Los estrangularratas
L os dientes de las dos ratas castañeteaban de miedo mientras Escupefuego se elevaba del patio de la Torre del Mago entre un coro de abucheos y rechiflas de los estrangularratas que estaban debajo. Jenna estaba demasiado concentrada en recordar todo lo que sabía sobre el pilotaje de dragones para prestar demasiada atención, pero una voz estridente se elevó entre el clamor.
—Está confabulada con ellas. ¿No os lo había dicho? Ella y ese barco fueron los que las trajeron. Vamos, chicos. —Aunque la voz pertenecía a una mujer alta con los pelos de punta, los estrangularratas eran en su mayoría hombres y muchachos—. Vamos, a hundirlo de una vez por todas.
Escupefuego volaba cada vez más alto y Jenna y el Chico Lobo vieron a la chusma pasar por la Gran Arcada y dirigirse al estrecho callejón que llevaba hasta el astillero. Las ratas se balanceaban peligrosamente por debajo del dragón.
—Dawnie —exclamó la rata más grande, que colgaba de la cola de Escupefuego, mientras que la más bajita y rechoncha se agarraba a sus tobillos—. Dawnie, tus garras me están matando. ¿Tienes que cogerte tan fuerte?
—¿Crees que hago esto porque me divierte, Stanley? ¿Qué quieres que haga? ¿Te suelto y dejo que me maten esos fanáticos de ahí abajo? ¿Es eso lo que quieres?
—Ay, no. No seas tonta, querida. Sólo me preguntaba si puedes aflojar un poquito. No siento las piernas.
Escupefuego descendió en picado sobre los miembros de la multitud, uno de ellos lanzó con muy buena puntería la tapadera de un cubo de basura. La tapadera voló hacia las ratas, dando vueltas en el aire como si fuera una sierra volante circular. Stanley cerró los ojos. «Ya está, todo ha terminado», pensó. Vaya modo de irse, de un golpe de tapadera de cubo de basura.
Pero Escupefuego vio el misil que habían lanzado hacia ellos, y las últimas semanas en las que Septimus le había entrenado para esquivar objetos volantes —y que él había odiado, pues en el entrenamiento Beetle les había lanzado todo tipo de cosas— dieron su fruto. Como un profesional, Escupefuego esquivó la tapadera y, por si acaso, le dio un fuerte golpe con la cola.
—¡Aaaaaay, Stanley! ¡Vamos a moriiiiiiiiiiiiiiir…! —gritó Dawnie. El Chico Lobo, que ya estaba un poco mareado, se compadeció de Dawnie.
Jenna llevó a Escupefuego a toda velocidad hasta el astillero. Sobrevolaron a los estrangularratas y Jenna calculó que tenían cinco minutos antes de que la chusma llegara allí. Cinco minutos durante los cuales Jenna tenía que hacer aterrizar a Escupefuego, llegar hasta la casa del dragón y de algún modo ponerlo a salvo.
Jannit Maarten no es que se alegrara precisamente al ver a Escupefuego dirigiéndose hacia su astillero. La última vez que el dragón había aparecido había sido un completo desastre, provocado por los Heap, como de costumbre. Y allí volvía a estar ahora, sin duda con alguien del clan Heap a bordo. Mientras Escupefuego sobrevolaba bajo el astillero, Jannit intentó dirigir al dragón hasta un espacio vacío, que recientemente había ocupado la barcaza del puerto que Jannit y Rupert Gringe acababan de botar al agua. Escupefuego hizo caso omiso de Jannit. No le gustaba la gente que movía los brazos ante él y le gritaba.
—¡Aquí, aquí! ¡Oh, bordas y barrenas!, ¿qué está haciendo esa estúpida criatura?
Escupefuego pasó volando por encima de la cabeza de Jannit, sin rozarla por un pelo, y aterrizó en la cabina del piloto de una vieja barca pesquera, que se encontraba en un estado bastante delicado. La cabina apenas podía aguantar alguna gaviota que aterrizaba encima de vez en cuando, pero no tenía ni la más mínima posibilidad de soportar un dragón cuyo peso equivalía exactamente al de setecientas sesenta y cuatro gaviotas. La cabina se desplomó con un fuerte estruendo, y Escupefuego y todos sus pasajeros se encontraron en un charco de agua estancada en el casco del barco de pesca.
—¡Arriba, Escupefuego, arriba! —gritó Jenna dándole un fuerte golpe con el pie en el flanco derecho.
Con alguna dificultad, acompañado por un montón de chillidos provenientes del extremo de su cola, Escupefuego aleteó, salió del casco de una manera poco digna, y aterrizó junto a la barca de pesca.
—¡Mirad lo que habéis hecho! —protestó Jannit, que llegaba exhausta al lugar del naufragio—. Podíamos haberlo reparado. Rupert iba a empezar con él mañana. Miradlo ahora.
—Lo siento, Jannit —se disculpó Jenna mientras resbalaba por el cuello y se bajaba de Escupefuego—. De veras que lo siento, pero los estrangularratas vienen hacia aquí para destrozar la nave Dragón.
—¿Para qué? No es una rata.
—Lo sé —dijo Jenna, cortante. Dejó al Chico Lobo al cuidado de Escupefuego y corrió hacia la casa del dragón.
Jannit corrió detrás de ella.
—¡Jenna! —le gritó—. ¡Jenna!
Pero Jenna no se detuvo. Jannit estaba preocupada, no le gustaba el cariz que estaban adquiriendo las cosas. Era cierto que no había estado precisamente encantada cuando la mitad dragón, mitad nave, apareció sin anunciarse en mitad de la noche hacía unos meses. Pero ahora que la nave Dragón estaba en su astillero, Jannit la consideraba responsabilidad suya, y nadie fastidiaría los barcos de Jannit Maarten, y mucho menos un puñado de matones que se llamaban a sí mismos estrangularratas. A Jannit le gustaban las ratas.
—Rupert —dijo Jannit abordando a Rupert Gringe que estaba ocupado aserrando madera—, llévate tantos trabajadores como puedas contigo y busca y cierra las puertas del túnel. Atranca las puertas. ¡Rápido!
Rupert Gringe dejó lo que estaba haciendo y se dispuso a cumplir inmediatamente la orden de Jannit. Sabía cuándo Jannit hablaba en serio.
La nave Dragón yacía al final del Tajo, hasta hacía poco un pantalán sin salida en un lado del astillero, que acababa en el escarpado acantilado de la muralla del Castillo. Desde que Jannit tenía el astillero se había preguntado qué sentido tendría el Tajo. Hacía tres meses que lo había descubierto. Se había despertado en mitad de la noche para descubrir una enorme caverna que se internaba en las profundidades de la muralla al final del Tajo. No era sólo una vieja caverna, sino un altísimo vestíbulo de lapislázuli, cubierto de jeroglíficos dorados. A Jannit no le gustaba la opulencia y aquello le daba un poco de corte, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse impresionada. Dudaba de que cualquier otro astillero del mundo tuviera un lugar semejante —o un barco semejante— y eso la llenaba de orgullo.
Lo que deprimía a Jannit era que, aunque ella, Rupert Gringe y Nicko habían reparado maravillosamente la nave Dragón —pues el dragón había sido alcanzado por dos rayocentellas y se había hundido en el fondo del foso—, la criatura estaba aún inconsciente.
El dragón yacía con la cabeza reposando en una alfombra tendida sobre la fría pasarela de mármol en el lateral de la casa del dragón, con los grandes ojos verdes cerrados, respirando tranquila y lentamente. Habían colocado cuidadosamente su cola sobre una plataforma de mármol al fondo de la casa del dragón, pulcramente enroscada por Jannit y Nicko, como si fuera un enorme trozo de soga verde, y no se había movido desde entonces.
Un fuerte sonido metálico resonaba a través del patio mientras Rupert atrancaba las puertas del túnel con la barra. Al cabo de un momento se oyó un estruendo aún más fuerte. Los estrangularratas acababan de llegar justo a tiempo para ver cómo les cerraban las puertas en las narices.
—No voy a dejar que esa chusma descontrolada entre y arruine mis barcos —dijo Jannit cuando alcanzó a Jenna.
Pasaron entre una gran fila de planchas apiladas contra la gran muralla del Castillo, luego corrieron por un exiguo camino entre dos barcos de altos mástiles que necesitaban nuevas jarcias y rápidamente llegaron a la entrada de la casa del dragón. Con los furiosos gritos y el aporreo de las puertas del astillero de fondo, Jenna y Jannit entraron en las apacibles sombras de la casa del dragón.
La nave Dragón yacía inmóvil, con la gran cabeza descansando sobre la única alfombra persa de Jannit, ahora algo carbonizada, que habían tendido en la pasarela de mármol lateral. Jenna se arrodilló y puso la mano sobre la cabeza de la criatura, pero el dragón, como de costumbre, no se movió. Sus lisas escamas estaban frías al tacto y los ojos esmeralda ocultos bajo los gruesos párpados verdeoscuros no parpadearon como hacían siempre que Jenna la acariciaba con cariño.
Jannit se quedó atrás observando a Jenna. Ni siquiera en un momento así, Jannit quería interrumpir lo que ocurría entre Jenna y la nave Dragón. Estaba acostumbrada a los momentos que Jenna pasaba con el dragón, pero solía mantenerse al margen, pues notaba que los importunaría si se acercaba. Jannit notaba que el astillero solía quedarse en silencio cuando Jenna ponía la mano en el dragón, pero aquel día no sucedió así. Los sonidos de los estrangularratas golpeando sistemáticamente la puerta del astillero llenaban el aire. Jannit se preguntó si Jenna sabía qué estaba haciendo, perdiendo el tiempo acariciando al dragón cuando deberían estar levantando alguna especie de barricada delante de la casa del dragón. Pero no lo dijo, pues en los últimos meses Jannit empezaba a sentir cierta admiración reverencial por Jenna y su convencimiento de que la nave Dragón se despertaría.
De repente, Jenna se puso en pie de un salto.
—Creo que la oigo —dijo, con los ojos brillando llenos de emoción.
—¿Qué? —preguntó Jannit, distraída por los inventivos insultos que Rupert Gringe dirigía a los estrangularratas.
—Al dragón. Es muy débil, pero estoy segura de que lo he oído. Tenemos que sellar la casa del dragón.
—¿Y cómo vamos a hacerlo exactamente? —soltó Jannit, preocupada ahora, al percatarse de que la chusma no iba a marcharse y de que probablemente no podrían impedir que destrozaran la nave Dragón.
—Del modo en que se abrió. Con fuego… fuego de dragón —y entonces Jenna se deprimió al recordar—. ¡Oh, Escupefuego puede hacer fuego!
—Sí, puede —dijo Jannit, que había oído hablar a Nicko de la incubación de Escupefuego—. Lo hizo mientras lo incubaban.
—Eso es sólo fuego niño. Todos los dragones lo hacen cuando los incuban al principio.
El ruido de la madera astillándose resonó por el astillero.
—Están a punto de cruzar las puertas —dijo Jannit en su habitual tono de naturalidad—. No nos queda mucho tiempo. Discúlpame, tengo que ir a buscar mi hacha. Si buscan problemas, los van a encontrar.
Jenna sabía que no se podía hacer otra cosa; debía intentar inflamar a Escupefuego. Sacó la caja de toffees del copiloto del bolsillo de la túnica. Jenna la abrió y sacó el trocito rojo de piel de dragón. Lo desplegó y, para su sorpresa y consternación, había sólo una palabra escrita en él: Inflama. ¿Cómo iba a ser eso suficiente?
Pero Jenna sabía que debía intentarlo. Corrió hasta Escupefuego.
—Discúlpame, Cuatrocientos Nueve —dijo Jenna sin resuello, volviendo a subirse en Escupefuego. El Chico Lobo empezaba a trepar por Escupefuego, cuando para su alivio, Jenna añadió—: Esto tengo que hacerlo yo sola. Tengo que hacer que Escupefuego respire fuego.
Escupefuego levantó las orejas. ¿Fuego? ¿Ahora? Pero ¿y el desayuno?
Un coro de alaridos resonó detrás de la puerta del astillero, y se oyó la voz de Rupert gritar:
—Si queréis ratas, Matey, las tendréis. Grandes y con hachas. ¡Venid, venid!
En respuesta a la amable invitación de Rupert Gringe, los estrangularratas dieron un fuerte empujón a la puerta. Hubo un ruido de madera astillada y la chusma asomó a través del agujero. Un tremendo clamor se produjo cuando estalló una pelea en la verja. Rupert, Jannit y los obreros del astillero se enzarzaron en una buena pelea y parecían ir ganando, pero unos pocos estrangularratas esquivaron la lluvia de golpes.
Guiados por la mujer alta de los pelos de punta, se dividieron y se dirigieron hacia la casa del dragón, blandiendo toda serie de improvisadas armas y gritando:
—¡Coged al dragón, matad al dragón, matad, matad, matad!