La Lonja de los Mercaderes
A la mañana siguiente, Snorri se levantó muy temprano, y Ullr, que había vuelto a su modo diurno de gato canijo anaranjado con la punta de la cola negra, se estaba comiendo un ratón para desayunar. Snorri había olvidado todo lo referente a la fantasmagórica barcaza real, y cuando lo recordó durante su desayuno de arenques encurtidos y oscuro pan de centeno, decidió que todo había sido un sueño.
Snorri sacó su bolsa de muestras de la bodega, se la cargó al hombro y cruzó por la plancha bajo el luminoso sol de la mañana, con una sensación de felicidad y emoción. A Snorri le gustaba aquella extraña tierra a la que había llegado; le gustaban las verdes aguas del río perezoso y el olor a hojas de otoño y madera quemada que flotaba en el aire, y le fascinaban los altos muros del Castillo que se levantaban ante ella, y que ocultaban todo un nuevo mundo por descubrir. Snorri subió el empinado camino que conducía a la Puerta Sur y respiró hondo. El aire era fresco, pero no como el de la helada por la que Snorri sabía que su madre estaría caminando de regreso a su oscura casita de madera en el muelle. Snorri sacudió la cabeza para librarse de cualquier pensamiento acerca de su madre y siguió camino arriba hacia el Castillo.
Mientras atravesaba la Puerta Sur, observó que había un viejo mendigo sentado en el suelo. Sacó una moneda del bolsillo, pues la gente considera que trae buena suerte darle una moneda al primer mendigo que ves en una tierra extranjera, y la apretó contra su mano. Demasiado tarde, cuando acercó la mano hacia la del mendigo, se percató de que era un mendigo fantasma. El fantasma pareció sorprenderse del roce de Snorri, y malhumorado por ser atravesado, se levantó y se alejó caminando. Snorri se detuvo y dejó la pesada bolsa en el suelo. Miró a su alrededor y se le encogió el corazón. El Castillo estaba lleno, abarrotado hasta la saturación de todo tipo de fantasmas, que a Snorri, vidente de espíritus, no le quedaba más remedio que ver, tanto si los fantasmas hubieran decidido aparecérsele como si no. Snorri se preguntó cómo podría encontrar a su padre entre aquella muchedumbre. Estuvo a punto de dar media vuelta allí mismo y regresar a casa, pero se dijo a sí misma que también había ido a comerciar, y como hija de un famoso Mercader, comerciaría.
Con la cabeza gacha para evitar el máximo número de fantasmas, Snorri siguió su mapa. Era un buen mapa y pronto se encontró caminando bajo una vieja arcada de ladrillos que conducía hasta el Palacio de la Lonja de los Mercaderes, desde donde se dirigió directamente hacia la Oficina de los Mercaderes. La oficina era una caseta abierta con un cartel encima que decía: ASOCIACIÓN DE LA LIGA HANSEÁTICA Y LOS MERCADERES DEL NORTE. Dentro de la caseta había una larga mesa de caballetes, dos conjuntos de balanzas con sus distintos pesos y medidas, un gran libro de contabilidad y un viejo y arrugado Mercader que contaba el dinero de una gran caja de hierro. De repente, Snorri se puso nerviosa, casi tanto como cuando entró en el local de Sally Mullin. Había llegado el momento de demostrar que tenía derecho a comerciar y derecho a pertenecer a la asociación. Tragó saliva con dificultad y, con la cabeza bien alta, entró en la caseta.
El viejo no levantó la mirada. Siguió contando las extrañas monedas a las que Snorri aún no se había acostumbrado: peniques, cuatro peniques, florines, medias coronas y coronas. Snorri tosió un par de veces, pero el hombre siguió sin levantar la mirada. Al cabo de unos minutos, Snorri no pudo aguantar más.
—Disculpe —dijo.
—Cuatrocientos veinticinco, cuatrocientos veintiséis… —prosiguió el hombre sin apartar la vista de las monedas.
Snorri no tuvo más remedio que esperar. Al cabo de cinco minutos, el hombre anunció:
—Cien. Sí, señorita, ¿puedo ayudarla?
Snorri puso una corona sobre la mesa de caballetes y dijo con mucha fluidez, pues llevaba ensayando ese momento desde hacía días:
—Me gustaría sacar una licencia para comerciar.
El viejo miró a la muchacha del atuendo de Mercader de tosca lana que estaba de pie ante él y sonrió, pues pensaba que Snorri había dicho una tontería.
—Lo siento, señorita. Tiene que ser miembro de la Liga.
Snorri entendió al hombre perfectamente bien.
—Soy miembro de la Liga —le informó.
Antes de que el hombre pudiera poner alguna objeción, Snorri sacó las Escrituras y puso el rollo de pergamino con su cinta roja y la gran gota de cera de sellar delante del hombre. Como si le estuviera tomando el pelo, el viejo se puso las gafas muy despacio, sacudiendo la cabeza ante la insolencia de los jóvenes de hoy, y lentamente leyó lo que Snorri le había dado. Mientras reseguía las palabras con el dedo, su rostro mudó a una expresión de incredulidad, y, cuando hubo terminado de leer, levantó el pergamino hacia la luz, buscando algún signo que delatara que era una falsificación.
No lo era. Snorri sabía que no lo era y también el viejo.
—Esto es muy irregular —le dijo a Snorri.
—¿Irregular? —preguntó Snorri.
—Muy irregular. No es normal que los padres pasen las Escrituras a sus hijas.
—¿No?
—Pero todo parece estar en orden. —El viejo suspiró y, a regañadientes, buscó debajo de la mesa y sacó un montón de licencias—. Firme aquí.
Y le ofreció a Snorri una pluma. Snorri firmó y el viejo puso el sello en la licencia como si ésta hubiera dicho algo extraordinariamente personal y grosero.
La empujó hacia Snorri por encima de la mesa.
—Tenderete número uno. Llega usted pronto. Es la primera. La lonja empieza al amanecer en dos semanas a partir del viernes. El último día es la víspera de la fiesta del Solsticio de Invierno. Despeje cuando anochezca. Toda la basura será retirada por el Vertedero Municipal hacia medianoche. Eso será una corona.
El hombre cogió la corona que Snorri había dejado sobre la mesa y la lanzó en otra caja, donde aterrizó con un sonido hueco.
Snorri cogió la licencia con una amplia sonrisa. Lo había logrado. Era una Mercader con licencia, como había sido su padre.
—Lleve sus muestras al cobertizo y déjelas para que le hagan un control de calidad —dijo el viejo—. Tiene que recogerlas mañana.
Snorri dejó la pesada bolsa en el cubo de las muestras fuera del cobertizo y, sintiéndose ligera como una pluma, salió bailando de la lonja y chocó con una chica que llevaba una túnica roja con ribetes de oro. La chica tenía el cabello largo y negro y una diadema ceñía su cabeza como si fuera una corona. Junto a ella había un fantasma vestido con una túnica púrpura. Había una expresión amistosa en sus ojos verdes y llevaba el cabello gris recogido en una cola de caballo. Snorri intentó no mirar las manchas de sangre de sus ropas, justo debajo del corazón, pues era de mala educación quedarse mirando el origen de la fantasmez de un fantasma.
—¡Oh, lo siento! —le dijo la chica de rojo a Snorri—. No miraba por dónde iba.
—No, yo sí que lo siento —respondió Snorri.
Sonrió y la chica le devolvió la sonrisa. Snorri regresó al Alfrún haciéndose preguntas. Había oído que el Castillo tenía una princesa, pero no podía ser aquélla, que iba a la pata la llana como cualquiera.
La muchacha, que realmente era la princesa, prosiguió su camino hasta el Palacio, con el fantasma de la túnica púrpura.
—Es una vidente de espíritus —dijo el fantasma.
—¿Quién?
—Esa joven Mercader. No me aparecí ante ella, pero ella me vio. Nunca había conocido a ninguna. Es muy raro, sólo se encuentran en las Tierras de las Noches Largas. —El fantasma se estremeció—. Me produce escalofríos.
La princesa se echó a reír.
—Bromeas, Alther. Apuesto a que tú también le produces escalofríos a la gente.
—Yo no —respondió el fantasma indignado—. Bueno… sólo si quiero.
Durante los días siguientes, el otoño entró de pleno. Los vientos del norte desnudaron los árboles de sus hojas y las hicieron volar por las calles. El aire se hizo más frío y la gente empezó a notar lo pronto que se hacía de noche.
Pero para Snorri Snorrelssen el tiempo era bueno. Pasaba los días merodeando alrededor del Castillo, explorando sus senderos y vericuetos, mirando con asombro los escaparates de las fascinantes tiendecitas que se apiñaban bajo las arcadas de los Dédalos e incluso comprando curiosas baratijas. Había levantado la vista hacia la Torre del Mago, sobrecogida, sorprendiendo lo que parecía ser una maga extraordinaria muy mandona, y le habían impresionado las grandes pilas de estiércol que los magos guardaban en el jardín. Se había unido a la muchedumbre para contemplar cómo el viejo reloj del Patio de los Pañeros daba las doce del mediodía y se rió de las caras de las doce figuritas que salieron del fondo del reloj. Otro día caminó por la Vía del Mago, hizo un recorrido por las imprentas más viejas, y luego miró por la verja del antiguo y bello Palacio, que era más pequeño de lo que esperaba. Incluso habló con un viejo fantasma llamado Gudrun en la Verja del Palacio, que había reconocido a una paisana, aunque les separasen siete siglos.
Pero el único fantasma que Snorri esperaba ver en sus caminatas la eludía. Aunque sólo conocía su aspecto por un retrato que su madre guardaba junto a la mesita de noche, estaba segura de que lo reconocería en el mismo instante en que lo viera. Sin embargo, a pesar de buscar constantemente entre la multitud de fantasmas que erraban por allí, Snorri no vio ni rastro de su padre.
Una tarde, después de explorar unos callejones oscuros que había al final de los Dédalos donde se alojaban muchos Mercaderes, Snorri se dio un susto. Era casi la hora del crepúsculo y acababa de comprar una antorcha en la Antorchería de Maizie Smalls. Cuando volvía caminando por el callejón Retuercetripas en dirección hacia la Puerta Sur, Snorri tuvo la desagradable sensación de que la estaban siguiendo, pero, cada vez que se daba media vuelta, no había nada que ver. De repente, Snorri oyó un ruido como de alguien que arrastrara los pies, dio media vuelta y allí estaban: un par de ojos rojos y redondos y un diente largo como un estilete resplandeciendo a la luz de la antorcha que llevaba en la mano. En cuanto los ojos vieron la llama, se fundieron en la penumbra y Snorri no volvió a verlos. Se dijo a sí misma que sólo era una rata, pero poco después, mientras caminaba apresuradamente hacia la calle principal, Snorri oyó un agudo chillido procedente del callejón Retuercetripas. Alguien se había aventurado a pasar por el callejón sin una antorcha y no había tenido tanta suerte como ella.
Snorri estaba conmovida y necesitada de compañía humana, así que esa noche se fue a cenar al Salón de Sally Mullin. Sally recibió acogedoramente a Snorri, porque, como le dijo a su amiga Sarah Heap:
—No puedes culpar a una jovencita sólo porque haya tenido la mala suerte de ser Mercader, y supongo que no todos son tan malos. Es de admirar, Sarah pilotó la gran barcaza ella sola. No sé cómo lo hizo. El Muriel ya me parecía bastante difícil.
El café estaba vacío aquella noche. Snorri era la única dienta. Sally llevó a Snorri otro trozo de pastel de cebada y se sentó a su lado.
—Es terrible para el negocio, esta Plaga —se quejó—. Nadie se atreve a salir después de que anochezca, aunque les he dicho que las ratas se alejan pitando cuando ven una llama. Lo único que tienen que hacer es llevar una antorcha. Pero no sirve de nada, ahora todo el mundo está asustado. —Sally sacudió la cabeza con pesimismo—. Se tiran a los tobillos, ¿sabes? Y son rápidas como el rayo. Un mordisco y listo. Al otro barrio.
A Snorri le costaba cierto trabajo seguir el rápido torrente de palabras de Sally.
—¿Alotro barrio? —preguntó, captando el fin de la frase.
Sally asintió.
—Casi. No exactamente muerto, pero calculan que es sólo cuestión de tiempo. Te sientes bien durante un rato, luego te sale un sarpullido rojo que se propaga desde la mordedura, te sientes mareado y ¡pum!, al instante estás plano en el suelo y ¡a criar malvas!
—¿Malvas? —preguntó Snorri.
—Sí —dijo Sally, poniéndose en pie de un salto al ver que llegaba una clienta.
La clienta era una mujer alta con el cabello corto y de punta, embozada en su capa. Snorri poco podía ver del rostro de la mujer, pero ésta dirigió una mirada furiosa hacia donde estaba ella. A continuación, la mujer y Sally mantuvieron una conversación entre murmullos y, cuando acabaron, aquélla se fue tan deprisa como había llegado.
Sally volvió sonriente con Snorri, al asiento desde el que se divisaba el río.
—Bueno, es un mal viento que no beneficia a nadie —dijo Sally para desconcierto de Snorri—. La que ha venido era Geraldine. Esa extraña mujer me recuerda a alguien, pero no consigo recordar a quién. Da igual, preguntaba si los estrangularratas podían reunirse aquí antes de salir a… estrangular ratas.
—¿Estrangul larratas? —preguntó Snorri.
—Bueno, a cazar ratas. Creen que si se libran de todas las ratas, se librarán también de la Plaga. Para mí tiene lógica. En cualquier caso, a mí ya me va bien. Un montón de cazarratas hambrientos y sedientos es justo lo que el café necesita ahora mismo.
Nadie más entró en el café después de que la pelopincho de Geraldine saliera, y de inmediato Sally empezó a subir ruidosamente los bancos a las mesas y a fregar el suelo. Snorri captó la indirecta y dio las buenas noches a Sally.
—Buenas noches, querida —dijo Sally alegremente—. No salgas a dar un paseo por ahí ahora, ¿de acuerdo?
Snorri no tenía ninguna intención de salir a dar un paseo. Volvió al Alfrún y se alegró mucho de ver al Ullr Nocturno rondando por la cubierta. Dejó a Ullr de guardia y se retiró a su camarote, atrancó la escotilla y dejó la lámpara de aceite encendida toda la noche.