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Fuego y busca

J enna y Escupefuego surcaban el cielo. Mientras la facción escindida de los estrangularratas cruzaba el astillero por debajo de ellos, Jenna guió a Escupefuego hacia la pequeña placa dorada empotrada en la pared encima del arco de entrada de la casa del dragón. Escupefuego volaba majestuosamente, sus alas batían el aire despacio y con gran control, respondiendo a la más mínima orden de Jenna. Pronto el dragón se detuvo en el aire delante de la placa, como si comprendiera exactamente lo que Jenna quería que hiciese. Delante de Escupefuego, el disco de oro tenía un aspecto deslucido en el aire helado y húmedo, y debajo de él los estrangularratas formaban una única fila para pasar entre los dos barcos de altos mástiles. Casi habían llegado a la casa del dragón.

—¡Fuego! —gritó Jenna—. ¡Fuego, fuego, fuego!

No ocurrió nada. Temerosa de que hubiera algo más que decir que fuego, Jenna vio horrorizada a la mujer estrangularratas de los pelos de punta emergiendo entre los altos barcos; blandiendo una gran plancha tachonada de clavos, se dirigía hacia la cabeza durmiente del dragón.

—¡Por favor, Escupefuego, por favor, fuego!

Entonces Jenna notó que Escupefuego se estremecía. En lo más hondo del dragón nació como un ruido de tripas, sordo y subterráneo. Empezó en la boca de su estómago de fuego, reunió fuerza hasta que estalló a través de la válvula de fuego y la proyectó por la gran y gruesa tráquea de dragón. Jenna notó cómo una oleada subía por el cuello del dragón. Escupefuego tosió como por sorpresa, instintivamente ensanchó las narinas y salió disparada una gran ráfaga de gas.

—¡Fuego! —gritó Jenna con todas sus fuerzas.

Con un tremendo soplido el gas se inflamó. El chorro de llamas saltó hacia delante y envolvió el disco dorado, y durante un horrible momento Jenna temió que el calor de la llama fundiera el oro, pues el disco brillaba y resplandecía tanto que parecía casi líquido en la luz roja. Y entonces, muy por debajo de ella, Jenna oyó la gran exclamación de sorpresa de los estrangularratas. Miró hacia abajo para ver si habían llegado hasta la nave Dragón y, para su asombro, sólo pudo ver la gran extensión de piedra de la muralla del Castillo. ¡Escupefuego lo había logrado! La casa del dragón había desaparecido como si nunca hubiera existido. Una vez más había sido sellada tras la muralla del Castillo, como había estado desde los tiempos de Hotep-Ra.

Jenna se abrazó el cuello del dragón. Estaba caliente, casi demasiado caliente para tocarlo, pero no le importó.

—Gracias, Escupefuego, gracias. Jamás volveré a quejarme por tener que cortarte las uñas de los pies. Te lo prometo.

Escupefuego resopló, tosió más gas caliente y otra gran llamarada de fuego hizo que los estrangularratas corrieran a buscar un escondite. También incendió una montaña de botes de remo que Rupert Gringe había llevado allí para reparar.

Jenna y Escupefuego volvieron a la destruida barca. Jenna hizo aterrizar a Escupefuego junto a los restos del barco y, manteniendo las alas extendidas para un despegue rápido, el dragón esperó a que el Chico Lobo se sentara detrás de Jenna.

—Excúseme, majestad —dijo una voz familiar detrás del pie izquierdo de Jenna—, ¿podría correrse un poco? Así Dawnie y yo podríamos apretarnos detrás de usted.

Jenna conocía aquella voz. Siempre aparecía cuando menos la esperabas. Miró hacia abajo y, tal como suponía, allí estaba Stanley, la ex rata mensaje y, en otro tiempo, agente del servicio ratisecreto. Situación actual: fugitivo de los estrangularratas.

—Ven, Stanley, rápido, antes de que te vean los estrangularratas. —Jenna se inclinó para ayudar a subir a Stanley.

—No voy a volver a subirme a esa… esa cosa —dijo la pequeña rata gorda que estaba con Stanley.

—Pero, Dawnie, querida, es nuestra única esperanza.

De repente, el clamor de los estrangularratas cambió.

—Allí está —dijo la voz estridente de la mujer de los pelos de punta—. Ella lo hizo. Tendrá que responder por esto. Ya.

—¡Ya, ya, ya! —empezó el canto—. ¡Ya, ya, ya!

—Vienen hacia aquí —dijo el Chico Lobo—. Rápido, Jenna, deja las ratas si no quieren venir. Tenemos que largarnos.

Jenna se inclinó para coger la patita de Stanley.

—¡No me dejes, Stanley! —gimoteó Dawnie. Se lanzó en plancha y cogió a Stanley por los tobillos.

—¡Dawnie, suéltame!

Jenna aupó a las dos ratas peleonas, una en cada mano, y las colocó firmemente sentadas tras ella entre dos grandes púas, una detrás de la otra. Al cabo de un momento, Escupefuego levantaba el vuelo, perseguido por una serie de tapaderas de cubos de basura y una fea plancha tachonada de clavos.

A unos seis metros sobre el castillo, la pelea continuaba.

—Espero que te habrás dado cuenta de lo cerca que has estado de conseguir que nos matasen a los dos, Stanley.

—¿Yo? ¿Que casi hago que nos maten a los dos? Tiene gracia que tú digas eso. Si te hubieras salido con la tuya, Dawnie, como normalmente sueles hacer, ahora ambos estaríamos estrangulados y colgados del marcador.

—A veces dices las cosas más crueles, Stanley. Mi madre tenía razón.

—No tienes por qué meter a tu madre en esto, Dawnie, no hay ninguna necesidad.

—Bien, es bonito ver que volvéis a estar juntos —dijo Jenna alegremente, intentando cambiar de tema.

Las dos ratas se quedaron raramente en silencio.

Aprovechando ese silencio, Jenna le devolvió la caja del copiloto al Chico Lobo.

—¿Puedes sacar el trozo verde de… esto… de esa cosa? —preguntó—. Tiene busca escrito encima. Es la que necesito para que Escupefuego busque a Sep.

—¿Busca? —pregunto el Chico Lobo con pánico—. ¿Qué aspecto tiene «buscar»?

—B-U-S-C-A —deletreó Jenna, gritando por encima del silbido de las alas del dragón—. En grandes letras negras. No puedes equivocarte.

—Sí puedo —murmuró el Chico Lobo para sí—. ¿Qué aspecto tiene la… b? —le gritó.

—¡Como un señor con barriga!, b de barriga, ¿la ves?

Jenna guiaba a Escupefuego para que el dragón siguiera las murallas del castillo. Había decidido que trazara círculos hasta que estuviera en condiciones de hacer bien la búsqueda. También era una excusa para ver el Castillo, que se extendía muy debajo de ellos como un mapa en el que las hormigas se movían lentamente, y le fascinaba. Le recordaba aquel mapa tan preciado que Simon le había dado un día de la fiesta del Solsticio de Invierno. En él aparecía cada tejado, cada árbol, cada jardín en el tejado, cada callejón y rincón secreto del Castillo. De hecho, mientras Escupefuego volaba libremente hacia los viejos cuarteles generales de la rata mensaje, la atalaya de la Puerta Este, Jenna se preguntó si el que había hecho el mapa no habría tenido tal vez su propio dragón, tan parecido era el mapa al panorama que se desplegaba debajo ella.

El Chico Lobo tenía problemas para encontrar el busca. Ya era bastante, pensó, estar a decenas de metros de altura, marearse e intentar no caerse de un dragón volador, para tener que mirar también las letras. No se podía decir que Escupefuego volara muy suavemente. A cada batir de alas, una gran ráfaga de aire con olor a dragón bañaba la cara del Chico Lobo. Luego el dragón se elevaba en el aire, donde se quedaba colgado unos segundos hasta el próximo batir de sus alas. Luego otra vaharada de aire apestoso de sus alas, y volvía a bajar. No eran las condiciones ideales para buscar una letra con aspecto de señor con barriga.

Mientras buscaba a través de la caja de toffees, intentando no perder ningún trocito de preciosa piel de dragón, se le ocurrió algo que podía explicar sus problemas para encontrar el busca.

—Pero no todos los señores con barriga empiezan por b, ¿verdad? —le preguntó a gritos a Jenna—. Me refiero a que cada uno tiene su nombre y…

Jenna se volvió hacia atrás y vio la expresión perpleja en el rostro del Chico Lobo.

—¿Sabes qué? —gritó Jenna—, ¿por qué no me pasas todos los trozos verdes?

—¡Oye, la tengo! —gritó el Chico Lobo, triunfante, mientras el dragón bajaba las alas—. Estaba confuso porque… aaarrrggg —las alas del dragón subieron—… hay dos barrigas en ésta. Pero ninguna de las otras… uuuf —las alas del dragón volvieron a bajar—… tienen ninguna barriga, así que debe de ser ésta. Toma, aquí… ooops —las alas subieron—… la tienes.

Pasó a Jenna un trozo de piel verde agrietada. En ella había escrito Busca y encontrarás.

—¡Genial! —dijo Jenna.

Con cierta dificultad, como si estuviera leyendo en una montaña rusa, y sujetando fuerte el trocito de piel verde de dragón para que no se le volase, leyó las palabras del busca:

Fiel dragón, busca a aquel

de quien recibiste la impronta.

¡Qué este busca te muestre en la mente

el camino hasta tu improntador… encuentra!

De inmediato, Escupefuego viró bruscamente a la derecha, pillando a Jenna por sorpresa. Había tenido que soltar las dos manos de las púas de Escupefuego para leer el busca, y en un rápido y terrible movimiento, se resbaló de su lugar en el cuello de Escupefuego, se agarró a las púas a las que hubiera debido sujetarse y… se cayó.

—¡Jenna! —gritó el Chico Lobo—. ¡Jenna!

No hubo respuesta. Jenna se había ido.