso del río hacia el sur, hacia el Puerto.
—Espero que no se dirija al mar —dijo Jenna.
—Sí —estuvo de acuerdo el Chico Lobo, que estaba un poco mareado del vuelo en dragón y no se le ocurría nada peor.
Para apartar su mente de aquellas cosas, el Chico Lobo miró hacia abajo al hilo plateado del río que serpenteaba debajo de ellos e intentó divisar la playa de Sam, desde donde él y 412 habían partido para el Bosque hacía unos meses. El Chico Lobo sonrió al recordar la emoción que sintió al volver a encontrar a su mejor amigo, aunque en 412 ya no quedaba nada de aquel muchacho del ejército joven. El cabello de 412 había crecido, ahora tenía una familia y un extraño nombre, y llevaba una túnica y un cinturón de aprendiz muy chulos, pero era más que eso: 412 tenía confianza en sí mismo, era divertido y se parecía más… bueno, se parecía más a lo mejor de 412. Y ahora… ahora 412 había desaparecido… quizá para siempre.
—¿Has visto ese letrero de cuarentena en el muelle? —La voz de Jenna interrumpió de repente los pensamientos del Chico Lobo y él se alegró de ello.
—¿Qué letrero? —gritó por encima del aleteo de Escupefuego.
El Chico Lobo no distinguía un letrero de otro. Y, además, ¿qué era una cuarentena? El Chico Lobo imaginó un terrible monstruo, el tipo de cosa que tal vez en aquel momento estaría persiguiendo a 412 por el Bosque o por dondequiera que estuviese. A pesar de toda su habilidad como rastreador, el Chico Lobo estaba confundido. ¿Cómo se puede seguir el rastro de alguien que ha sido tragado por un espejo?
—¡El de la Plaga! —gritó Jenna por encima de las dos ratas, que seguían la conversación como si fuera un partido de tenis—. Y la barricada. Eso significa que este año no habrá Mercaderes del Norte. ¡Será una fiesta del Solsticio de Invierno muy pobre sin la Lonja de los Mercaderes!
—¡Ah! —dijo el Chico Lobo. Y luego gritó—: ¿Qué es un Mercader del Norte?
—Tienen unos barcos muy bonitos —se aventuró a comentar Stanley—. Con esos barcos se puede ir a cualquier parte. Cuidado, cuando era rata mensaje había que tener muchísimo cuidado. Los Mercaderes tienen una política muy rigurosa sobre las ratas. Deben tenerla, ¿sabéis?, para cumplir con las normas del mercado. Algunos de los gatos más malos que he encontrado en mi vida estaban en una barca mercante. Tuve un terrible roce con un ex gato mercante en mi última misión como rata mensaje. —Stanley sacudió la cabeza, compungido—. Debí haberme dado cuenta entonces de cómo se iban a poner las cosas. La peor misión de todos los tiempos, sí señor, nunca he conocido una rata a la que le hubiera pasado algo igual. Os he contado lo de Jack el Loco… —Y así siguió cotorreando Stanley, felizmente inconsciente de que nadie podía oírlo con el ruido de las alas de Escupefuego, nadie salvo Dawnie, que siempre desconectaba después de la primera frase.
—¡Allí abajo hay uno! —gritó Jenna en respuesta a la pregunta del Chico Lobo—. ¡Mira!
El Chico Lobo escudriñó el río. Muy por debajo, vio una barca larga y estrecha con una gran vela blanca que iba corriente abajo. También Escupefuego la vio. El Chico Lobo notó que el dragón cambiaba el ritmo de vuelo y empezó a sentirse un poco menos mareado.
—¡Estamos bajando! —gritó Jenna.
Escupefuego batió las alas más despacio y perdió altura. Jenna miró a su alrededor para ver hacia dónde se dirigía y la embargó la emoción. No cabía duda, Escupefuego estaba dirigiéndose hacia algún lugar. La búsqueda había valido la pena. Pronto, muy pronto, quizás, encontrarían a Septimus.
—¡Se dirige hacia el agua! —gritó el Chico Lobo.
Escupefuego había dado la vuelta, así que ya no estaban encima del río; aún estaba descendiendo y ahora se dirigía hacia el Bosque. Entonces, justo cuando el Chico Lobo y Jenna se habían resignado a aterrizar en el Bosque, el dragón empezó a girar otra vez hacia el río.
—¡Está trazando círculos! —gritó Jenna—. Creo que está buscando dónde aterrizar.
Jenna tenía razón a medias. Escupefuego estaba dando vueltas pero sabía exactamente dónde aterrizar; sólo estaba buscando la manera de hacerlo.
Después de unas vueltas más, Escupefuego y sus pasajeros sobrevolaban lo bastante cerca las copas de los árboles del Bosque para alargar la mano y tocar las hojas. Una fina voluta de humo subió desde un fuego de campamento, y el Chico Lobo notó una punzada de nostalgia del campamento de los muchachos Heap.
Escupefuego pasó sobre los árboles y de repente se dejó caer bruscamente sobre el río. Dawnie gritó. Justo delante de ellos estaba la barcaza mercante, de la que salía un tentador olor a beicon frito. Jenna pensó que no era posible que un dragón de casi cinco metros aterrizara en un barco de dieciocho que lucía una gran vela. Mientras Escupefuego bajaba y se mantenía inmóvil en el aire justo encima de la barcaza, la opinión de Jenna era claramente compartida por la capitana del barco, que movía los brazos y gritaba algo en un lenguaje cuyas palabras Jenna no entendía, pero cuyo significado sí captó.
Escupefuego ni lo entendió ni tampoco le importó. Se dirigía hacia la extensión plana que había encima del camarote del barco y podía oler el desayuno. Incluso un dragón en búsqueda necesita desayunar, particularmente un dragón en búsqueda.
Aterrizaron dando un topetazo. No un gran topetazo según los estándares de aterrizaje de dragones, pero lo suficiente para hundir el Alfrún en el agua hasta casi las bordas. La barcaza rebotó y luego se balanceó a un lado y a otro, creando olas que se dirigieron a las riberas del río y haciendo que la capitana corriera furiosamente hacia ellos blandiendo un gran bichero.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó Snorri Snorrelssen muy enojada.
Snorri había tenido un mal día. Le había despertado al alba el sonido de unas fuertes pisadas que patearon el techo de su camarote y unos insistentes golpes en la escotilla. Snorri no se amedrentaba con facilidad pero aquello la asustó. En los días previos, el Castillo se había convertido en un lugar muy poco acogedor para un extranjero. La gente empezaba a culpar a los Mercaderes de la plaga y Snorri había recibido numerosos insultos mientras paseaba por el Castillo. Los últimos días, Snorri se había escondido en el Alfrún esperando la llegada de más Mercaderes del Norte, pero no había llegado ninguno. Snorri no sabía que el bloqueo de los barcos de pesca en la Roca del Cuervo les obligaba a cambiar de rumbo en medio de una lluvia de improperios y pescado podrido.
Y por eso, aquella mañana, Snorri se había alejado al romper el alba gris, después de que le dieran diez minutos: «Vete de aquí, o si no…». A Snorri no le gustaba la idea de «o si no» —fuera lo que eso fuese—, así que se largó. Y ahora, justo cuando empezaba a hacer balance de la situación, el equivalente a setecientas sesenta y cuatro gaviotas en forma de dragón acababa de aterrizar en el techo de su camarote. Definitivamente, no era un buen día.
El Alfrún estaba hecho de algo más recio que el barco de pesca podrido del astillero. La cubierta crujió un poco como protesta, pero aguantó. La barcaza se asentó algo más hondo en el agua y continuó su viaje río abajo con su cargamento, que no se estaba tomando demasiado bien que le pincharan en las costillas con un afilado bichero. Bajo sus pies, Jenna podía notar el revelador rugido del fuego naciendo en el estómago de fuego de Escupefuego.
—¡No, Escupefuego! —gritó—. ¡No!
Jenna se bajó del dragón, para asombro de Snorri, que no había visto sus pasajeros. El rumor seguía creciendo. El Chico Lobo lo oyó y bajó de un salto, y también las dos ratas salieron disparadas por el mástil y se encaramaron precariamente a un estrecho penol, posadas como un par de extrañas gaviotas.
Jenna le quitó a Snorri el bichero con el que estaba pinchando a Escupefuego.
—¡No le provoques! —gritó—. ¡Por favor!
Pero Snorri, que era más alta y más fuerte que Jenna, recuperó el bichero. El rugido en el estómago de fuego se hizo más fuerte y entonces Snorri se percató de él. Se detuvo con expresión de perplejidad.
—¿Qué… es… eso? —preguntó en el idioma de Jenna.
—¡Fuego! —gritó Jenna—. ¡Está haciendo fuego!
Snorri, como cualquier patrón de barco, comprendía perfectamente la palabra «fuego». Cogió un par de baldes atados con una cuerda por las asas y le dio uno a Jenna.
—¡Agua! —gritó Snorri—. ¡Coge agua!
Jenna siguió el ejemplo de Snorri y, sujetando la cuerda, arrojó el balde al río por una amura del barco, tiró de él y lo sacó lleno de agua turbia y verde que lanzó sobre el barco sin pensarlo dos veces. El agua aterrizó sobre un sorprendido Chico Lobo, que se había apresurado a alimentar a Escupefuego con el desayuno de Snorri de pan y beicon. Sólo entonces Jenna se percató de que el rugido había cesado.
El Chico Lobo sonrió.
—Me imaginé que no podía comer y hacer fuego al mismo tiempo —dijo.
Snorri observó a Escupefuego tragarse su último pedazo de beicon, apurar el balde y acabar de engullir el plato de madera entero. Esto, pensó Snorri, traerá problemas. No era necesario ser vidente de espíritus para percatarse.